Desde hace unos años ofrezco la lectura gratuita de mis novelas en tres idiomas, una después de otra y capítulo a capítulo, en esta misma página. Este año 2019 estamos leyendo La Federación, el penúltimo libro que he publicado. Pero al ser tan breve, terminé de traducirlo y publicarlo en dos meses, de modo que desde marzo a julio decidí realizar la misma labor con este libro que ahora presento, el segundo volumen de mi trilogía El oficio viejo, que es una obra bastante más larga que el anterior.
Si puede usted leer la bella Lengua Internacional, podrá leer gratuitamente toda mi obra, a medida que la vaya traduciendo. Si no lo sabe, pero quiere aprenderlo, puede pedir información a la Federación Española de Esperanto. Ellos le podrán indicar la forma de aprenderlo de forma rápida, barata y eficaz.
Esas obras pueden ser leídas gratis en su totalidad en Esperanto, si bien las versiones en español e inglés se encontrarán en versión digital en Amazon siempre.
IIº
volumen de la trilogía
El oficio viejo
Este libro está dedicado a toda mujer que haya considerado, al
menos una vez en su vida, dedicarse al oficio de hetaira.
En las páginas que siguen bien podría averiguar su
qué habría sido si…
También quede como tributo a Stephen Crane y Alejandro Dumas, cuyas Maggie, una chica de la calle y La Dama de las Camelias me dieron inspiración para escribir este libro.
Este es el índice, que contiene el enlace a cada capítulo:
Umú nació en Malí. Había llegado en patera a la playa de Nares, en Puerto de Mazarrón, Murcia, España, y en cuanto puso el pie en su Tierra Prometida comenzó a caminar día y noche hasta que ya no pudo más, y se desplomó en un campo. Mientras caminaba se había alimentado de la fruta que encontraba por el camino, insectos, saltamontes, hierba, lo que encontraba en los contenedores de basura de casas aisladas y pequeños pueblos a los que se atrevía a acercarse durante la noche; pero a pesar de ello iba perdiendo peso de día en día. Hasta que cayó al suelo. Eran las diez de la mañana en un día soleado de verano.
¿Cómo había llegado allí? ¿No estaría ella mejor en su pueblo, con su familia, sus amigos, en lugar de escapar sin rumbo de todo lo que tenía, sus parientes, hermanos y hermanas? El mundo está lleno de lobos, como su madre solía decirle, que estaban siempre preparados para comerse a las ovejitas como ella, una jovencita que no estaba preparada para vida y que nunca había visto más que a sus padres y hermanos, a veces a algunos vecinos. Siempre sus mayores. Y ellos cuidaban de ella.
Era la novia de Ramadán, el hombre más rico de la zona. Era mayor que ella, pues ya tenía treinta años, y ella sólo doce. Pero ella le tenía miedo. Pensaba que todo el pueblo le pertenecía, y que algún día le pertenecería a ella también, según su madre. Si podía controlar su carácter, claro.
Pero Umú sabía que el mundo era mucho mayor que su aldea. Y aunque no sabía qué quería, sí que sabía qué no quería. Y no quería estar con ese hombre, parirle hijos y cuidarlos toda su vida. Sería una vida miserable.
Sí, según su hermano era una ventaja ser mujer, aunque hubiese desventajas también. Pero ¿qué podían hacer? Eso es lo que había desde el principio de los tiempos, y ellos nada podrían hacer para cambiarlo.
Pero ella no estaba de acuerdo. Poco a poco fue urdiendo un plan de escape, aunque no sabía a dónde podía ir.
Hacia el sol, había oído decir a un amigo de su padre una vez, están los países del frío. No necesitan trabajar la tierra, y si lo hacen, usan máquinas para eso. Allí todo el mundo come todos los días, y el gobierno cuida de la gente.
Pues iré a La Tierra del Sol, se dijo a sí misma. Me iré a donde está el Sol, o moriré por el camino.
Seis meses después su mamá la llamó aparte para que sus hermanitas no las oyeran, y le dijo que se preparara, que todo estaba listo para El Gran Día. Porque al siguiente ya sería mujer, según los ritos de su tribu. Aquella tarde estuvo nerviosa y abstraída. Recordaba lo que Sira le había dicho.
Sira era un poco mayor que ella. Alrededor de un año antes la habían hecho mujer, también. Pero no había sido como ellas dos habían imaginado: la habían llevado al desierto, a un lugar donde no había nadie. Allí su madre la había sujetado mientras otra mujer, de otra tribu, le había levantado el vestido y le había hecho mucho daño entre las piernas. Había sangrado mucho. Se había desmayado. Mientras la traían de vuelta al pueblo, lloraba y sangraba mucho, y cuando se pudo tocar de nuevo notó que le faltaba algo allí. Lo tenía mucho más pequeño y le fue mucho más difícil orinar y tener la menstruación. Y ahora era su turno, el turno de Umú. Pero ella prefería morir antes que pasar por eso. Se sintió muy mal, muy desgraciada. Visitó a Sira, que le dijo que ya se sentía bien otra vez. Lo peor habían sido los tres primeros meses después de aquello, pero ahora ya estaba bien. Umú volvió a casa y le dijo a su mamá que estaba cansada, y se fue a dormir.
Al día siguiente, antes de levantarse el Sol, cuando nadie se había despertado todavía, se deslizó fuera de su casa. Abrió la puerta sin ruido y empezó a caminar. A mediodía ya estaba en un lugar que no conocía, siempre siguiendo al Sol. Al segundo día ya no comprendía lo que la gente decía, pero siguió caminando, siempre en pos de la estrella. Comía lo que podía.
Hasta que, después de muchos días, encontró el mar. Nunca lo había visto. Allí conoció mucha gente que quería ir también a La Tierra del Sol. La llamaban Europa, La Tierra Prometida. El sitio en que todo el mundo es feliz. Había allí una playa enorme donde se construían muchos barcos grandes de madera. Preguntó y le dijeron que aquellos barcos iban a ir a Europa. Pero tenía que pagar mucho dinero por el pasaje. No lo tenía, pero alguien le dijo que tenía un cuerpo muy bonito y era joven y fuerte. Seguramente podría conseguir un trabajo para ganar el dinero que necesitaba para su billete al Paraíso Europeo.
Pero el trabajo no era lavar platos o cuidar niños, sino irse a la cama y permitir que aquellos hombres horribles, desdentados, viejos y asquerosos, le hicieran cosas. La primera vez no pudo comprender lo que él le decía, pero el hombre le dio unos cuantos billetes y le subió el vestido. No tenía nada de dinero, así que le dejó hacer. Se acordó de Sira cuando sintió el dolor entre las piernas. Gritó mucho porque le dolía, y cuando el hombre terminó había mucha sangre. Él se asustó mucho, también, y le dio más dinero. Ella dejó de llorar. Cuando el hombre ya se había ido, se tocó y descubrió que no era más pequeño, sino más grande, y el dolor ya no era tan grande, casi había desaparecido. Fue al wáter y orinó con facilidad. Vio que había una ducha, jabón y toallas, y se dio el primer baño en varios meses. Luego se fue a la cama y durmió hasta el medio día.
Durante los meses siguientes aprendió el idioma que se hablaba en aquel país, francés, y sus condiciones de trabajo mejoraron mucho: los hombres pagaban la habitación, y también le daban dinero, de modo que ella podía ducharse y dormir en el hotel todos los días.
A las dos de la tarde sintió algo húmedo en la cara. Abrió los ojos y vio un perro enorme que le saludaba con la lengua, en la manera en que los perros saludan a la gente. Antes de que pudiera entrar en pánico, oyó la voz de un hombre:
El dueño del perro y de la voz, un sujeto de cincuenta años casi calvo y con la mitad del pelo restante, detrás de las orejas, totalmente blanco, se acercó a la maliense asustada y desfallecida. Se dio cuenta inmediatamente que no se podía poner en pie, ni siquiera moverse. La evidente desgracia de la joven le tocó el corazón, y tomándola en brazos, la metió en su casa. Le sorprendió que pesase tan poco, apenas treinta kilos, a pesar de que medía más de un metro sesenta.
La esposa de Eufemio pensó en un accidente:
Quince días después ya había recuperado algo del peso que se había ido dejando por el camino, y también había aprendido algo de español, lo suficiente para que ellos supieran que se trataba de una inmigrante ilegal que no tenía papeles, sino un gran miedo a volver a su país. No les podía decir todavía, porque su dominio del idioma todavía no era suficiente, que había escapado de su tierra, de sus padres, de su novio, de su vida toda, porque querían mutilarla, querían hacerle la ablación, y para evitar el infierno había sufrido otro, quizá peor. Había cruzado un desierto y comprado un asiento en un navío con su cuerpo en Mauritania, y luego en una barquita en alta mar hasta la costa, y desde que puso el pie en tierra no había dejado de caminar hasta que había llegado allí, cerca de un pueblecito de Cáceres llamado Torrequemada.
Eufemio debería haberle dicho a la Guardia Civil que había dado cobijo a una inmigrante ilegal de África por error, para ahorrarse un problema serio, pero él era un hombre que le hacía honor a su nombre, y sus convicciones religiosas le impelían a ser un buen samaritano hasta el final con ella: le dio un trabajo a Umú. No era la primera en emplear: cerca de su casa había un barracón donde dormían otros diez inmigrantes de diversos países: seis hombres y cuatro mujeres. Umú sería la décimo primera. Durante el día, desde el amanecer hasta la puesta de sol, recogían fresas, vigilaban el campo, echaban a los pájaros del sembrado, y daban la voz de alarma para salir corriendo y ocultarse cada vez que veían movimiento en la carretera de Torrequemada, pues todos llevaban un silbato colgando del cuello para avisar.
Elvira no estaba de acuerdo con la forma en que su marido explotaba a los inmigrantes:
Elvira callaba. Estaba harta de que su marido siempre hallase la forma de darle la vuelta a lo que ella decía para salirse siempre con la suya. Y sí explotaba a aquellos desgraciados. Trabajaban todo el día a cambio de sólo un plato de comida a medio día y otro por la noche. Y al final del mes cada uno recibía sesenta euros. ¡Dos cochinos euros al día! Así habían devuelto aquella granja a la vida cuando ya estaba a punto de desaparecer, sólo hacía unos meses, cuando Dimitri y Tania aparecieron huyendo de la policía francesa, que casi los había pillado. Temían a la policía francesa y a todo lo que se le pareciera. Después habían llegado otros ocho inmigrantes, que por fin pudieron respirar tranquilos cuando vieron que tenían un trabajo en lugar de una denuncia a la policía.
Con todo, Eufemio era buena persona: los cuidaba de verdad, les hablaba mucho, y así, poco a poco, pudieron aprender español. Algunos de ellos se iban con el tiempo, e intentaban otros trabajos. A veces la policía los pillaba y los enviaban de vuelta a sus países, aunque algunos más afortunados conseguían los papeles de residencia y con el tiempo la nacionalidad española.
Tras unos meses en la granja, también Umú aprendió hablar español con relativa corrección. Por eso pudo hablar con los demás, que tenían otros idiomas diferentes al suyo. Por eso una joven ucraniana un día le pudo hacer una extraña propuesta:
Recordaba las cosas terribles que tuvo que hacer para poder comer, dormir en un lugar sucio lleno de insectos, pero que por lo menos la protegía del viento y la lluvia, y conseguir el dinero que aquellos hijos de puta exigían para llevarla a Europa en barcos que nunca pasarían la inspección de autoridad competente alguna.
Umú no pudo evitar recordar sus experiencias traumáticas en Mauritania. Su primer cliente la había desflorado. Se había asustado y le dio mucho más dinero del que ella esperaba. Entonces había sonreído al pensamiento de que aquel dolor era mucho más ligero que el que su familia le quería hacer con la excisión. Mientras había estado en la granja de Eufemio, algunos hombres le habían propuesto sexo a ella, primero gratis, y luego le habían ofrecido dinero. Finalmente había aceptado a cambio de €50, el sueldo de 25 días. Cuando eres pobre, la dignidad, honestidad y vergüenza importan menos que comer todos los días. Cincuenta euros era su precio, y ella lo había hecho por lealtad a sí misma, para dejar el agujero en que se escondía, aunque se tratase del menos penoso de los había sufrido en toda su vida. Pensaba y comprendía, a su propia manera, que su cultura era el primero y peor agujero del que se había escapado. Para hacerlo había tenido que adaptarse a en otros agujeros cada vez mayores, que le habían dado más espacio cada vez: su gran escapada sin destino hacia el norte, siempre al norte, encontrándose nuevas culturas, irrumpiendo en otros idiomas hasta que llegó a Mauritania, donde estaban las mafias organizadas. Allí le habían hablado por primera vez de Europa, La Tierra Prometida, donde la gente era rica porque les pagaban mucho por sólo un poco de trabajo, y por eso quiso ir allí. Pero no tenía plan. Sólo ir hacia el norte, y una vez en el norte, escogería la mejor opción. La primera había sido caminar. Caminar mucho sin parar por ninguna razón. No quería volver al sur. No quería ver a su familia de nuevo. No volvería a su país porque la mutilarían, y podría morir. Estaba muy asustada. Escapó cuando aún era una niña, y ahora era una mujer, pero ese miedo irracional se había enraizado en lo más profundo de su cerebro.
¡Media España en un día!, se dijo con asombro. Había tardado mucho más en llegar a Cáceres, aunque había sido sin rumbo, a pie, yendo siempre hacia el norte… Pero cuando aprendió el idioma, comprendió lo que le dijo Eufemio, que lo que ella pensaba que era el norte, en realidad era el noroeste, y por eso no había muerto de frío en Soria o Aragón, al llegar en su lugar a Extremadura, donde el clima es más agradable. Parecía que un buen tótem la protegía.
Una vez al día, se repitió. En Mauritania tuvo más de diez clientes al día durante tres años. Casi once mil veces en total. Así pudo conseguir la fortuna que aquella gentuza le exigía por un asiento cochambroso en un barco atestado de piojos y ratas, y luego en una cáscara de nuez hecha a mano que servía sólo para un viaje de ida, y luego dejaban abandonado en la playa a merced de las olas, cuando todos saltaban a tierra tan pronto como podían, y ya nadie se preocupaba por ella.
Al silencio expectante de Umú, Alona continuó:
Como si fuéramos la familia, se repitió. Una familia de tres hermanas. Era como un sueño: lo que nunca había tenido, ya que lo que dejó en Malí no se podía considerar una familia… La gente que te quiere hacer daño en el nombre de una tradición estúpida no es tu familia.
El plan no podía ser mejor. Tenían una amiga con los papeles en regla, que había pensado en todo con antelación. Lo malo era que no podía fiarse mucho de esa Merilú que no había conocido todavía. Y tampoco conocía mucho a Alona. Estaba en lo de Eufemio cuando ella llegó. Era una chica silenciosa, tranquila. Era una rubia de piel muy blanca que miraba a todos con desconfianza. Pero pronto notó una corriente de buenos sentimientos entre ellas dos. Quizá la rubia vio en ella a una chica aún más desvalida que ella misma. Al principio no podían hablar, porque Umú no comprendía el idioma, pero a medida que lo iba aprendiendo, la ucraniana comenzó a admirar a la negra, porque aprendía muy deprisa. Pronto supo más español que ella, y tras unas semanas ya lo hablaba con más destreza que todos los inmigrantes de la granja, que llevaban mucho más tiempo en el país. Umú era como una esponja, pues absorbía cada palabra nueva que oía.
Su mayor ventaja era que tenía muy poco que perder. Quizá la policía podría averiguar que ella no tenía papeles. En ese caso podrían echarla del país, pero volvería. O se iría a otro país. Cualquier cosa menos volver a Malí. Tenía miedo de África. Había decidido no volver allí en su vida.
