La vidente
Pero a la larga sí iba a ver a otros espectros. Lo que ocurre es que
todos desaparecían a los pocos días. Y no me podían decir nada, a dónde
iban ni porqué, porque en realidad yo era más antiguo como espectro que
ninguno de los que me encontraba. Un día, para mi sorpresa, me encontré
con una persona que me sacó del mar de dudas en que me estaba ahogando.
No era, como se podría pensar, un espectro. Era una chica viva que, sin
embargo, tenía un extraño don: podía ver a los muertos. Tenía una
extraña teoría sobre nosotros. Creía que teníamos sentimientos. Y que un
sentimiento de culpa no me dejaba a mí marcharme. No me dijo nunca a
dónde. Pero dijo que todos se marchaban.
La conocí en La Plaza de España de Sevilla. Me gusta Sevilla. Allí
descubrí los coches de caballos, con mi tío Prudencio. Ahora que podía
ir a donde quisiese, iba con frecuencia allí. Están representadas todas
las provincias de España. Un día en que andaba reflexionando sobre lo
complejo de la vida y la longitud de la muerte, vi que una muchacha
joven se sentaba frente a mí, en un banco. Me sonrió. Asombrado, le
pregunté:
—¿Me ves?
—Claro.
—¿Estás muerta?
—No.
La verdad es que no me esperaba esa respuesta.
Algo desafiantemente, le dije:
—Pues yo sí.
—Ya lo sé.
—¿Lo sabes? ¿Y no tienes miedo? Y si estás viva,
¿por qué tú me puedes ver y los demás no?
—Porque soy bruja. Eso vale para tus cuatro
preguntas—, me dijo con una sonrisa que me desarmaba.
—¿Cómo te llamas?
—Maribel.
—La bruja Maribel. Parece una película.
—Sí. Pero tú pareces triste.
—No, Maribel. Los espectros no tenemos sentimientos.
—Pero estás cansado ya de ver siempre lo mismo.
Todos los días me encuentro a espectros que me piden cosas. Me acosan,
la verdad. Tú eres el más simpático. Me has tratado como una persona
normal.
—¿Te acosan? ¿Por qué?
—Porque saben que les veo. Y me piden cosas.
—Yo no te pido nada. Me dedico a mis propios
asuntos. Pero es agradable charlar con una viva tan simpática como tú.
—Gracias. ¿De verdad no quieres nada de mí?
—Si estuviera vivo, te pediría un beso, aunque no
creo que me lo puedas dar. Y si me lo dieras, no creo que sintiera nada.
La cosa es que sólo oigo y veo. Los demás sentidos no los experimento, a
no ser que me meta dentro de un vivo. Pero no me gusta mucho.
—¿Puedes hacerlo? ¿Y por qué no te gusta?
Ahora reí yo de su impaciencia. Y con una sonrisa lo más amigable
posible, le dije:
—Porque me siento pesado, siento el dolor, la
frustración, los complejos de la persona anfitriona. Además, a veces
esos mismos sentimientos me hacen intervenir en sus vidas, y no me
parece correcto.
—Eso es verdad. No es honesto. Les das una ventaja
injusta.
—Cierto. Pero muchos de ellos padecen la injusticia.
Y sus propios problemas y complejos les impiden resolver sus problemas.
No les dejan ver la solución, aunque la suelen tener delante de las
narices.
—¿Has ayudado a alguno?
—Sí. En China ayudé a un chinito en los estudios. Y
a un soldado a conservar a su mujer. Luego comprendí que no puedo ser el
ángel de la guarda de todo el mundo.
—Ángel de la guarda... Bueno, si por lo menos
hubiera uno, el mundo sería un poquito mejor.
—A lo mejor los hay, aunque nosotros no los hayamos
visto todavía.
—Bueno, supongo que tienes muchas preguntas. Te
habrás hecho muchas preguntas desde que te has muerto, ¿no?
—Sí, claro. La primera que me hice es la que más me
intriga: desde que morí, no me he encontrado más que con dos muertos:
una volvió a la vida, y la perdí. El otro se fue al cielo, o al menos
eso me dijo. Pero yo sigo aquí, y no he vuelto a ver a nadie más. ¿Tú
sabes a dónde van los muertos?
—Creo que se van al cielo. Los que me piden que les
ayude, cuando consigo hacerlo, desaparecen. Me dicen que se han quedado
ya en paz consigo mismos, y luego se disuelven en el aire. O al menos