Aquella noche Umú no pudo dormir. Se levantaron muy temprano y fueron a decir adiós a Eufemio y Elvira. Les dijeron que habían encontrado trabajo en Madrid, pero no les dieron detalles. Elvira se alegró mucho por ellas. Ya no las va a explotar nadie más, pensó. Iban a ser sirvientas. El marido, menos ingenuo, sospechó que iban a trabajar de putas; pero no había nada que él pudiera hacer para impedirlo, y tampoco lo intentaría, aunque pudiera:
Así que a las diez de la mañana, Merilú llegó a la granja en su SEAT Ibiza blanco. Las recogió con su pequeño equipaje: apenas una maleta pequeña para las dos. Un par de piezas de ropa interior y un vestido cada una, además del que llevaban puesto. No vestían harapos, pero sí modestamente. Y un abrigo grueso cada una. De ese modo, sin mirar hacia atrás ni una vez, las tres partieron hacia el Levante Español, la parte de España donde se levanta el Sol antes que en el resto. Umú nunca miró hacia atrás. Siempre atenta, observaba lo que se le ofrecía enfrente, dispuesta a evitar todo peligro.
Cuando rodeaban una ciudad de la provincia de Toledo, Quintanar de la Orden, un guardia civil de tráfico las detuvo. Umú se puso muy nerviosa, pero no dijo nada. Ni siquiera se movió. Iba en el asiento de atrás. Por lo visto Merilú había sobrepasado el límite de velocidad, porque iba a 90 donde debería ir a 60 kilómetros por hora. El guardia, muy joven, le pidió la documentación con mucha cortesía, y Merilú le dio su licencia de conducir con una sonrisa. El joven la riñó de una manera paternal por ir tan rápido, y ella le dijo, con una sonrisa de desvalimiento, que no se había dado cuenta, pero que no lo haría más. Al guardia le hizo gracia su cara de niña pequeña pillada en falta por una travesura, y le sonrió al devolverle el permiso de conducir, diciéndole que no la iba a multar esta vez, pero que tenía que tener cuidado porque tenía otras dos vidas en la punta de sus dedos. Y entonces las dejó ir. Las chicas no se lo creían. Nunca un policía había sido tan humano con ellas, tan comprensivo, tan agradable.
Tras un viaje de doce horas con tres paradas por el camino, por fin llegaron a Alicante. Tras consultar el mapa un par de veces, finalmente llegaron al apartamento que habían alquilado en la calle Maisonnave, muy cerca de El Corte Inglés, los famosos grandes almacenes. Estaban en pleno centro comercial de la ciudad, justo al lado del centro histórico.
El apartamento era realmente un ático de doscientos metros cuadrados, con cinco habitaciones, de las que usarían sólo tres. Umú nunca había tenido todo un dormitorio para ella sola, y eso la hizo muy feliz. Era todo un lujo, de verdad, para ella. No lo podía creer. Para las dos ucranianas aquello era como volver a su modo de vida antiguo, cuando las cosas estaban bien en su país. Habían tenido una habitación privada antes, en casa de sus padres, aunque con menos lujo que ahora, aunque nunca habían tenido cuarto de aseo en el dormitorio, como en este apartamento tan fantástico. Pero para Umú, que había crecido en una familia numerosa, aquello era un sueño que nunca había visto. Allí, en su casa de Malí, había tenido que ir a hacer sus necesidades en pleno campo, al aire libre, y la higiene personal se hacía en el río, de la mejor manera que se te ocurría, porque nadie hablaba de eso y por lo tanto nadie enseñaba a nadie a hacerlo, y el resultado era que nadie lo hacía bien. Por eso había tanta mortalidad infantil. Por eso le invadió un grato sentimiento de sentirse persona por primera vez en su vida; sentía que ahora ella era importante. Más que ser la esposa del hombre más rico del pueblo. Y seguía completa, no mutilada. Aquel apartamento era como el Castillo de Blancanieves para ella, La Belleza de Ébano. En aquel momento se quiso mucho, se sintió orgullosa de haberse ido del infierno.
Aquí estaba ella, en el Sur del país más occidental y sureño de Europa, dispuesta a ganarse el pan de cada día. Con la ayuda de su buen tótem, que debía estar cerca de ella, ayudándola por fin. Umú lo sentía despierto de su largo letargo, y por fin decidido a echarle una mano. Y se sintió muy fácil, muy cómoda con él. Tanto, que le puso nombre: Abenat, el que da buen ejemplo.
Pero las cosas no le habían ido tan mal, si lo pensaba mejor: se había escapado de su familia, que la quería mutilar. Había sufrido situaciones muy duras, cierto, y su estancia en España todavía estaba en el aire, con la posibilidad de ser descubierta por la policía y ser devuelta a África, ahora con mucha mayor probabilidad que mientras estaba oculta en lo de Eufemio. Por otra parte, se sentía muy cómoda con estas dos chicas, aunque no las conocía lo suficiente para estar segura de que no se querían aprovechar de ella. En el mundo del hombre blanco, ser una negrita guapa podría ser novedad para los machos mediterráneos… Pero ahora estas dos blancas eran toda su familia. No se fiaba de ellas al cien por cien, pero se fiaba de ellas más, mucho más, que de su familia real, la que lo era sólo desde un punto de vista biológico, pero a la que importaba tan poco. Sí, querían que se casara con alguien importante de la tribu, alguien que les garantizase a ella y a sus hijos tener siempre algo que comer, y por eso ellos quisieron mutilarla, para que no pudiese engañar a su marido y por ello darle la opción a repudiarla, devolviéndosela a sus padres cuando ya fueran viejos y no la pudieran alimentar.
Entre ambas opciones, mutilada en su país y casada con el rico del pueblo, o soltera y puta en un país extranjero de otro continente, pero completa, prefería lo segundo. Antes puta en el primer mundo que un ama de casa comme il faut en el tercero.
Al día siguiente, mientras aún organizaban sus cosas, Umú se fue a dar un paseo por el puerto. Después se le unieron las otras dos para ir de compras. Allí vio vestidos elegantes y sencillos por primera vez en su vida. En su país la gente usa vestidos con muchos colorines y bordados complicados para mostrar el alto nivel de la familia, pero aquí los vestidos caros eran más sencillos y cómodos de llevar.
Umú no entendía nada de lo que estaba sucediendo. Merilú era experta en comprar con tarjeta de crédito porque cuando trabajaba en aquel club de carretera, tenía un salario fijo y compraba y pagaba al mes siguiente.
Umú seguía sin entenderlo, porque sólo lo que ella había comprado, y Merilú pagado, costaba más de mil euros.
Umú nunca había tenido ropa interior de seda, ni combinaciones semi transparentes. ¿Para qué era todo aquello?
Tras adquirir su extenso guardarropa, se ducharon, se vistieron y se fueron a un restaurante gallego que está cerca de su apartamento, de hecho casi en la puerta de al lado. Comieron hasta que se hartaron, y Merilú pagó de nuevo con su tarjeta de crédito.
Alona soltó una risotada estruendosa y le puso el brazo sobre los hombros protectoramente mientras la tranquilizaba:
Umú habría llorado, si fuera capaz de hacerlo. Por primera vez en su vida no estaba sola. Tenía amigas. Dos.
Después de cenar se fueron a dar un paseo cogidas del brazo, mientras hablaban de lo que habían pasado en sus países de origen, confiando sus secretos las unas a las otras, sobre cómo habían acabado allí, frente al Mar Mediterráneo, y también sobre sus planes para el futuro. Las ucranianas querían volver a su país en cuanto les fuera posible, pero Umú no contemplaba esa posibilidad, en absoluto.
Cuando llegaron a casa, bastante tarde, y Umú ya se había duchado de nuevo y estaba con su pijama de seda y en zapatillas, tumbada por fin en su mullida cama, se sintió la señora de su casa por primera vez en su vida.
Pero todo no era un jardín de rosas: Umú había sido prostituta antes, pero a ello la había forzado el instinto de supervivencia. No la había esclavizado un proxeneta, sino el terror que le producía la idea de volver a casa, o morir por el camino. Quería vivir mejor, y vivir en su tribu con algo de menos en su cuerpo y en su alma no era vivir. No quería la vida de su madre, o de su abuela. Ella quería algo más, incluso sin saber con claridad qué era lo que quería. Le habían dicho que en el norte, en La Tierra del Sol, la gente era feliz. Y ella quería ser feliz. Quería vivir sin sufrir.
El problema apareció seis meses después de empezar a trabajar. Habían descartado anunciarse en el periódico. En lugar de eso invitaban a los clientes en bares de putas y en los hoteles del centro de la ciudad, los más finos, puesto que para entonces habían progresado ya tanto que cada una de ellas ya podía comprar todo un guardarropa y le pudieron pagar a Merilú lo que le debían. Ahora pagaban el alquiler con facilidad, e incluso estaban considerando comprar el apartamento. Aquel día, pues, estaban en el Hotel Palma, en la playa de San Juan, en su lujosa sala de baile. Los porteros no las molestaban porque tenían pinta de clientas del hotel y porque en esos lugares hay normalmente más hombres que mujeres.
En cuanto llegaron se pusieron a bailar con alegría, primero las tres juntas, y al poco rato tres cuarentones se acercaron a ellas en plan de intimar. Cuando les dijeron su precio, uno de ellos se fue airado, pero otro, algo más joven, las había oído y les dijo que estaba dispuesto a pagar los trescientos euros que Alona pedía por sus favores. Subieron a sus habitaciones porque eran los tres clientes del hotel.
Una hora más tarde Merilú bajó contenta, con su dinero en el bolso…, pero no vio ni a Umú ni a Alona allí. Las telefoneó y le dijeron que estaban en casa.
Cuando las vio, les contaron la historia: el cliente de Alona se había vuelto loco y había comenzado a chillar y a pegarle. Los clientes de las habitaciones cercanas llamaron al servicio de seguridad del hotel, y los empleados tuvieron que sujetar a la bestia antes de que pudiesen rescatar a la chica. Le pidieron que se quedase para firmar una declaración para la policía, pero pretextó que estaba muy nerviosa y se fue a casa. Llamó a Umú y las dos se fueron. Había sido un servicio malo. El cliente de Umú le había pagado, pero el de Alona no. Aquel día comprendieron que podían tener problemas con clientes trastornados que podían tener pinta de buenas personas al principio. Por eso dejaron de buscar nuevos clientes y decidieron trabajar sólo con los fijos, aunque no consiguieran tanto dinero, y apenas les diese para pagar la renta y unas pocas cosas más.
Al día siguiente publicaron un anuncio en los periódicos de la ciudad:
Y el número de móvil de Merilú.
A las siete de la mañana siguiente las despertó el teléfono:
—Buenos días. Me llamo Gustavo. Es por el anuncio.
Aunque a lo largo de aquel día llamaron más candidatos, a los que entrevistaron sin excepción, Gustavo las impresionó más que los demás por su personalidad y fuerza física. Parecía un gorila de verdad, muy ancho de hombros, y porque era muy alto y su expresión era muy seria. Su voz era profunda, y pensaron por eso que le daba un aspecto impresionante que haría desistir a los violentos, en caso de que se les colara alguno, de hacer alguna tontería. Pronto se pusieron de acuerdo en el dinero, ya que los €2000 eran mucho más de lo que un guardia de seguridad gana normalmente, y el trabajo no era demasiado complicado. Tendría que abrir la puerta a los clientes y contestar al teléfono desde la mesita de la entrada, sin perder de vista un panel pequeño donde había tres luces verdes. Si una de ellas se volvía roja, o se apagaba, Gustavo tendría que entrar en esa habitación para sacar al problemático.
Tuvo que actuar sólo dos veces en el año y medio que trabajó allí, pero se acostumbró demasiado, y comenzó a discutir cuando las chicas tenían que hacer una salida de trabajo. Ellas comprendieron que en realidad sí era su tiempo de trabajo extra para él, sobre todo si era fin de semana, y por lo tanto aceptaron pagarle €500 por cada salida de hasta un día. Aquello lo tranquilizó, y ahora ya deseaba él que alguna hiciera un fin de semana completo, pues le supondría mil euros más, la mitad de su salario mensual.
Cuando las escoltaba lo hacía de incógnito, y nunca tuvo que actuar, en realidad, pero les daba mucha seguridad a ellas, se sentían mucho más seguras. Cuando estaban solas fuera de la ciudad, en una casa aislada, Gustavo las acompañaba hasta la puerta y las recogía en el mismo lugar cuando terminaban. Normalmente hablaba con un miembro del servicio y a menudo le invitaban a pasar a la parte de la casa reservada a la servidumbre; pero en cualquier caso, el enlace telefónico con su protegida siempre estaba asegurado.
Sí, Gustavo era muy bueno convenciendo a cualquiera, sobre todo a las mujeres. Su error fue pensar que iba a funcionarle con sus jefas. Sí, eran mujeres, pero eran sus jefas, y también extranjeras que habían sufrido mucho porque estaban en una tierra extraña cuyas costumbres, tradiciones y leyes no conocían bien, y por lo tanto tuvieron que aprender por las malas. Y Gustavo era su hombre bueno, el que las protegía. Pero ¿quién las protegería de él? Eso es lo que se empezaron a preguntar cuando él intentó de abusar de su estatus para conseguir ventajas laborales.
A Umú le cayó peor que a las demás desde el principio, porque le recordaba a su padre en algunos gestos que hacía…, puede que porque le recordase la figura de autoridad. Todavía recordaba la paliza que le había dado y la charla posterior en que la quería convencer que había sido por hacerle un favor, y lo mejor para ella, según él, era que dejase que le amputaran los genitales para que su marido nunca pudiera repudiarla por traicionarlo: sin aquel apéndice pecaminoso nunca podría tener ningún placer o gusto por otro hombre más que el suyo. Y él, su padre, quería que ella, su hija, fuese feliz. Por una complicada cadena de pensamientos Gustavo le recordaba a su padre. Quizá porque ambos le daban protección en dos momentos diferentes de su vida. Quizá porque ella se sentía físicamente inferior a él. Era buena cosa que él fuera grande y fuerte, para cumplir sus deberes con ellas tres. Pero aquello podía con Umú.
Por eso cuando él pidió aumento de sueldo, fue muy clara:
Después de una discusión de dos horas, no hubo acuerdo. Entonces Gustavo les dio las llaves y se fue a casa, furioso. Pero era puro cuento. Sabía que se lo darían tarde o temprano. No podían estar sin seguridad mucho tiempo. Y sería difícil encontrar otro guardia de seguridad que no quisiese aprovecharse de ellas.
Sí, Gustavo estaba convencido de que su plan iba a resultar bien a la larga. Pero se confió tanto, que perdió la partida...
Al mes de irse Gustavo tan enfadado aún no le habían llamado. Ciertamente no era lo mismo, y tenían que tener mucho más cuidado que antes, pero querían alguien en quien pudieran confiar, no un Musculitos sin cerebro que quisiera aprovecharse de ellas, tres inmigrantes extranjeras.
En uno de sus habituales paseos matutinos, Umú se encontró con unos activistas de una ONG cuya misión era ayudar a la gente de, entre otros países, el suyo, Malí. Umú ya había copiado el acento local, por lo que la gente que la oía hablar pensaba que había pasado toda su vida en Alicante capital, ya que no sólo hablaba español perfectamente, sino que además hablaba valenciano mucho mejor que los nativos de allí.
Si tienes que escapar, pensó Umú, razones políticas o étnicas, y ayuda con una pequeña cantidad...
Aquellas palabras se le clavaron en la cabeza mientras le sonreía a aquella extraña muchacha.
Diseñar, pensó Umú. Se imagino una enorme autopista desde su pueblo hasta Alicante y Merilú trayéndola en su Ibiza blanco todo aquel camino.
¡Qué lástima, pensó Umú. Con las máquinas y otras personas esta chica podría haber construido las carreteras por el camino que yo anduve con mis pies desnudos. Y, sin embargo, parece desgraciada porque no se puede vestir como yo.
Entonces Umú hizo algo inesperado: se quitó su chaqueta Versace y la puso sobre los hombros de Rosa.
Una atónita Rosa vio cómo Umú entraba en aquel edificio mientras ella se quedaba allí, mirando a la puerta de entrada mientras sentía el tacto de aquella chaqueta tan cara, preguntándose qué acababa de ocurrir.
Quince minutos más tarde Rosa todavía estaba intentando vender paz interior a los viandantes cuando vio salir a Umú vistiendo otro traje distinto, pero igual de caro. En la mano había una bolsa de ante, y en la otra una percha con el resto del traje cuya chaqueta le había dado antes, así como una blusa de seda blanca.
Le dio un beso y se fue antes de que Rosa pudiera decir o hacer nada.
Patidifusa, vio desaparecer a Umú, y disolverse en la gente que caminaba por el centro de la ciudad. ¿Lo había soñado todo?, se preguntaba… Pero allí, pendiente de su mano estaba todavía el caro traje Versace, de esos que ella nunca había visto y que nunca compraría con su salario actual.
Rosa buscó a su jefe, le dio los cuestionarios, y se fue a casa.
¿En qué me he equivocado?, se preguntaba Rosa cuando iba a casa, sola de nuevo. A los 30 no se podía emancipar del todo todavía. Y esa chica negra, tan joven, podía permitirse el lujo de regalarle a ella, una perfecta extraña, el mejor traje que Rosa había visto en su vida. Mientras se daba un baño relajante pensó en su vida, en cuánto sus padres habían alabado el trabajo, ahorrando continuamente para conseguir un objetivo noble, con una vida espartana y sin embargo altruista, por lo menos en la medida de lo posible…, y luego, al final de us vida académica, después de ganar con tanto esfuerzo su doctorado en ingeniería y conseguir su diploma en artes marciales por aquello de Mens sana in corpore sano (mente sana en cuerpo sano), había encontrado sólo un mini job en Alemania, por €400 mensuales, o trabajar gratis en España, o si no por un puñado de euros en una ONG, cuyo mejor pago era el sentimiento de que estaba haciendo algo por otras personas y recibiendo lo justo para comer. Sí, visitaría a la negra, claro que sí. Quería que le explicase su secreto, por qué podía regalar un vestido de tanta calidad, un Versace que una doctora ingeniera no podría conseguir. Por qué la negra extranjera podía tener pena de la blanca que vivía en su propio país, y por qué a ella misma eso no le molestaba.
Al salir del tranvía iba pensando que la joven debía ser la hija de algún hombre importante en su país…, ¿o quizá su amante? Porque quitarse de encima un vestido Versace con tanta ligereza no estaba al alcance de la mano de cualquiera. No de la suya, claro, ni de la de ninguna de sus amigas, o de nadie que conociera. Además, no podía comprender por qué la joven negra le había dado el Versace a ella en particular. En aquel momento ella no se habría planteado tirarlo, pues era nuevo y también porque lo llevaba muy bien. Había una tarjeta en el bolsillo de la chaqueta con su nombre, Umú, y también su dirección postal completa. La joven vivía en un ático en el centro de Alicante. Cielos, estaba claro que Umú tenía un montón de dinero.
Rosa entró en el ascensor y pulsó el botón del ático. La velocidad aumentó de un modo tan suave que parecía que no se estaba moviendo en absoluto. Tras varios minutos la puerta se abrió y Rosa se vio frente a un luminoso pasillo a ambos extremos del cual había sendas puertas con las letras A y B.
Rosa pulsó el timbre de B, y se oyeron unas campanas, pero le pareció que en la otra casa se oía también un zumbador. Y entonces se abrió la puerta del ático A y apareció Umú.
Rosa entró tras su anfitriona y tras pasar por el recibidor, donde había un armario para los abrigos, sombreros y paraguas, llegaron a un amplio salón de unos cuarenta metros cuadrados de extensión.
Esta habitación es como todo mi piso, la invitada se dijo en cuanto lo vio.
Aquello impresionó a Rosa. Tantos españoles hablando mal de su país, y resulta que esta señora subsahariana adopta España como su Tierra Sagrada…, a juzgar por la reverencia en que pronunciaba esa palabra, España.
Nuestro país…, repitió Rosa para sí misma.
Umú se levantó y fue a un pequeño mueble bar que había en un rincón del salón. Rosa la siguió con la mirada y le sorprendió ver tantas botellas de licor y otras bebidas, que parecían caras, que no conocía. Su mirada cayó en una botella que tenía el número 21 en el cuello, y un poco más abajo leyó: Chivas de Regal.
Umú sirvió dos vasos y volvió al sofá con ellos en la mano.
Tras el primer sorbo, Rosa siguió con la conversación:
La negra se rio con ganas, y luego, aún sonriendo, añadió:
Rosa no se atrevió a preguntar cuánto habían pagado por los dos áticos, todo el piso.
¡Oh, Dios mío!, pensó Rosa, y yo vendiendo subscripciones por unos céntimos…
El ático estaba muy bien amueblado y decorado, aunque podría estarlo mejor…, se dijo Rosa. En el comedor había un copia de menor tamaño del Guernika de Picasso, y en cada una de las cinco habitaciones había copias de otros cuadros famosos, aunque no se trataba de fotos, sino que estaban realizados por uno o varios pintores que habían buscado la inspiración en los trabajos de los grandes maestros. En cada dormitorio había una ducha y una cama de matrimonio enorme. También había esculturas de mármol, pero lo mejor de todo era la terraza, que era común a todas las habitaciones y a las del otro ático. De hecho el tamaño de la terraza igualaba al de las dos viviendas juntas. Umú la guio a la otra por la terraza, donde se encontraron con una rubia bonita tomando el Sol en bikini.
Umú las presentó:
Alona se levantó y la besó en la mejilla. Rosa se dio cuenta de que era alta y hermosa, y tenía unos bonitos pechos grandes.
Ahora comprendía lo del Versace. Y los áticos. Así que tres muchachas encantadoras ganaban tres mil euros a la semana cada una, puesto que no necesitaban trabajar todos los días. En total, €9.000 a la semana. Doce días al mes serían €36.000. Podrían comprar los áticos en dos años, quizá sólo en uno.
Sí, pobrecitas. Se agotaban de estar tumbadas todo el día, pensaba Rosa mientras pensaba los largos días de pie en las calles, ocho, incluso diez horas cada uno, por un par de euros.
Rosa miró a Alona con sorpresa. ¿Esta chica le estaba proponiendo de verdad que se hiciera puta?
Alona la miró con frialdad, pero no dijo nada. Y luego miró a Umú, y se encogió de hombros.
Esta le envió una mirada dulce.
Las dos chicas se miraron, y Alona se sentó de nuevo, interesándose de pronto en la amiga de su colega, aunque no dijo nada.
Umú miró a Alona, y esta asintió.
Rosa estaba prestándole mucha atención.
Rosa dio un salto: no podía creerlo: por fin le caía un trabajo decente, aunque tuviera que trabajar para tres putas. Le habían caído bien estas dos.
Rosa se puso en pie y se fue hacia la puerta. Pero antes de llegar, se detuvo, se volvió hacia ellas, y preguntó:
Sí, tiene sentido. Estas chicas son extranjeras. ¿Tendrán los papeles al día?
Nolo sabía, pero la verdad es que no era asunto suyo tampoco.
Probablementesí, ya que habían comprado los apartamentos, pero ¿se puede comprar uno una casa en España si uno no vive aquí? Bueno, no lo sabía, pero muchos extranjeros poseen casas y pisos en Benidorm…Bueno, podrían tener los papeles en orden o no, pero a ella lo que le preocupaba era sólo el trabajo que le podrían dar. Un trabajo muy bien pagado. Podrían darle dos mil euros al mes, posiblemente más. Pero tendría que pelearse por ellas. ¿Merecía la pena?
¡Oh, Dios! Eso es hablar en plata, pensó Rosa. Y yo enredando con los folletos… ¿Cuánto sacan estas por el fin de semana?
Rosa dijo adiós desde la puerta, besando esa cara tersa donde no la ausencia de la sombra de una arruga invocaba la envidia y miedo en su alma.
Volvió remoloneando y pensando en el tema…: La Avenida Aguilera, la de Orihuela, y al final llegó a su morada: una minúsculo apartamento de cuarenta metros cuadrados por el que pagaba €400 al mes, lo que se comía sus ahorros poco a poco, hasta que tuviese que volver a casa de sus padres…, a menos que consiguiese un buen trabajo…, como el que una de estas chicas le proponía.
Pero ¿qué podría ocurrir si la cosa no salía bien? Bueno, si se iba a vivir en ese ático, no dejaría esta guarida. Era su refugio, el símbolo de su independencia.
Llegó a su casa, se desnudó en el camino al cuarto de aseo, de modo que cuando giraba el grifo para prepararse el baño pudo ver su cuerpo en el espejo: no había comparación con el de esas dos bellezas. Tendría que ponerse en forma claro. Tendría que usar el gimnasio que había visto en el ático al menos una vez al día. No se había cuidado últimamente. Se quitó con parsimonia la última prenda que aún llevaba puesta, las bragas baratas que no concordaban con su Versace. Una vez desnuda, se sumergió en la bañera totalmente, y cerró los ojos sin pensar en nada, sintiendo el mundo correr a su alrededor, sintiéndose un aparte pequeña del Universo, y sin embargo en su órbita particular. Tras varios momentos mágicos se sentó y se frotó el cuerpo con jabón vigorosamente, formando un montón de espuma. Se miró en el espejode nuevo y soltó una carcajada: allí estaba ella en la bañera, ocultando su desnudez bajo un vestido de espuma mientras consideraba si cambiaba su vida de modo total o no. Se sentó en la bañera y luego se dejó caer en toda su longitud. Mientras estuvo allí, sintiéndose viva, sin pensar en nada, abrió de nuevo el grifo del agua caliente dos veces para compensar el enfriamiento del agua. Incluso tuvo que quitar el tapón para que el agua no se saliera de la bañera. Luego, con todo bajo control, siguió pensando en sus opciones.
¡Jo!, se dijo. Sí, el dinero sería mejor que nada, hasta que consiguiera un trabajo de verdad, o por lo menos uno mejor. En ese caso se lo diría a sus jefas con bastante antelación.
Por otra parte, también podría decir que no. Había sido una mujer decente y respetable toda su vida. Algún día podría conocer a un buen chico con el que quisiera casarse, como había deseado en secreto durante toda su vida, y cuando lo consiguiera, ¿qué pensaría él cuando se diera cuenta que el salario de ella venía de un grupo de putas? Y, claro, le intentarían pagar a ella en negro. ¡Oh, no! Claro que no.
Ella quería un contrato legal, y seguridad social, vacaciones pagadas, y … De pronto estalló en carcajadas. Apenas tenía €600 en el banco, y en el fondo de su corazón le gustaría ser una de esas chicas, pero no tenía el valor de conocer el oficio, la necesaria preparación física ni cultural. Porque sus padres tradicionales le habían pagado los estudios en un colegio de monjas, el de la Inmaculada Concepción, y luego esa puta crisis había tenido que venir para llevarse tantas cosas… Vaya, si Sor Emilia la oyese ahora…, bueno, aquella Bendita Crisis vino, comodiría la monja. O condenada, el puto fraude de los bancos, los políticos y la generación de sus padres. Ahora ella, toda una verdadera doctora en Ingeniería de Puertos, Canales y Caminos, estaba dudando entre seguir con su trabajo voluntario para ganar una vida de miseria, o subirse a bordo del dinero putero, como lo veía ahora. No tenía que matar a nadie, sino impedir que esas mujeres tuviesen problemas. Pobrecitas…, todos los días mujeres como ellas desaparecían. Recordó la cara de Umú cuando le regaló la chaqueta de Versace. ¿Cuánto valía ese traje? Lo buscaría luego en internet.
Una hora después se levantó, quitó el tapón de la bañera y se aclaró el cuerpo con una ducha final de agua fría para tonificarse los músculos. Se secó el cuerpo con cuidado mientras seguía pensando en la oferta. Dios, si la rechazaba iba a estar pensando en eso el resto de su vida. Reconsideró el pensamiento, ese pensamiento manipulador y perverso. De todas formas, ¿qué podía perder? ¿Unpar de semanas de tiempo? Y la ganancia serían mil euros quizá dos o tres si les hacía falta el fin de semana… Volvió a la salita y juntó las prendas que se había quitado y las puso sobre una silla, debidamente dobladas. Se embutió en una bata roja y se sentó en una silla ante su ordenador peinándose mientras la máquina arrancaba.
Cuandoterminó el arranque, buscó en Google Versace, y tras unos segundos pudo ver una página llena de enlaces, entre los que escogió Ropa de mujer, y encontró lo que buscaba enseguida: allí estaba su vestido. Se llamada Vunk Little Black Dreses.
¿Qué demonios era vunk? El modelo o el nombre de la persona que lo diseñó? Pero dejó de preocuparse cuando vio el precio: ¡€1700! Tres veces sus ahorros. Buscó su chaqueta, y la encontró: AlexanderWang, €623. Más de dos mil euros de regalo a una persona que no conocía de nada. Esa es Umú. Sí, dos días de trabajo de puta. Más vale trabajar como una puta que como una mula, desde luego. Umú empezó a pagarlo el lunes, y acabó de hacerlo el miércoles. Le dijeron que le comprarían un uniforme. No vestiría como ellas, pero la vestirían ellas. Por lo menos dos uniformes, claro. Y dinero. ¿Qué tenía que pensar más? ¿Había algo que pensar?
Cogió el teléfono y llamó a Umú:
Se tomó una cerveza y un bocadillo mientras veía en la televisión a un imbécil contando las noticias que su amo le daba. No prestó mucha atención porque aún estaba pensando si había tomado la decisión adecuada o no. Ella, una niña muy religiosa que había ido a misa y comulgaba todos los días, de adulta había acabado trabajando para tres putas…, de guardaespaldas.
Se llevó todo a la cocina, lavó los platos y luego se lavó los dientes. Más tarde tiró su bata sobre un sillón, y tan desnuda como cuando vino al mundo, se sumergió entre las sábanas y en un sueño pesado al final de un día muy raro, el más raro de su vida. La noche del día en que su vida cambió para siempre.
A las dos de la tarde las cuatro estaban comiendo juntas. Unos minutos antes había conocido a la otra socia, Merilú, la pelirroja exuberante. No estaban en el ático, sino en un restaurante cercano cuya comida era deliciosa, especialmente la comida marina, su especialidad. Gracias a Dios les había dicho medio en broma si me invitáis a comer…, porque Rosa no podía permitirse pagar su menú en un sitio como ese con su magro salario.
Sin embargo, ellas no se cortaron nada al pedir los platos: era evidente que eran habituales allí, porque conocían todos los del menú, y por eso pudieron ayudar a Rosa a decidir los suyos.
Entonces le contó su historia, cómo tuvo que dejar a su familia, a su gente, y sus costumbres bárbaras. Le habló de su largo éxodo a pie desde Malí hasta Torrequemada, en el oeste de España, y cómo había pasado en la granja de Eufemio el mejor periodo de su vida desde que nació. Y luego Merilú había convencido a Alona y a ella para venir al Mediterráneo para conseguir la mejor calidad de vida hasta ahora. Al principio había sido duro para ellas, por el sufrimiento psicológico, no físico. Seguían pensando que si se tropezaban con un hombre malo o psicópata, en realidad ellas eran sólo tres mujeres solitarias en una tierra extraña si preparación para un enganche con un hombre que les quisiera hacer daño, o simplemente robarles. Por eso buscaron seguridad, y encontraron a Gustavo.
Las tres chicas ya tenían sus papeles para vivir legalmente en España, aunque la ciudadanía española les costaría unos años más de permanencia en el país. A pesar de ello, los papeles que ya tenían les permitían salir y volver a entrar; y por eso ya habían pasado un mes en Ucrania. Habían llevado a Umú con ellas a Kharkov y Kiev. Pensaban pasar un par de meses al año en su patria, pero Umú pasaría ese tiempo descubriendo otros países del mundo, siempre que no estuvieran en África. Especialmente penoso le sería volver a su Malí natal, e incluso ir al Consulado de Madrid, en la Calle Padilla, fue toda una pesadilla para ella, pero nadie le dijo nada incómodo cuando le hicieron unas preguntas. Dijo que era sirvienta en Alicante.
Rosa tendría las mismas vacaciones que ellas. Puesto que las cuatro estaban de acuerdo, firmaron su acuerdo en un contrato escrito de seis meses, que fue firmado por Rosa y Umú en nombre de las tres.
Rosa sabía que tenía que estar en forma. Desde que empezó a proteger a sus chicas, como las llamaba, se levantaba todos los días a las seis de la mañana para ejercitar los músculos en el gimnasio. Ellas hacían aeróbic, pero Rosa encontró muchos instrumentos y máquinas que habían comprado para que Gustavo se mantuviera en forma, y ahora eran todo un tesoro para ella. Aquella fue la razón final que le hizo decidirse a trasladarse a la casa de Umú.
En realidad les pertenecía a las tres, pero cuando llegaron vivían en el ático B una pareja que lo había alquilado unos meses antes de llegar ellas. El marido las saludaba cuando coincidían en el ascensor, pero la esposa siempre mostró su disgusto por ellas. Previendo problemas, y aprovechándose de que el dueño de su ático también lo era del de enfrente, le hicieron una buena oferta: medio millón de euros por los dos áticos, a pagar en un año. Sin embargo, lo consiguieron pagar en sólo ocho meses. Tuvieron que trabajar todos los días durante aquellos meses, ya con la ayuda de Gustavo. Registraron el piso nuevo a nombre de Umú, y el otro a las ucranianas, aunque tenían un contrato privado que probaba que los dos áticos pertenecían a las tres. Pero Umú dijo que necesitaba un piso sólo para ella, , por lo que los inquilinos tuvieron que marcharse. Por eso Umú y Rosa vivían en el lugar de trabajo, mientras que las ucranianas vivían en el otro. Sin embargo, la chica negra quería pagar a las otras dos su parte del B, para tener su hogar propio en el futuro.
Para Rosa era un sueño vivir en un ático de trescientos metros cuadrados de patio en el centro de Alicante. Y se alegró aún más cuando Umú decidió vivir con ella a pesar de que las ucranianas se quedasen en el piso A.
Pero todo no iba a ser tan fácil.
Empezó a trabajar el lunes, y el miércoles ya tuvo su primera luz roja. Era un amigo de un cliente habitual. Era un poco inestable, y de pronto empezó a pegarle a Merilú. Le podía haber pasado a cualquiera de las otras. Al caer contra la cama, tiró de un pequeño cordel que había cerca del cabecero, y empezó a chillar una alarma en su habitación mientras la luz roja comenzó a parpadear. Rosa se quitó la falda y fue a la habitación en pantalón corto y blusa. Sin decir palabra, tomó a Jasón, un joven de un metro ochenta de altura, por la mano derecha, retorciéndole la muñeca con sólo dos dedos y haciéndole darse la vuelta de pronto por el terrible dolor que ese pellizco le causó en el brazo. Entonces lo tumbó en el suelo boca abajo, mientras Merilú observaba desde la puerta, nerviosa.
Entonces la guardia dijo:
Rosa presionó con la rodilla la parte posterior de la cintura del hombre y le dio un golpe doble entre los omóplatos que le hizo aullar de dolor. Luego le dijo al oído: Te podría matar ahora con facilidad. La policía me creerá cuando le diga que me intentaste violar y nadie echará de menos a un saco de mierda como tú. ¿Comprendes?
Estaba totalmente desvalido, pero incluso así no comprendía:
Rosa le dio un golpe cruel que lo dejó inconsciente. Luego lo vistió y lo sentó en una silla de ruedas que tenían para estos casos. Gustavo nunca la utilizó, pero este hombre era demasiado pesado. Rosa lo sentó en ella y luego lo llevó al ascensor. Cuando estaban en el segundo piso él recuperó el sentido, y quiso levantarse, con cara de mucha mala leche. Detuvo el ascensor con un dedo mientras presionaba el cuello del hombre contra la pared del ascensor con el pie derecho.
Él se quedó lívido y rojo a la vez. Ella aflojó el pie un poco para que él pudiese respirar, pesadamente, y finalmente dijo: vale, vale.
El hombre asintió, asustado.
Lo soltó y puso el ascensor en marcha otra vez. Cuando se detuvo, ella le asintió, y entonces él se puso en pie y se fue, mientras ella le decía:
Él se fue gruñendo.
La siguiente en sufrir los problemas de su profesión fue Umú. Fue una coincidencia poco afortunada que uno de sus clientes conociese Malí y hablase bambara, su idioma nativo. Ella no lo había oído hacía muchos años. El hombre había sido cliente suyo desde hacía meses. Era blanco, pero había vivido en Bamako varios años en la Embajada de España. Cuando supo que era de Malí, empezó a hablarle en bambara como un gesto agradable hacia ella, pero a ella le dio un ataque de pánico, pues le recordó a su familia, su pueblo, en los labios de aquel hombre. Rosa vino como un rayo en cuanto vio la luz roja sonando, pero no atacó al hombre. Le invitó a irse, y él dejó el lugar inmediatamente.
Luego Umú le explicó a Rosa y a sus dos colegas, que habían venido en cuanto oyeron los gritos y querían saber qué pasaba, lo que le había ocurrido. Le aconsejaron las tres a Umú que buscase la ayuda de un psiquiatra, porque eso ya no era normal, e interfería en el trabajo de las tres. Con la aprobación de Umú, Alona telefoneó al cliente y le ofreció una sesión gratuita con ella misma, ya que veían que no había sido culpa del pobre hombre. Nunca se robabanclientes, pero en esta ocasión el traspaso fue consentido por las tres partes. Y luego le dijeron a la chica negra que las actitudes como esa no eran buenas para el negocio.
Sí, desde luego Umú se sintió como la niña había dejado su pueblo para no volver nunca. Y se comprometió a buscar ayuda de un especialista.
Al día siguiente Umú estaba en la consulta del doctor Méndez, el mejor psicoterapeuta del sureste de España. Le preguntó por qué estaba allí, y ella le explicó lo que le había ocurrido. Le contó directamente que era una éscort, una hetaira, y que nunca había tenido ningún problema con nadie hasta que ese hombre empezó a hablar en bambara, su idioma nativo. Entonces le explicó qué había ocurrido exactamente.
Umú sintió dolor al oír ese nombre, África, que sin embargo estaba tan cerca de su propio apellido real. Por eso ella quiso cambiarlo cuando se hizo española, pues Farafina significa África en su idioma, y Farafin, su apellido, es mujer negra entre otras cosas, lo que era ella, desde luego. Pero no se veía normalmente, y nadie la conocía por su apellido real. Le gustaba ser española porque la hacía sentirse de otra cultura, una cultura en que nadie había intentado hacerle daño nunca, donde todo el mundo había sido agradable con ella y la había tratado como a un ser humano, y en la que había encontrado a una familia, una familia de verdad, en sus dos amigas, aunque ellas pertenecieran al Este de Europa. Había encontrado a una mujer maravillosa de España, también, Rosa, a la que ella sintió como buena persona desde el primer momento en que la vio. Ahora era su empleada, pero sobre todo era su amiga.
» Y jugamos al escondite. No lo pude ver, porque se había subido a un árbol. Lo siguiente que veo es un leopardo. Estaba durmiendo, y mi hermano me dice que no haga ruido. Después de alejarnos, mi hermano me dice que es un animal malo que nos puede comer. Yo quería mucho a mi hermano Babá, pero un día desapareció. Un vecino le dijo a mi padre que lo había visto caer al río, pero no salir después. Probablemente se ahogó, o se lo comió un cocodrilo, concluyeron. O puede que se haya escapado, si salió del río cuando nadie miraba. No he vuelto a pensar en Babá en muchos años. Acabo de recordar que yo lo quería mucho. Yo tenía seis años, él tenía diez. Ahora recuerdo a mi hermano Bemba, que era buen chico, pero me tomaba el pelo siempre. Cuando yo tenía once años me prometieron a un hombre rico, y le dije a mi hermano en confianza que me escaparía de casa para no casarme con él. Bemba se lo dijo a mi padre y me dio la peor paliza de mi vida. Más tarde me dijo que era para protegerme de mi propia estupidez, y que le daría las gracias por ello el resto de mi vida.
El terapeuta siguió tomando notas sobre lo que observaba en ella, a pesar de haberse callado hacía varios minutos. Aún tomaba notas mientras a ella sólo se le oía su respiración, rápida y sonora.
Hizo una pausa, y luego siguió.
—Hay un amigo de mi padre, Ibrahim. Acaba de llegar de un largo viaje. Estuvo en Egipto. Nos contó cosas de la Tierra Prometida, Jauja, el país donde todo el mundo es feliz y vive sin trabajar. El norte, amigo, le oí decir, el futuro está en el norte. Bemba me dijo que al mediodía el Sol está en el norte. Si sigues el Sol, llegarás al norte al final. Era parte de un juego, pero seguí pensando en el norte y el desierto; Jauja y la escisión. Así que cuando mamá me dijo que iba a ser mujer ya, al día siguiente, me desperté antes que los demás y me fui de casa. No he vuelto.
Umú sonrió y tocó la cabeza de Merilú, diciendo:
Merilú la abrazó y supo que había amor y afecto en el corazón de Umú, aunque no para ningún hombre. Era dulce y deseaba y ojalá hubiese tenido una infancia más agradable. Pero se había construido una vida mucho mejor que ninguna otra persona de su pueblo.
En su siguiente visita, Umú le habló al Dr. Méndez de su vida en España. Habló con mucho aprecio de Merilú y, sobre todo, de Alona.
Umú se quedó en silencio un momento.
En cuanto se lo dijo a sus amigas, se alegraron de saber que estaba progresando. Pero no decidió ir exactamente a África, sino a Tarifa, el punto europeo más cercano a África. Rosa y Umú pasaron el fin de semana en un hotel, el Hotel Dos Mares. Caminaron por el pueblo y desde lo más cercano al otro continente, Umú contempló África de lejos, e incluso fue al lugar de embarque en el puerto. Pero no pudo subirse a bordo. Rosa no la presionó.
Umú sonrió, temerosa.
Por tanto volvieron en avión de Jerez a Alicante. Pero al siguiente fin de semana estaban allí de nuevo. Umú lo había pensado detenidamente, y esta vez decidió que se obligaría a obedecer las órdenes del médico. Por eso se montaron en el ferry en cuanto llegaron a la ciudad. Una hora y media después estaban en tierra. Durante el viaje habían estado hablando de diferentes cosas, como las experiencias de Umú en la granja de Torrequemada, la política española…, y cuando llegaron a Melilla…, ¡era África! Pero aún era España, aquello marcaba una gran diferencia para Umú. Todavía se sentía en casa, en su nueva casa, el hogar que había elegido libremente.
Acababan de pasar el control de policía, camino del hotel. Habían decidido quedarse en el Parador, pues tenía un toque de atmósfera tradicional, y era muy agradable. Luego se ducharon y fueron a ver el centro de la ciudad.
África y España al mismo tiempo… Sí, desde luego, Melilla era justo una ciudad pequeña de España, la gente hablaba español aquí, aunque había dos diferencias: había mucha gente que venía y se iba a Marruecos todos los días, y también había una valla de metal que rodeaba la población. Umú y Rosa caminaron por la ciudad, y cuando estaban en el puerto, la africana le dijo a la europea:
Rosa nunca había pensado lo afortunada que había sido ella al haber nacido en Europa. Nunca había pensado eso porque siempre había estado centrada en sí misma. Pero ahora, allí, en África, con esta pequeña africana cuya vida había sido tan difícil, y que sin embargo había superado sus problemas e incluso había podido contratarla a ella, pensó que Umú era un ejemplo real de cómo se pueden resolver los problemas difíciles de la vida.
Vieron los monumentos, y al siguiente día tomaron el ferry de vuelta a Almería.
Rosa se encogió de hombros.
Al siguiente fin de semana fueron a Ceuta, pero, como Rosa había predicho, era lo mismo que estar en Melilla: aquello era España. Por eso el problema no era la geografía, sino la cultura.
Por eso la siguiente vez no fueron a Casablanca, sino a Marrakech, en lo profundo del sur de Marruecos. Pasaron una semana allí. En la Plaza Hafna caminaron mucho, y se detuvieron y hablaron sobre los criminales que habían sido colgados allí en tiempos pretéritos. Les pareció extraño que la plaza debiese el nombre a los atracadores y asesinos que pagaron sus crímenes allí. También vieron el Palacio del Rey, un edificio magnífico, una residencia muy hermosa. Se perdieron en la Medina, y eso les encantó. También conocieron a muchos marroquíes, que fueron muy agradables con ellas. Lo que les sorprendió más fue la alta concentración de gente en las calles, hasta en los espacios abiertos, como la propia Plaza Hafna, donde la gente parecía agua de alta mar dividida en corrientes marinas, y sin embargo nadie te robaba, aunque no notases quien te empujaba ni quien te habría robado. Sí, Marruecos era muy diferente de España, y sin embargo no tenía nada que ver con Malí.
Miró al doctor durante largo rato. Luego dijo:
Umú lo estuvo pensando toda una semana, y luego le pidió a su amiga:
Después de tomar nota de todo lo que había dicho ella, él sonrió y dijo:
Algún tiempo atrás, Umú ya reunía los requisitos para la nacionalidad española. Había estado ya muchos años en el país, y había aprovechado el tiempo aquí. Había trabajado mucho y además de dinero había ganado su españolidad de corazón, porque podía hablar el idioma sin nada de acento extranjero, estaba familiarizada con la lengua y la historia del país, pues había sacado una licenciatura en Hispánicas y en Historia en la universidad de Alicante, y había desarrollado un sentimiento real de afecto por su país elegido, no Valencia, sino la propia España. Había visitado todo el país, y se alegraba de haber elegido Alicante, la ciudad más bonita del país, con el mejor clima, también. Una vez pensó sobre cuál habría sido su vida si hubiese aterrizado en Italia, Francia o Inglaterra, o en cualquier otro lugar de Europa, y había concluido que tuvo mucha suerte en haber acabado aquí, pues dudaba mucho que se hubiese podido enamorar de cualquier otra parte del mundo.
Cuando llegó a la comisaría para sacar el visado, conoció a Irene, una oficinista de allí. Ojalá yo fuese ella, pensó Umú la primera vez que la vio. Era tan joven y bonita, había estado e un país civilizado toda su vida, con su familia, que la cuidaba, y tenía un trabajo decente, no como ella, que tenía que vender su cuerpo todos los días. Merilú había ido con ella la primera vez que había ido a la comisaría de policía, pues no se atrevía a ir sola porque pensaba que la iban a deportar si descubrían que estaba en España ilegalmente. Pero Merilú insistió, pues no dejaría que ninguna de sus chicas tuviera un problema con la policía. Alona iba también, y a las dos les dieron el permiso de residencia, pues demostraron que habían estado en el país durante varios años ya. Pero no tuvo que explicar mucho. Irene era una joven agradable y muy servicial. Se cayeron bien enseguida, y cada vez que tuvo que volver, esperó más tiempo para que la atendiera Irene. Umú la envidiaba porque ella no tenía que vender su cuerpo para ganarse la vida. Probablemente si conociera cuál era su salario no pensaría lo mismo. Pero probablemente aún pensaría que era un buen precio por tener un trabajo decente, un novio para casarse en el futuro, y tener niños, llevar una vida normal…
Todo eso quizá lo tendría a su alcance algún tiempo después, iba pensando cuando se encontró a Irene fuera de allí, en el cine. Le gustaba ir a ver una película de vez en cuando. Sola, porque a sus amigas no les apetecía mucho. Aquel día vio una antigua película española, Amanece, que no es poco, de José Luis Cuerda, que la hizo reír un montón. En la cola de la taquilla vio a Irene, y vieron la película juntas. Después del cine, fueron a beber algo y a discutir lo que acababan de ver. Estaban de acuerdo en que a pesar de ser divertida, era una historia estúpida sobre la nada. Quizá aquello era lo que ella necesitaba en esta parte de su vida, en que sólo había trabajo. De hecho se había puesto a estudiar para romper la rutina.
En el curso de la conversación, Umú le dijo que la envidiaba, lo que asombró a Irene, ya que la chica negra tenía vestidos tan bonitos, mientras ella lucía una vestimenta mucho más modesta. Se contaron sus vidas privadas, y finalmente Irene supo que mientras que ella era una chica normal española, hija de una pareja normal de católicos de estricta moralidad, su nueva amiga era una puta de alta gama. Aquello la impresionó, y Umú vio descontento y decepción en la cara de su amiga. Y entonces comprendió por qué Umú la envidiaba: por no tener que ganarse la vida con el sexo, aunque le avergonzaba confesarse que ella envidiaba a Umú porque su propia vida sexual era nula. De hecho ¡era virgen a los 26!
Al día siguiente Umú fue a la Consellería de Educación de Alicante, y se enteró bien de lo de las oposiciones. Acababa de terminar dos licenciaturas, pero le faltaba hacer un curso especial que se llamaba CAP (Curso de Aptitud Pedagógica) que duraba un año. Sabía ahora que sólo tenía que hacerse española para poder hacer esos exámenes y entonces tendría la vida de Irene, el sueño de Umú.
De nuevo la vida comenzaba a ser más brillante para ella, otra vez tenía un sueño, un objetivo en la vida. Pero sabía que no podría hacerlo a menos que tuviera paz en su mente. Eso significaba que había algo que tenía que hacer antes de poder entrar en un colegio a enseñar a los jóvenes: tenía que ir a su país, hablar con los parientes que le quedaran, y dejar sus temores enterrados allí.
Umú veía a Irene a menudo, casi todas las semanas iban al cine juntas. Irene no le preguntaba nada que considerase impropio, pero Umú a veces le contaba cosas de su vida y preocupaciones. Irene era su amiga ahora, la única que no estaba relacionada con su vida de puta, así que la invitó a visitar su aldea natal, porque le gustaría compartir eso con ella. Por eso le contó sus orígenes, y por qué se había ido de su aldea, de su familia, de su país, e incluso de su continente. Y entonces Irene no pudo reprimir las lágrimas.
Umú siguió con su historia. En el fondo de su corazón se sintió orgullosa de sí misma. Había llegado a una nueva tierra, una cultura nueva, y había sacado dos licenciaturas. De hecho estaba a punto de hacer un examen para hacerse profesora de instituto para sacar un aplaza en Alicante mismo, si le era posible, para el resto de su vida.
Y entonces decidió que ya estaba preparada para volver a casa y enfrentarse a sus fantasmas…
Umú comprendió que no podía vivir con aquel miedo a volver a casa. Por supuesto, su hogar estaba ahora en Alicante, pero había algo que tenía que hacer sobre su vida previa en África, aquellos doce años en una aldea minúscula de Malí, aquellos diecisiete años en África. Ahora tenía 34 años y tenía los mismos estudios que si hubiese nacido en España, e incluso era española ahora, y ya no era maliense, ya que no había acuerdo de doble nacionalidad entre ambos países. Eso significaba que sería extranjera en Malí, y que si le pasaba algo mientras estuviese allí, sería el embajador de España el que tendría que cuidar de ella, no el gobierno local. Bueno, era agradable saber que tenía derechos en su país natal, aunque se los garantizase sólo su país de adopción.
El viaje a Bamako duró unas diez horas, con transbordo en Barcelona a un avión que venía de París. Al llegar tomaron un taxi hasta el Hotel Relais, en pleno centro de la ciudad, en la Avenida de la Libertad. Umú no sabía francés cuando vivía en Malí, pero lo había aprendido en Mauritania, y después había profundizado en ese idioma en España y lo había perfeccionado en sus visitas a Francia, por lo que ahora ya podía comprender a todos en su antiguo país, ya que ese idioma era hablado allí y en los vecinos Senegal y Camerún.
Umú no estaba sola en este viaje. Traía invitadas a su amiga Irene, y también a su sombra, la buena de Rosa. Ni una ni otra habían estado en Malí antes, ni siquiera en África, en el caso de Irene, y Rosa sólo conocía las tres ciudades a que había acompañado a su amiga. Por eso todo era nuevo para ellas: la gente, el paisaje, las costumbres... Ellas dos también hablaban francés, aunque no tan bien como Umú, cuyas frecuentes visitas a distintas partes de Francia le habían dado un acento aparentemente nativo de L'Île de France, el corazón de París. De hecho los malienses que conocieron se extrañaban que fueran españolas y no francesas, pues para ellos Europa era Francia y sus alrededores.
Los primeros tres días que pasaron en la capital los dedicaron a hacer turismo: visitaron la Casa Africana de la Fotografía, que está dentro de la Biblioteca Nacional de Bamako. También vieron un interesante Museo de la mujer y el Palacio de la Cultura, donde conocieron las culturas africana y maliense, de las que nunca habían oído hablar.
Después decidieron ir a Mutry, la aldea de Umú. Estaba a sesenta kilómetros al norte de Mopti, en la margen derecha del Río Níger. Su padre decía siempre que Mopti era La ciudad la gran ciudad de la zona, de más de cien mil habitantes, pero ahora venían de una ciudad cuatro veces más grande, Alicante, y ante los ojos de la joven era un pueblo.
Sabían que el viaje fuera de la capital podría ser azaroso, por no decir peligroso, por lo que contrataron seguridad privada. Tim y Don eran dos antiguos soldados malienses que trabajaban ahora como guardias de seguridad para extranjeros que se aventuraban en el Malí Profundo. Solían decir que el país era seguro, pero a pesar de ello Umú insistió en contratarles. No le cobraron mucho, apenas doscientos dólares por dos semanas, aunque volviesen antes, les dijo. Irene estaba un poco preocupada, pero Rosa la tranquilizó, pues ella sí creía en lo que los guardias le decían.
Al día siguiente salieron para Mutry en un jeep de grandes dimensiones, los seis: Kassim, el conductor joven, Umú y las dos chicas más los dos guardaespaldas, que parecían negar sus palabras anteriores con el Kalashnikov que portaba cada uno.
Tras unas horas de viaje llegaron al pueblecito que había sido el universo de Umú en la primera parte de su vida. Todo era diferente, más pequeño, hasta la gente era más pequeña y más gruesa de lo que ella recordaba. Apenas recordaba a su madre, que ahora era una anciana de pelo blanco que no la recordaba en absoluto. Le habían dicho a la pobre mujer que Umú había muerto, pero aquello parecía que había sido hacía siglos. Papá había muerto, al igual que tres de sus otros hijos: una niña y dos niños. Umú supuso que la niña había muerto por la escisión, y le dijeron que los niños habían muerto de una enfermedad cuando eran muy pequeños. Su hermano Bemba, sin embargo, no había muerto y era ahora el cabeza de familia. Umú no se alegró mucho cuando vio que su madre no la saludó con calor. Su hermano le dijo que en la familia todos se enfadaron por su deserción y convinieron en que lo mejor era considerarla muerta. Pero ahora había vuelto como un fantasma, y no podía esperar que todos se pusieran contentos. Sí, ¿por qué había tenido que volver? Estaba mejor muerta.
Cuando Umú oyó eso, estalló en una carcajada. ¿Era esta la mierda de la que había tenido tanto miedo? Esta gente era pequeña, mezquina y limitada. Por supuesto, no podía culparlos, porque era culpa suya, y de nadie más, pensar que eran gigantes que le podían hacer daño. Nunca podrían. Los había vencido cuando se fue.
No había mucho más que decir. El día era bonito, había sol y el tiempo era agradable en las riberas del Níger, pero había algo frío en el aire. Era su hermano, el que era tan encantador de chiquito. Ahora sus ideas tenían miles de años de edad. Sí, había frío, mucho frío, en el corazón de Umú.
Por eso decidieron regresar por la mañana temprano.
A mediodía llegaron a una cabaña de madera en medio del campo, lejos de todo sitio civilizado.
Los dos guardias de seguridad les apuntaron y les dijo uno de ellos:
Umú hizo la traducción, y sonrieron ellos cuando dijeron que querían cien mil dólares por cada una de ellas. Si no los recibían, las matarían.
Las metieron en la cabaña y las encadenaron a la pared. Luego el conductor y Don se fueron con el Jeep. El guardia que quedó, Tim, tenía órdenes de no acercarse a las mujeres hasta que los otros volviesen. Pero se le notaba la codicia en los ojos cuando miraba a las blanquitas, Irene y Rosa, aunque su boca decía que sí.
Dos horas más tarde, Tim entró en la cabaña y las observó de una en una. Umú se sentía muy mal por haber traído a sus amigas con ella. Estaba aterrorizada. Nadie iba a pagarles a estos tíos trescientos mil dólares por ellas, así que ya se podían considerar muertas. Umú no comprendía nada, y estaba muy asustada. Había sido estúpido dejar su vida maravillosa en Europa para venir a Malí para recibir sólo mierda y una muerte indigna a manos de esta escoria.
Rosa también estaba asustada, pero aguantó la mirada de Tim, e incluso sonrió a medias. Las chicas estaban sentadas con la espalda contra la pared, y las manos amarradas a una cadena que pendía de un gancho. Al mirar a Tim, movía las piernas ligeramente de forma que se separaban y se acercaban como en un movimiento nervioso, que podría mostrar algo y luego ocultarlo, como si fuera sin querer. Tim se acercó a ella y le metió la mano entre las piernas. Ella sonrió y se movió como si le hiciera cosquillas. Incluso dio un grito corto y no fuerte, como si se le hubiera escapado por la sorpresa. Tim le metió la mano bajo las bragas, y ella abrió las piernas. Satisfecho, soltó la cadena del gancho de la pared y se la llevó fuera, tirando de la cadena. Ella lo siguió y le guiñó el ojo a Umú, que no entendía nada.
El hombre cerró la puerta y se llevó a Rosa al otro lado de la cabaña, por fuera, buscando la sombra en aquel día tan caluroso. La tiró al suelo mientras dejaba el fusil automático apoyado en la pared, muy fuera del alcance de la muchacha, y luego le metió la mano debajo de la falda y le arrancó las bragas. Ella lo miraba sin perder la sonrisa semi aterrada que tenía desde que él la miró por primera vez en la cabaña. Luego él le levantó la falda, exponiendo la entrepierna de la mujer. Entonces la invadió con toda su longitud, arrancándole un enorme grito de dolor. Durante diez minutos maniobró hacia adentro y afuera de la muchacha horrorizada que no podía evitar llorar sonoramente y luego sin ruido, mientras él la regaba por dentro. Después se dejó caer sobre el cuerpo de la mujer, sin moverse. Pero Rosa recordaba lo que una vez leyó sobre El beso de Shanghai, y presionó su hombría con los músculos de su vagina, de forma que excitó al hombre de nuevo, que siguió derramando su esencia dentro de ella. Intentó salirse, pero el agarre era tan fuerte que no pudo hacerlo hasta que se le quedó el miembro fláccido. Estaba agotado de verdad, después de esos veinte minutos de relación sexual. Sí, esta mujer era maravillosa. Y había otra blanca, también sólo para él. Sí, pensó con engreimiento, es una suerte. Pero entonces, cuando iba a salirse de ella, Rosa le enrolló la cadena alrededor del cuello varias veces antes de que se diera cuenta, y luego tiró muy fuerte hacia los lados. Tim era un hombre fuerte e intentó impedir el movimiento de la mujer, pero estaba cansado y le fallaban las fuerzas. Por eso, tras varios minutos de forcejeo, se rindió: aquella mujer era mucho más fuerte de lo que él había supuesto. Le dio patadas y la golpeó con los puños y las rodillas, pero ella no cejó en su empeño. Después de unos minutos más murió mirando a los ojos de aquella mujer tan extraña, como si le dijera adiós. Muy extraña, tanto, que le había dejado violarla, ahora lo comprendía, solo para asegurarse una vía de escape de la trampa en que se habían metido de modo tan inocente. La lucha por la vida tenía un perdedor, pero ya no era ella. Rosa siguió sin soltar su presa durante otro cuarto de hora, por lo menos. Entonces le mordió los labios tan fuerte como pudo, y no encontró reacción alguna. Aflojó la presión y le metió el pulgar en un ojo con toda la fuerza que pudo, pero el hombre siguió sin reaccionar. Concluyó entonces que había muerto. Deslió la cadena y sintió el peso de Tim sobre ella, y se sintió horrible, con la falda levantada, sin bragas y las piernas muy separadas, con un hombre dentro de ella. Un hombre muerto. Se impulsó hacia un lado para rotar, de modo que quedó sobre él. Se desenganchó y puso su oído sobre el pecho de él. No había sonido. Su corazón ya no latía. Cuando le quitó la cadena del todo, comprendió que él no se había asfixiado, sino que le había roto el cuello con la cadena al forcejear por liársela.
Le buscó en los bolsillos y encontró la llave para liberarse, y luego lo arrastró hacia el interior de la cabaña. Vio algo de sangre en la hierba. Su primera sangre, la que había estado guardando toda su vida para darle al hombre que eligiese su corazón como el adecuado para compartir su vida con ella. Ahora ese sueño estaba roto. Pero acababa de nacer otra vez. Por eso pensó que era la sangre de su nuevo nacimiento, se había dado a luz a sí misma de nuevo, con dolor y sangre. Y no se sintió infeliz. Tampoco feliz. Tenía una sensación extraña: ahora era una asesina, y probablemente tendría que volver a matar pronto, o ser asesinada. Si, la vida en África era muy dura.
A las otras chicas les sorprendió verla llegar arrastrando a Tim. Rosa las liberó y les dijo lo que había ocurrido. Irene quería irse inmediatamente, pero Rosa les dijo que sin un coche morirían por el Sol y el calor, y en caso de que sobrevivieran a los elementos, los otros dos hombres las podrían cazar con facilidad con su jeep, y tenían armas de fuego. Las querían vivas o muertas, habían dicho.
Volvieron a las seis de la tarde. Era tres, más el conductor. Les sorprendió no ver a Tim fuera.
Los cuatro entraron a una en la cabaña insultando a Tim. En cuanto su vista se acostumbró a la penumbra, vieron a Umú e Irene aún atadas a sus cadenas en la pared, y del tercer gancho colgaba una cadena que al parecer aprisionaba a la tercera mujer, oculta por Tim, que estaba sentado en una silla y dormía apoyado sobre la mesa, con el sombrero tapándole la cabeza. Don se le acercó y le dio un fuerte golpe para despertarlo, pero no comprendió con la suficiente celeridad por qué el hombre cayó al suelo y no había nadie atado a la tercera cadena. La puerta se cerró y Rosa disparó cuatro veces con el Kalashnikov de Tim, y los hombres cayeron muertos al suelo, uno tras el otro, excepto el cuarto. Al ver que caían sus compañeros, Don se giró y apuntó con su arma a Rosa, pero antes de disparar recibió la bala en la frente, entre los ojos. Aquella mirada tampoco la olvidaría nunca Rosa. Pero no se sintió culpable entonces, ni en ningún otro momento de su vida. Fue el momento en que se convirtió en una fría asesina. Había matado a Tim para salvar su vida. Ahora lo volvía a hacer para salvar las de sus amigas. Cinco vidas era un peaje modesto para seguir viva. Especialmente si se trataba de su vida o la de sus amigas.
Umú tomó un fusil también pero no sabía qué hacer con él. No le daba vergüenza verse desvalida y agradeciéndole a Rosa su vida, y quizá también a Irene si se encontraban con aquella escoria de nuevo.
No tuvieron problemas para volver a Bamako, pues había sólo una carretera. Pronto llegaron al asfalto, y tras unas pocas horas llegaron al hotel. Dejaron los rifles en el maletero del coche después de limpiar con cuidado sus huellas del mismo y de las armas, y luego aparcaron en un prohibido para que la policía se llevase el coche pronto.
Sin embargo, en lugar de volver a España al día siguiente, las chicas pasaron unos días de vacaciones en Bamako, relajándose y disfrutando de la vida de nuevo. Se lo habían ganado.
Umú también estaba de acuerdo. Pero tenía una pregunta:
Por eso Umú compró al día siguiente una casa cerca de la Estación del Ferrocarril, para poder ir a otros lugares del país con facilidad. Nunca informaron de lo que había ocurrido, porque no querían pasar más tiempo explicando las cinco muertes, y tampoco sabían si aquellos hombres tenían amigos o familiares que querrían vengarlos. Pero el día en que se iban, vieron por televisión un informe sobre la extraña muerte de cinco hombres que pertenecían al grupo terrorista Boko Haram, entre los cuales estaba el dueño de un jeep que había encontrado la policía en el centro de Bamako, con armas y munición. Los periodistas pensaban que iban a hacer algo desagradable en la capital, pero por lo visto se habían peleado entre ellos, y habían muerto los cinco. No obstante, se esperaba un atentado en el futuro próximo, por lo que la policía recomendaba que le gente les contactara si veían algo extraño.
Cuando vieron a Alona y Merilú de nuevo, les dijeron que habían dejado los móviles en Alicante cuando se fueron a Ucrania, y al volver oyeron unos mensajes extraños en un idioma que no comprendían. Era francés. Umú oyó los mensajes y les dijo que debía ser un error, o bien una broma macabra, y ya no le hicieron más caso, por lo que las explicaciones ya no hacían falta. Pero los mensajes estaban en bambara y francés chapurreado, y decían: Tenemos a vuestras tres amigas. Si queréis verlas otra vez vivas, debéis depositar trescientos mil euros en esta cuenta. Y seguía un largo número, el IBAN de una cuenta bancaria de Gibraltar.
Umú les dijo que era en realidad algo de publicidad, y por ello pudieron borrarlo sin inconvenientes. Sí, su viaje a Malí sería un secreto a tres bandas.
La primera secuela de este viaje fue positiva, ya que Umú ya no se ponía nerviosa cuando tenía que utilizar su idioma nativo, el bambara, y ya podía volver a África, e incluso a su propio país de origen, Malí.
La siguiente vez que Umú visitó al psicoterapeuta, Rosa fue con ella, pues de hecho también necesitaba una sesión.
Umú le dijo que había estado en África, en Malí, en Bamako, y en Mopti, e incluso en Mutry, la aldea en que nació, y que había hablado con lo que quedaba de su familia.
Las dos muchachas se miraron, y entonces Rosa sonrió y miró al suelo.
El Dr. Méndez miró a una y luego a la otra, varias veces. Luego preguntó:
»Bueno, para resumirlo, todo fue bien. Pero al regresar nos secuestraron los propios guardias de seguridad privada que habíamos contratado en el aeropuerto, Tim y Don. Eran nativos de Malí, de la raza mandinga, al revés que Umú, que es bambara. Parecían agradables, buena gente. Pero cuando volvíamos de su aldea, lejos del mundo civilizado, nos apuntaron con sus armas y nos encadenaron a una pared dentro de una cabaña en pleno campo. No había nada que pudiéramos hacer. Nos obligaron a darles los teléfonos móviles y nuestras contraseñas, para que pudieran pedir una recompensa por nosotras a nuestras familias. Yo misma también soy guardia de seguridad, pero toda mi preparación era inútil ante dos Kalashnikovs. Así que se salieron con la suya y acabamos encadenadas a la pared. Tim se quedó para vigilarnos mientras los otros dos iban a Bamako para pedir el rescate desde un teléfono público.
» Cuando los otros se fueron, Tim nos miraba a Irene y a mí con ojos golosos. Yo supe entonces que le gustaban las blancas, por lo que me aproveché de ello. Le envié mensajes sutiles para que me escogiera a mí en lugar de a Irene, que es mucho más frágil que yo. Le mantuve la mirada para que sintiera que tenía que darme una lección, pero también moví las piernas de forma seductora, medio enseñando y ocultando lo que hay entre ellas. Yo estaba segura entonces de que nos iban a matar tan pronto como entendiesen que nadie iba a pagar dinero por nosotras. Por eso intenté seducir a Tim, lo que no me fue muy difícil, si bien con algo de sutileza para que no se diera cuenta. Yo estaba esposada a una cadena que estaba fija a la pared. Tim estaba tan deseoso de violarme que podría liberarme las manos, pero no lo hizo. Si no hubiese estado tan excitado, podría haberse preguntado por qué no luchaba yo por mi virginidad…
Aquí Umú miró con gran sorpresa a Rosa. El doctor Méndez también se extrañó con esta confesión. ¿Cómo puede una mujer de 30 años ser virgen en la España de hoy en día? Sin embargo, se dijeron con una mirada de inteligencia y un encogimiento de hombros, estas cosas todavía pueden ocurrir, sí…
Hizo una pausa para sonarse la nariz y secarse un par de lágrimas, pero siguió con calma:
»Me quedé allí sin moverme, y sin soltar la cadena, con las piernas separadas y su miembro dentro de mí durante muchos minutos, quizá un cuarto de hora, hasta que me di cuenta de que estaba muerto. Noté que la única respiración que se oía allí era la mía. Hice que rodásemos, y luego me aseguré de nuevo de que estaba muerto. En el forcejeo le había roto el cuello, por lo que me di cuenta de que ya no tenía nada que temer de él. Me quité la cadena y lo metí en la cabaña. Mis amigas me ayudaron a sentarlo en la mesa de forma que pudiese ocultar mi sitio en la pared a quien viniese de fuera.
»Sus amigos vinieron varias horas más tarde, gritándole y afeándole que no estuviera fuera, vigilando. Por eso no me vieron tras la puerta hasta que empecé a dispararles. Murieron antes de saber qué estaba pasando. Sólo Don se me encaró con su arma apuntándome, pero antes de disparar le dio una de mis balas entre los ojos. Desde entonces sueño con eso. Y con la cara de Tim, que murió mirándome con desesperación. Pero creo que hice bien: era o ellos o nosotras. Y ellos eran escoria que vivían a costa del sufrimiento de otras personas, y el mundo está mucho mejor sin ellos. Pero desde entonces pienso que maté a cinco personas a sangre fría, lo que contradice todo el condicionamiento de mi cultura. Incluso maté a uno de ellos con mis propias manos, o casi. Y creo que mi vida cambió en ese momento…
Rosa calló durante un momento. Umú y el Dr. Méndez no podían decir ni una palabra. Él no paró de escribir sus notas hasta varios minutos después. Entonces miró a la mujer:
Umú y el psicólogo siguieron escuchando en silencio.
Tras un intercambio de miradas entre los tres, sucesivamente, Rosa rompió de nuevo el silencio:
De esa manera el caso de Umú se cerró y el de Rosa se abría. Ambas dejaron la consulta del doctor. Umú ya no tenía ningún problema en su vida. Ahora eran los de Rosa los que comenzaban.
De camino a casa, Umú preguntó a Rosa cuánto tiempo llevaba de embarazo.
Anduvieron en silencio durante un buen rato. Luego Umú preguntó cosas prácticas:
Cuando llegaron a casa les dieron a Alona y a Merilú la buena noticia: Umú estaba totalmente curada de su fobia, e iría a Malí un mes al año, y Rosa pasaría ese mes con ella.
La vida siguió con normalidad, y los clientes eran sólo los habituales, sin nadie nuevo. Rosa a menudo pensaba que cuando le hizo falta, ella había hecho lo que hacían estas mujeres: sexo por obtener una ventaja, y ya no pensaba que era superior a ellas, sus jefas, en modo alguno. Sí, ellas trabajaban de putas, pero ella había sido puta una vez. Sólo una vez, aunque lo hiciera para salvar su vida y la de sus amigas. No tuvo otra opción. ¿La habían tenido sus jefas? Ahora comprendía que ser puta no es lo sucio, obsceno, lo sórdido que ella pensaba. Por lo tanto, pensó que debería aprender el negocio para tener un mejor juicio sobre la materia. Debe haber mucho más que dejarte hacer. Ella lo había hecho sólo una vez, mientras que Umú y las otras lo habían hecho miles de veces.
Rosa pensaba una y otra vez en las ventajas y desventajas de tener su bebé. Sería mestizo, desrazado, ni blanco ni negro, y por lo tanto no encajaría bien ni en España ni en Malí. Ella no viviría nunca en África, por otra parte, pues no le gustaba lo que vio allí, un lugar donde sólo el tiempo era agradable para ella. Pero se tocó el vientre y pensó que había una vida allí, una vida en desarrollo. No podía dejar de sentir que alguien importante para ella y para más gente ya se estaba desarrollando allí dentro. Y ese pensamiento se le hacía más fuerte día a día, y a ella le gustaba. Otras veces pensaba que era sólo un pedazo de carne y que debería quitárselo de encima ahora que podía, pues de otro modo le arruinaría la vida. No podía trabajar con un vientre hinchado, y se dio cuenta de que si no abortaba, las chicas tendrían que contratar a otra persona. Y no quería perder este trabajo.
Se interesó por Malí y su cultura, y leyó sobre Yambo Ouloguem, el escritor de un libro curioso, El deber de la violencia, que atrajo su atención porque sintió ese deber para seguir viviendo. No estaba orgullosa de lo que había hecho pero aquellas cinco personas estaban estorbando su camino para seguir vivas. Aquellas chicas podrían no llevar una vida ejemplar, pero no le hacían daño a nadie, excepto a aquellos malvados.
Se lo contó a su madre cuando la volvió a ver. Solía comer con las chicas, pero cada dos semanas visitaba a sus padres. Fue mientras su padre dormía la siesta:
Rosa lo pensó intensamente: ¿estaba unida a él? Bueno, físicamente estaban unidos cuando ella lo mató, y estaba dentro de ella. Por eso dijo:
Juana miró a su hija y dejó de hablar, incluso de pensar. Sólo se dejó llevar por su instinto y abrazó a su hija mientras le susurraba en el oído: —Eres mi hija y te quiero. Mientras vivas siempre te apoyaré en lo que decidas, mi Rosita.
Juana miró a su hija y dejó
De camino a casa aquel día pensó que podía ser la última y única oportunidad de hacerles abuelos. A mamá le encantaría ser abuela, claro, pero después de lo que había ocurrido, Rosa ya no podía ni imaginarse bajo un hombre de nuevo. Aquello había ocurrido bajo circunstancias extraordinarias, y si ella se veía de nuevo en esa situación, probablemente haría lo mismo, pero no por placer. El placer…, ¿acaso sintió ella placer alguno? Sintió dolor, mucho dolor. Pero no lamentaba aquel dolor porque era parte de su plan para seguir vivas. Pensaba que iban a morir entonces, pero sobrevivieron…, por un precio. Su peaje fue su virginidad y tomar cinco vidas. Pensaba que no había sufrido daño alguno…, hasta que habló con el psicólogo. ¿Debería haber dejado todo aquello dentro de su corazón para siempre? No, a la larga se habría sentido peor. Y ahora tenía que tomar una decisión: ¿una sexta muerte sería la solución a su problema para el resto de su vida? Bien, tendría que dejar a su hijo con la abuela todo el tiempo…, o consigo y las chicas. No parecía la mejor idea criar a su hijo en una casa de putas…, o ¿podría ser lo mejor para él o ella aprender desde el principio la lección que ella aprendió a los treinta años de edad? La vida es dura, y tienes que ser más duro que la vida. ¿Debería preguntar a las otras chicas? Bueno, si tenía el niño, se enterarían de todas formas. Pero si no, nunca lo sabrían…
Durante todo un mes lo estuvo pensando. Tenía claro que tanto su madre como Umú la apoyaban en lo que quiera que decidiese, o por lo menos eso habían dicho. Su padre y las otras dos chicas no sabían nada, y eso era parte del apoyo que necesitaba para elegir por sí misma.
Ya sabes que lo que decidas estará bien para mí, Rosa. Quitártelo de encima será lo más conveniente. Por otra parte, cada vez que lo vea recordaré que te debo la vida, y que vive porque me estabas salvando de la muerte. Nunca olvidaré eso, le había dicho Umú con lágrimas en los ojos.
Pero Umú no había vuelto a hablar de eso con ella desde aquel día, cuando volvían del psicólogo.
Las cuatro chicas siguieron con su vida. Ella tuvo que trabajar con Umú y Alona dos fines de semanas, con cada una un día. Y así recuperaron su rutina. Rosa tuvo que echar a dos nuevos, y aquello hizo a las chicas ser aún más selectivas.
Ya no buscaban clientes, excepto los que venían recomendados por otros, los habituales, si bien tenían que tener en cuenta de que a veces no los conocían lo suficiente para recomendarlos honestamente.
Y por fin, un mes más tarde, Rosa sirvió una cena especial en casa y les dijo que tenían algo que celebrar.
Las chicas pensaron que era el quinto aniversario del día en que Rosa comenzó a trabajar para ellas, que estaba muy próximo. Pero al final de la cena vieron una tarta como de cumpleaños, pero con unas palabras muy extrañas sobre ella: Bienvenid@ Tim/Sara.
Luego se aclaró la voz y dijo: Amigas, jefas, tengo algo importante que deciros: ¡Voy a tener un bebé!
Se quedaron sin aliento, excepto Umú, que la abrazó y empezó a llorar repitiendo una y otra vez: ¡Mi Rosa!, ¡bravo!
Luego la futura mamá les contó a Alona y a Merilú lo que había ocurrido en Malí. El mejor argumento para tenerlo era que no podía imaginar otra oportunidad para ser madre. No había conocido a ningún hombre que le gustase lo suficiente para tener con él un proyecto común, y probablemente nunca lo encontrase. Encontró al padre de su bebé por mala suerte, y no tenía el deseo de repetirlo, y por eso tomó la decisión de hacer por alguien lo que habían hecho por ella sus padres.
Las chicas lo comprendieron y le dieron todo su apoyo a Rosa. Le dijeron que tendrían que dejar de trabajar por los menos los tres últimos meses de embarazo, o más, si lo necesitaba, y mientras tanto ellas contratarían a un guardaespaldas provisional.
Su madre estaba contenta de verdad por ser abuela, pero su padre quiso saber más:
—Papá, fue un hombre especial que conocí en Malí, pero desgraciadamente este bebé es todo lo que conservo de él, porque ha muerto.
—¡Oh! —La gente siente algo extraño cuando la muerte aparece en medio de una conversación. —¿Pero estabais muy unidos?, —preguntó.
—Sí, papá, —dijo ella, pensando que su padre nunca sabría cuán unidos estaban, unidos por la muerte, que cambió su objetivo en el último momento. —Sí, estábamos muy unidos. Estuvimos juntos sólo una vez, y ya no nos vimos más. Lo siguiente que supe de él es que había muerto.
—Oh, hija. Sabes que puedes contar con nosotros dos. Sé que criar a un niño no es fácil. Eres muy valiente al hacerlo sola. Pero no lo estás, de verdad, tienes a tus viejos padres de tu parte, y puedes dejarnos al nieto todo el tiempo que quieras.
—Gracias, papá. —dijo con los ojos húmedos, pues nunca había esperado que su padre fuese tan generoso.
Su embarazo no fue especialmente duro, a pesar de ser la primera vez que se vio en semejante estado. Al séptimo mes su vientre era tan prominente que ya no podía realizar su trabajo, y las chicas tuvieron que buscar otro guardaespaldas. Umú habló con las otras chicas y las convenció de su candidato: Gustavo.
Había estado en el paro mucho tiempo después de renunciar a su puesto con ellas. No le gustaban las ofertas que encontraba, y ahora estaba trabajando para una compañía que les pagaba poco a sus empleados. Por eso cuando Umú lo llamó, fue a verla inmediatamente. La maliense le dijo que sería sólo para cuatro meses, y las condiciones eran exactamente las mismas que había tenido cuando había trabajado para ellas. Aceptó a la primera, y firmaron el contrato de cuatro meses. Aquel día, tan pronto como volvió a casa, le dijo a su mujer que estaba trabajando para las putas otra vez, aunque iba a ser sólo durante cuatro meses, lo que puso contenta a la mujer, porque en cuatro meses ganaría más que en todo el año para la compañía para la que había estado trabajando los últimos años.
Finalmente el bebé llegó. Exactamente 260 días después de haber sido violada Rosa, dio a luz al pequeño Tim. No había querido saber el sexo de su hijo hasta que lo tuviera. Por eso había escogido Sara, como su abuela, si era niña. Pero si era niño, siempre había querido que se llamase como su padre, Tim, para que su hijo le curase definitivamente de su trauma. Su psicólogo, el Dr. Méndez, le dijo que eso podía ser conveniente a la larga, pues para resolver un problema siempre hay que enfrentarse a él, pues de otra manera podría quedar dormido en tu mente hasta que aparezca en el momento más inadecuado, como le había ocurrido a su amiga. Pero vivir con Tim podría ser la mejor manera de vencer al otro Tim. Este Tim podía disolver al otro Tim en la nada, y por lo tanto el hijo podría redimir al padre en la mente de su madre.
Pero cuando el bebé ya tenía cuatro meses, Gustavo se encontró con una renovación del contrato. Todo ocurrió de una forma bastante sencilla, pero inesperada:
Cuando acabó el permiso de maternidad de Rosa, las chicas le ofrecieron otros dos meses con medio salario, siempre que estuviese dispuesta a trabajar por la mitad del salario cuando volviera, por otros dos meses; pero la ventaja estaba en que así podría estar con su bebé más tiempo. Y Gustavo consiguió otros dos meses con su paga completa. Pero cuando la extensión estaba a punto de acabar, Rosa dejó al pequeño Tim bien alimentado y dormido en casa de los abuelos y fue a ver a sus jefas, llevando puesto el vestido Versace que Umú le había regalado la primera vez que se habían visto. Las tres chicas estaban ocupadas con sus clientes en ese momento, por lo que se entretuvo charlando con Gustavo sobre las diferentes partes del trabajo, y los incidentes que había habido en los seis meses que ella llevaba fuera.
Y entonces apareció un cliente nuevo, Carlos Elpaso, recomendado por Arnoldo Castillo, uno de los clientes más antiguos de Alona, y mientras Gustavo estaba leyendo la carta de presentación que traía, Carlos preguntó a Rosa que si ella era una de las chicas que trabajan allí. Antes de que un sorprendido Gustavo pudiese reaccionar, Rosa dijo:
Ella no supo por qué había dicho eso. El hombre parecía agradable, pero era mayor que el padre de Rosa. Quizá eso fue lo que le atrajo. Puesto que era un cliente nuevo el procedimiento era que se le diera la opción de elegir entre todas las chicas, pero por alguna extraña razón la escogió sin ver a las otras, o puede que ignorase el procedimiento, simplemente.
Antes de que ninguno de ellos pudiese decir nada, Rosa añadió:
Un Gustavo muy sorprendido lo llevó a un dormitorio que no usaba nadie, mientras ella se pintaba los labios y añadía algo más de color a sus mejillas. Luego se aseguró de estar atractiva para una cita con el hombre que acababa de conocer, y esperó a Gustavo volviese.
Entró en la habitación andando despacio con una amplia sonrisa en la la cara. El hombre miraba por la ventana, y se volvió cuando la oyó cerrar la puerta.
Se quitó la chaqueta y la dejó en una silla, cerca de la puerta.
Esta conversación superficial tenía mucho contenido sexual interno, pues ella hablaba con mucha intención en su voz, y el hombre, era obvio para ella, hacía esto por primera vez en su vida. Aquello le dio una cantidad extraordinaria de excitación a ella. Él era un hombre con mucha experiencia en la vida, que había conocido a muchas mujeres en el pasado, pero ya tenía una edad y una posición que le exigían buscar discreción para pasar un rato agradable.
Ella sorbió la bebida un poco, y luego le dio el vaso al hombre con una sonrisa. Entonces se le acercó y lo besó, metiéndole el trago de whisky de su boca en la suya. Luego ella lo soltó y dijo:
Tras unos segundos, tras su gruñido, añadió:
Ella le deshizo el nudo de la corbata y le quitó la chaqueta. Luego le desabotonó la camisa y le tocó el pecho con una mano abierta, con los dedos separados para acariciar su piel y apretó el pelo denso de su pecho hacia los lados. Le gustaba eso. Tuvo él que apoyarse en el marco de la ventana, respirando cada vez más fuerte. Luego ella le desabrochó el cinturón y la cremallera, y le bajó los pantalones, junto con los calzoncillos. Entonces se metió la dura extremidad del hombre en la boca y la acarició con la lengua y el paladar. Era la primera vez que ella hacía esto en su vida, y por eso quería hacerlo bien y con ternura. Pensó que estaba a punto de eyacular, así que se lo sacó de la boca lentamente, mirándole desde allí abajo, y dijo:
Ella sonrió y le dio un lametón suave en la parte inferior de la parte trasera de la punta, y recibió un golpe de semen en la cara. No quería manchar su traje caro con su esencia, por lo que se puso la extremidad colgante del hombre dentro de la boca de nuevo y tragó los siguientes pulsos mientras se extendía el primero por toda la cara de forma que la piel lo absorbiera y no le gotease en el vestido. El hombre gruñó más fuerte, cada vez más fuerte, hasta que chilló:
Ella se detuvo y luego lo soltó poco a poco, recibiendo las últimas gotas en su mano, y luego la lamió hasta que estuvo seca de nuevo. Él la miró a ella y sonrió.
Sonrió y pensó un momento. Nunca había pensado hacerse puta, y de hecho no hacía tanto tiempo que desaprobaba todo esto, pero el hombre era tan agradable, que ella no quiso decepcionarle.
Senda nunca se había desnudado en presencia de otra persona, pero venció su vergüenza y se desabotonó su camisa cara, sin olvidar poner música sensual como marco agradable antes de quitársela. No era exactamente un strip tease, pero se tomó su tiempo. Primero se quitó los zapatos, y luego puso un pie en la cama cerca de él, mientras se quitaba una media. No dejó de notar que la mirada del hombre saltó de la media a la entrepierna. Ella le sonrió. Después de que la media derecha estaba en la cama, se bajó la izquierda, y luego se quitó la blusa, tirando primero de una manga y luego de la otra, y el resto de la blusa al mismo tiempo, para el hombre se recreara en los pechos abundantes de la mujer joven. Luego deslizó la cremallera lateral y dejó que la falda cayese al suelo con un rápido movimiento de su cadera sin perder su mirada. Sabía que ya lo había cautivado. Se sintió poderosa en ese momento. Ahora llevaba sólo una especie de bikini muy caro. Sus bragas de seda le habían costado €125, mientras que no había pagado menos de €250 por el sujetador. Era muy seductores, claro, aunque cuando los compró no sospechaba que algún día un hombre, incluso un extraño, lo vería. Había comprado el conjunto sólo por el placer de llevarlo puesto bajo un traje tan caro. Pero el hombre estaba deleitado, y no sólo porque el sujetador o las bragas fueran de tanta calidad, sino por la forma en que ella se estaba desnudando. Se llevó las manos a la espalda y abrió las horquillas que mantenían el sujetador erecto para sujetarle los pechos. Al soltarlas, sus tetas cayeron un poco, pero no mucho, mientras ponía el sujetador en la silla, junto con sus otras prendas. El hombre miraba a su pecho asintiendo con aprobación…
Se arrodilló en la cama y se acercó a él.
Cuando estaba cerca, él le puso una mano en cada pecho. Pinzó los pezones con suavidad, y le dijo que sus tetas eran muy dulces.
Entonces le buscó el pubis, y lo apretó despacio, pero fuerte. Ella notó que se estaba entonando. Ahora era su turno para respirar con dificultad. Tiró de las bragas hacia abajo, y ya estaban los dos totalmente desnudos.
Este es, pensó ella mientras gemía, el segundo polvo de mi vida. Pero había una gran diferencia: el hombre no estaba tan ansioso como Tim, porque era mayor y también porque acababa de tener un orgasmo hacía quince minutos. Se la subió sobre él y la besó con ternura. Luego la empujó por los pechos hasta que la tuvo sentada sobre él.
Ella sonrió, pues había sólo una forma de cogerla sin manos desde la posición en que estaba. Se movió hacia arriba y abajo hasta que su feminidad estaba encima de su hombría erecta, y se la tragó con lentitud.
El beso de Shanghai murmuró.
Lo recordaba muy bien. Estaba viva porque había aprendido a hacerlo de pronto de forma autodidacta. Apretó el miembro con los músculos de su vagina y detuvo su movimiento. Presionó y soltó varias veces, y descubrió que podía así controlarlo de modo total. Y ese pensamiento la excitó. Tras varios minutos, ambos explotaron en un orgasmo conjunto, lo que fue una nueva experiencia para la mujer.
Tras ese momento de éxtasis, ella cayó de lado, aún gimiendo.
Cuando tuvieron una respiración normal de nuevo, él dijo:
Aún tenían algunos minutos. El hombre no quiso aprovecharse de eso. Se limitó a besarla en la boca de nuevo, y luego le dijo: —Eres la primera profesional que veo, y espero verte de nuevo pronto.
Luego, con una sonrisa perversa, añadió:
Él se rio con ganas.
Lo hizo en cinco. Luego lo acompañó a la puerta de la habitación, y le dio un beso de despedida.
Tampoco se duchó ella. Quería oler a su primer cliente tanto tiempo como pudiera.
Cuando acabó de vestirse, Gustavo entró en la habitación.
Cuando don Carlos se había ido, Gustav le dijo que las otras chicas cobraban ahora €700 la hora. Había habido una actualización del precio mientras ella estaba de permiso.
Al llegar al recibidor vio a las otras tres chicas.
Rosa volvió a casa de sus padres poco después, pues quería dar teta al bebé, e intentaba hacer eso tanto tiempo como pudiese. Por eso iba y venía varias veces al día de su trabajo a casa de la abuela. Eso sería otra buena razón para cambiar de trabajo, pues estaría más libre para ir a casa entre clientes.
El gran cambio, sin embargo, era mental: ya no tenía aquella actitud contra ser puta. El evento con el Sr. Elpaso la había convencido de que sí podía hacerlo. Cuando él le pidió ser cliente fijo, a ella le había encantado decir que sí. Ganar €500 a la hora era bueno porque resolvería todos sus problemas de dinero, y sentía que podía aprender deprisa. Sí, aprovecharía la oferta de Umú para aprender todos los trucos del oficio y le pediría también que le explicase todas sus dudas sobre el arte de la seducción y de hacer el amor. Sí, aquel encuentro con Tim en Malí le había puesto los pies sobre la tierra: El Príncipe Azul no existe, e incluso si lo acababa encontrando, con el tiempo se daría cuenta de que es sólo un hombre, de igual manera que ella era sólo una mujer, aunque alguien creyese que eres un hada…, durante un tiempo. En comparación, el Sr. Elpaso era su Príncipe Azul, pues su Brujo Malvado había sido Tim, obviamente. Y eso significaba que podía arreglárselas con cualquier Don Hombre Corriente que apareciese y quisiese ser su cliente.
El siguiente que requirió sus servicios llegó al día siguiente. Había venido a ver a las chicas de nuevo cuando alguien llamó. Umú le dijo que no trabajaban los martes, pero él insistió, pues tenía un viaje el miércoles. Era uno de los fijos de Umú, por lo que ella le guiñó a Rosa y le dijo, por divertirse: Yo no puedo, pero una amiga mía podría verle, si tiene tanta necesidad. Espere, por favor, que le pregunto…
Umú le dijo todo al hombre.
Una hora más tarde estaba allí.
El Sr. Pérez tenía una aspecto muy agradable. Umú estaba en la mesa de recepción y recibió el dinero de él, y lo escoltó a su propia habitación. Unos minutos más tarde Senda entró, semi desnuda. De hecho llevaba puesto una bata, sujetador y bragas, pero la bata estaba atada con tan poca fuerza que se le veía el sujetador. Parecía muy sexy.
Senda sonrió, y sin sacar las manos de los bolsillos, dijo:
Se le acercó y la besó en la boca. Luego deshizo el nudo de la cintura de la bata y la abrió. Sonrió a lo que veía, en realidad sólo una mujer en bikini. Puso una mano sobre cada pecho y tiró del sujetador hacia arriba, liberando las tetas y luego siguió tirando hacia arriba, hasta que le sacó la prenda por encima de la cabeza. La tiró en una silla y luego tomó cada teta con una mano y la acarició, y luego la apretó con dureza. Nadie le había apretado nunca las tetas, pero no sintió daño, sino una sensación extraña, como dolor y placer a la vez. Luego preguntó:
Luego le tocó el pezón derecho y luego lo besó, y le bajó las bragas, y las puso junto al resto de las prendas. Senda separó las piernas un poco y abrió los brazos, gloriosa. Sabía que estaba al mando.
Santiago no decía nada. La besó de nuevo y la abrazó mientras le acariciaba el pecho. Luego la tomó en brazos y la puso sobre la cama, y enseguida la tomó de la forma normal, la posición del misionero. Santiago no estaba demasiado bien dotado, pero aún así podía hacer un servicio decente. Después de quince minutos inundó el vientre de Senda con su esencia.
Luego se desvistió y la puso boca abajo.
Santiago la tomó varias veces boca abajo en esa hora. Al final de ese tiempo se vistió y la besó de nuevo.
Umú sonrió.
Rosa quería hablar con las chicas, pues dudaba que pudiera hacer los dos trabajos al mismo tiempo, así que les pidió cenar fuera para explicarse. Pero entonces Merilú tenía un cliente fuera, y Carlos Elpaso quería tenerla de nuevo a mediodía. Incluso le pidió a Rosa que estuviese disponible para él dos veces al mes... Bueno, por eso tuvo que ser cena, no comida.
A las ocho de la tarde se reunieron en el restaurante gallego que solían frecuentar desde que las antiguas irregulares habían celebrado allí su cambio de vida. Ahora la cuarta chica quería celebrar lo mismo, el punto de inflexión más importante de su vida.
Umú las miró a las tres, y luego dijo algo sorprendente:
Las chicas se la quedaron mirando..., hasta que Umú dijo:
En ese momento Umú pensó que la renta que tendría que pagarle Rosa por la habitación se la cobraría en la ayuda que le prestase a Gustavo en sus tareas de protección. Ya se lo diría más tarde.
Tras una breve pausa, Alona siguió: «Rosa, ¿puedes hablar tú con Gustavo en cuanto llegue mañana?
El día siguiente era miércoles. Gustavo llegaba normalmente una hora antes del primer cliente, para preparar las cosas y comprobar las luces y los timbres, y también para hacer ejercicios en el gimnasio un rato largo. Normalmente los hacía por la mañana, antes de empezar el trabajo, y por la noche, cuando ya había terminado la jornada laboral. Pero ese día se encontró a Rosa esperándole. Vestía el uniforme de guardia de seguridad.
Entonces hizo la última cosa como Rosa: firmó el contrato con su nombre verdadero.
También hizo otra cosa extraña de verdad: se quitó el uniforme, y también el resto de sus prendas, una detrás de la otra, hasta que se quedó totalmente desnuda. Luego abrió el armario donde los clientes solían dejar el abrigo, el paraguas, o el sombrero, y sacó prendas mucho más caras: un sujetador y bragas de alta calidad, y se los puso. Entonces se volvió al hombre estupefacto, en su caro y sexy bikini, y le sonrió. Luego sacó un vestido muy bonito y caro, y se lo puso.
El hombre suspiró.
Senda sonrió. Era consciente de que él la había comprendido, así como ella lo había comprendido a él enseguida. Gustavo era obvio. En realidad todos los hombres lo son.
Entre los clientes que Senda había heredado de las otras chicas, había un hombre peculiar,de unos cuarenta años, llamado Hipólito. Tenía un olfato especial para las posibilidades de negocio que nadie había sospechado antes. Era un poco perverso, y por eso a Senda le caía bien. Ella tenía debilidad por los perversos, y si los había tenido que echar a patadas a tantos de ellos desde que trabajaba en aquella casa, era por pura obligación, porque las otras chicas eran mucho más tradicionales que ella, y mientras fue su empleada tuvo que seguir sus instrucciones y echarlos del piso. Pero desde que ella misma era hetaira estaba segura de que los habría podido atender perfectamente. A estos les cobraba un poco más, y eso era bueno para el negocio; les cobraba mil euros por sesión, pero no era muy estricta con el tiempo: podía ser algo más de una hora, ya que comprendía que necesitaban más tiempo para prepararse. Ella misma había desarrollado un umbral creciente para el dolor, pero normalmente eran ellos los que querían sufrir. Por eso ella rara vez adoptaba el papel de sumisa. asumiendo casi siempre el de dominante, como le pedían ellos. Pero este hombre, Hipólito, la sorprendió aún más:
Luego le explicó que tendría que congelar la leche en unos contenedores especiales que él le daría. Podían probar a ver cuánto dinero podían pedir por litro, y luego decidir si ella quería ser su vaca. Ella pensó rápido y le dijo que mientras su hijo la necesitara, no habría leche para vender, aunque él podría venir tantas veces como quisiera para beber directamente de sus tetas. Cuando su hijo ya no lo necesitara podrían hablarlo de nuevo.
Luego Hipólito aplicó la boca al pecho derecho de Senda y chupó. Cuando acabó, chupó de la teta izquierda hasta que no quedó leche dentro. Pero para su sorpresa, él volvió a la derecha y sacó más leche. Parecía que él tenía razón: cuanto más chupaba, más leche quedaba. A ella le dio hambre y sed de pronto.
Desde aquel día Hipólito ya no vino a verla una vez al mes, sino una vez a la semana. Le gustaba la leche humana de verdad. Y ella pronto se convenció de que él tenía razón: su producción de leche aumentó mucho, y comenzó a perder peso, aunque comenzó a comer más que nunca. Usaba la máquina sacaleches que Hipólito le trajo, y le traía botella llenas, que él le pagaba generosamente. Era su conejillo de indias en este asunto. No le importaba pagar €60 el medio litro, y eso era un dinerillo extra para ella. Pronto tuvo unos seis mil al mes, sin tener que hacer ningún trabajo extra. Eso significaba que hacía menos de un cliente al día, pero estaba apenas empezando. En su libro tenía sólo diez clientes, pero la visitaban una vez al mes, a veces cada dos meses, excepto Hipólito, que venía cuatro o cinco veces a cuenta del negocio lácteo.
La mayor novedad de la casa es que ya no se echaba a muchos clientes como antes, pues en su primera visita les preguntaban que si les gustaba algo perverso o no, y en caso afirmativo se les asignaban a Senda, que discutía las cosas con ellos: a ella no se le ataría, aunque a ella no le importaría atarlos a ellos. Eso hizo que Senda pronto tuviera tantos clientes como las dos ucranianas juntas, aunque eso no parecía importarle a ninguna de las dos.
Y el tiempo pasó poco a poco, y el pequeño Tim ya tenía tres años de edad, y Rosa lo amaba de verdad. Sabía que era el niño mejor del mundo, pues era de ella. Y entonces comenzó a pensar que quería tener otro bebé, quizá una niña… Tenía muchas posibilidades de quedarse preñada en su oficio, y ya que no quería a ningún hombre en su vida, y tenía muy claro que ella podía educar a un niño ella sola, y también con la ayuda de sus padres, siempre tan comprensivos, y la más que probable ayuda de Umú, que siempre estaba de su parte, sólo le restaba decidir quién sería el padre biológico de su segundo niño. Por eso esta vez sí que sería un bebé deseado desde antes de concebirlo, el hijo o hija de Senda. El hijo de una puta que quería ser madre, no el de una chica decente que no quería serlo. La maternidad deseada por una prostituta y no la maternidad impuesta por una violación.
Tenía varias posibilidades, pues de sus veinte fijos sólo siete eran menores de cuarenta. Bien, las posibilidades eran en realidad ocho, pues a ella le atraía de forma natural el Sr. Elpaso, aunque ya fuese mayor de 65. Probablemente moriría para cuando el bebé fuese adulto, pero nunca lo iba a saber, de todas formas. Había decidido que cualesquiera otros bebés que pudiese nunca sabría quién fue su padre, viviese o no. Ya no confiaba en los hombres. Ni siquiera en lo relativo a la paternidad.
Tenía puesto un DIU, y aunque le era difícil ponérselo en su lugar, había aprendido a quitárselo.
Durante muchos días estuvo pensando en quién sería el padre…, y se acostumbró a soñar con que cada cliente al que estaba sirviendo podría ser el padre de su bebé. Sabía que él nunca se preocuparía del tema, aunque se lo dijese, cosa que no iba a hacer, de todas formas. Sí que se había preguntado si quería tener a Tim o no, pero su segundo bebé sería deseado desde mucho antes de la concepción… Y entonces, veinte días después de empezar a pensar en su segundo hijo, finalmente se decidió.
Dos días más tarde, Umú y las otras chicas estaban de viaje a Toledo. Senda les dijo que se quedaría a descansar, y les deseaba un buen fin de semana. Cuando Gustavo vino, ella le dijo que se sentase para hablar mientras esperaban al cliente. Eran las diez de la mañana.
Ella vestía un bonito conjunto de top y minifalda color turquesa, que le dejaba a la vista el estómago y la mitad del vientre, así como la mayor parte de las piernas. Él sabía que las jefas eran sagradas para él, aunque le habían abordado pensamientos golosos sobre Senda desde que se había hecho hetaira. Las otras chicas lo dejaban frío, pero Senda había sido siempre muy amable con él, y si no le hubiese dado un aviso en una ocasión, habría pensado que estaba coqueteando con él.
Eso le sorprendió, pero aceptó la bebida, puesto que ese día no tenía que conducir.
Él lo tragó, sorprendido, y luego ella separó su cara de la de él y dijo:
Luego le besó despacio. Gustavo no podía creer esto, pero no lo pensó más. La besó con avidez y le quitó el top. No llevaba puesto el sujetador caro. Él le tomó el pecho derecho y lo acarició, mientras su lengua empujaba la de ella. Le bajó la cremallera de la falda, que cayó al suelo. Entonces ella le desabotonó la camisa y pronto los dos estuvieron desnudos. Él entró en ella mientras aún estaban de pie. Ella le puso una pierna a cada lado, y él la tomó contra la pared. Cinco minutos después él ya había dejado caer su hombría en ella, y se sintió culpable de pronto.
Se lo llevó a la habitación de Merilú y lo tomó de nuevo. Aquel día tuvieron sexo diez veces desde la mañana hasta la noche.
Ella tenía sus razones para darle las gracias, pues se acababa de quedar preñada otra vez, aunque ninguno de ellos lo pudiera saber todavía.
Ella sonrió, y luego dijo: —Mi pequeño hombretón, te llamaré de vez en cuando, no te preocupes, aunque sea de muy tarde en tarde. Y si no puedes o no quieres, lo entenderé. Si no lo deseas, lo entenderé. Si encuentras un dibujito como este, —dijo mostrándole una mariposa amarilla dibujada en un papel, —entonces sabrás que te espero tres días más tarde, cuando mis colegas no estén por el medio, a las diez en punto de la mañana.
Senda estaba muy cansada cuando se despertó, varias horas más tarde. Se duchó y comió algo. Luego se fue de paseo. Eran las cuatro de la mañana y la zona del puerto estaba muy animada, en plena ebullición. Encontró allí a algunos amigos, y unos cuantos de sus clientes. La invitaron a beber, pero a las seis de la mañana ya estaba de vuelta en casa. Ordenó sus cosas un poco y se puso a leer un libro hasta que se quedó dormida de nuevo.
Durante los dos meses siguientes, Senda dejó una mariposa amarilla en la mesa de Gustavo varias veces, siempre por la tarde, una vez un martes, dos veces un miércoles, y la última en jueves. Eso significaba que lo esperaba el siguiente sábado o domingo a las diez de la mañana. La primera vez la halló en la habitación de Alona, totalmente desnuda. Pero las otras veces fue en una habitación diferente, pero nunca en la suya, excepto en la última ocasión, su quinta cita. Esa fue en la habitación de Senda. Era un día especial, pues ella ya sabía que estaba embarazada. ¿Se lo diría a él?
Senda no esperaba que fuese tan frío.
Senda lo abrazó y se echó a llorar sobre su hombro. Él no sabía qué hacer, así que no hizo nada.
Ella le miró, y se sintió orgullosa de llevar su semilla en el vientre. ¿Se lo debería decir ya? Pero después de lo que le acababa de decir sobre su esposa, decidió que sería mejor no decirle nada hasta que él le preguntase eso exactamente, pero sólo si eso sucedía.
Durante las siguientes dos semanas pensó en cómo decírselo a las chicas. Primero se lo dijo a su madre, claro, y luego a su padre:
A su padre le dio lo mismo. Estaba deleitado con su nieto y quería esta vez una nieta. Mejor así que un traumático divorcio con un maltratador con el que tuviera que entendérselas, y que estuviese dispuesto a ir a la cárcel en lugar de pagar una pensión alimenticia. Tal cual estaban las cosas, su hija tendría el mismo efecto, pero no las causas dolorosas de un matrimonio traumático y separación complicada.
Umú se alegró mucho con la noticia, pero con alguna sombra:
Las otras chicas no comprendieron a Rosa. Dijeron que no entenderían nunca a los españoles. Pero Rosa ya no era su empleada, así que le dieron las gracias por la noticia y se encogieron de hombros, pasando del tema. Si te podemos ayudar, dínoslo, Rosa, se limitaron a decir.
Cuando Gustavo notó que el vientre de Senda se hinchaba, la interrogó con una mirada, pero ella lo negó con la cabeza, y ambos sonrieron, aliviados.
Dos meses después de su último encuentro sexual apareció otra mariposa amarilla en su mesa. Era miércoles, por lo que el sábado le dijo a su esposa que tenía que trabajar en el gimnasio otra vez, pero intentaría volver pronto.
El resto del embarazo, sin embargo, requirió sus servicios sexuales cada semana, pues él la tranquilizaba y la hacía sentir que era mujer, porque notaba que él la deseaba como mujer, no como un simple juguete sexual, y se lo dijo.
Y así la pequeña Sara vino al mundo. Esta vez todo el mundo estaba feliz. Rosa no tenía problemas de dinero, así que pudo quedarse con sus dos hijos todo un año sin tener que trabajar. Y cuando Gustavo pensó que sólo tenía tres jefas de nuevo, Senda volvió porque ya tenía una razón más para trabajar.
Respiró profundamente antes de contestar:
Cuatro años antes, unos meses después de que Rosa se convirtiera en Senda, las chicas cerraron el negocio y se fueron a casa de vacaciones. Normalmente Umú se quedaba en España, pero esa vez se fue antes que las demás. Senda y ella le entregaron a Gustavo sus controles remotos y se fueron a Bamako el primero de agosto, junto con Irene, su compañera de aventuras, y el pequeño Tim.
Pasaron todo el mes en la capital, pues ya habían tenido suficiente con las aldeas y aventuras violentas de su viaje anterior. La casa era grande y el tiempo muy agradable. No tenían el mar cerca, como en Alicante, pero allí estaba el magnífico Río Níger, muy carca de ellas. De hecho la casa de Umú daba al río, y cada mañana Rosa se levantaba temprano por la mañana y se iba a correr, pero antes desayunaba mirando la abundancia de la corriente de agua. Era maravillosa, en su opinión. Cuando Umú e Irene se levantaban, Rosa ya había corrido algo más de diez kilómetros por la margen del río, vuelto a casa, se había duchado, alimentado a Tim, y preparado el desayuno para ellas dos. Alguien le había dicho que Tim podría ser violento cuando creciese, pues su padre lo había sido, y mucho. Pero la memoria que Rosa guardaba de él era un hombre lleno de miedo, odio y lascivia. Por eso pensaba que los vicios del padre de Tim venían de su educación y de su ambiente, no de sus genes. Pero por si acaso ella no lo perdería de vista.
Cuando volvieron a Alicante, Umú tuvo que ir al instituto. Allí les sorprendió comprobar que su la nueva profesora de Lengua Española, Umú Farafina, era una muchacha negra de Malí que, sin embargo, hablaba el mejor español del centro educativo. Tuvo que renunciar a su plaza de profesora de Historia en Novelda, que había ganado unas semanas antes que la de Lengua Española, pues trabajar en la capital de la provincia era mucho más conveniente que en un pueblo del interior.
Umú era una profesora muy buena, y no sólo desde un punto de vista académico, sino humano, debido a su experiencia vital. Cuando uno de sus alumnos le dijo que no haría los deberes, Umú le habló de tantos chicos y chicas de su país de origen, Malí, que no podían estudiar ni hacer los deberes, ni siquiera en su propio idioma, porque no tenían profesor, ni instituto, ni incluso tiempo libre para ir al instituto, pues tenían que trabajar desde una edad muy temprana. Umú les habló entonces de otros países menos afortunados, y les convenció de lo mejor que podían hacer en la vida: construir una educación sólida para sus tiempos duros del futuro, cuando ya no pudiesen estudiar porque serían más viejos o no tendrían dinero para ir a la universidad, u otro lugar, para aprender. Les habló también de las durezas de la vida. Incluso les dio una charla sobre como había sido venir a España en patera y familiarizarse con un lenguaje cuyas lengua, cultura y costumbres les eran totalmente extrañas. Les narró la historia del primero que la saludó en España: Brusco, un perro, y bajo qué circunstancias tuvo lugar aquel encuentro. Umú tenía una voz suave, bien equilibrada, y cuando hablaba todo el mundo se callaba porque les gustaba escucharla.
Al final del curso se dio cuenta de que había ganado tanto dinero en todo el año como Senda en un mes y medio, y esta no pagaba impuestos, como ella, que los pagaba por primera vez en la vida.
Era cierto: cuando Alona y Merilú ponían pegas a admitir a Senda como nueva socia en el negocio, Umú las convenció finalmente declarando que Senda se subrogaba sus derechos frente a ellas, y que ellas dos tenían un acuerdo privado por el que Senda le daría a Umú el diez por ciento de sus ganancias mientras trabajase de hetaira en su casa, el ático A.
Irene y Umú salían juntas ahora. Veían todas las películas que estrenaban en Alicante, y se hicieron socias de un club de cinéfilos. Senda sospechaba que había algo más que una simple amistad entre ellas dos, y más aún cuando Irene vino a vivir con Umú…, pero esa sería otra historia.
Y este es el final de nuestra historia. Esta es la historia de una muchacha que tenía miedo de su mamá y se fue a través de un continente huyendo de ella, una muchacha que temía la brutalidad de su propia cultura, y luego aprendió a ser mujer practicando el oficio más antiguo del mundo, pero que finalmente consiguió familiarizarse con una nueva cultura, diferente, que adoptó mucho mejor que si hubiera nacido en ella, y así pudo construir una vida mejor y más valiente para sí misma, y se convirtió en un ejemplo a seguir por muchos. También es la historia de una chica que abrazó el mundo de la prostitución de buen grado, porque la sociedad y cultura en las que nació y creció le negaron el acceso a la vida que había soñado, y por eso pensó en que una tiene que aprender los trucos adecuados cuando se la obliga a jugar con las cartas marcadas.
Sea este libro tributo a las mujeres que tienen que trabajar vendiendo su cuerpo, y sin embargo quieren estar entre las mejores, y también a las que no necesitan que las salven de nada porque son lo bastante fuertes para salvarse por sí mismas, si quieren hacerlo. Umú dejó la prostitución porque no le gustaba, en el fondo, y la usaba sólo para sobrevivir. Senda se metió en la prostitución porque su doctorado universitario no le procuraba el trabajo que quería, y luego halló un nuevo significado a su vida que ningún sentido hipócrita de la moralidad debería condenar. Si el lector tiene ahora otro punto de vista sobre este trabajo, o por lo menos puede considerarlo con un poco más de comprensión, el escritor ha conseguido su objetivo principal. Gracias. Si no, por lo menos espero que haya pasado un tiempo agradable leyendo sobre un tema del que no fuera consciente anteriormente.
Una niña de doce años escapa de su familia, de su pueblo, de su país, de su cultura e incluso de su continente para evitar que le hagan la excisión. Tras una serie de penalidades que apenas podemos imaginar, llega a España como emigrante ilegal, tras haberse iniciado en la prostitución.
Esta es a historia de dos muchachas que no están de acuerdo con las circunstancias en que nacieron e intentan cambiar sus vidas en algo más digno de vivirse.
Espero que el lector disfrute con esta historia y reconsidere lo que pueda pensar sobre la el mundo de la prostitución, a la luz de lo que aporta este segundo tomo de mi segunda trilogía El oficio viejo, al que seguirá el tercero, "El proxeneta feliz".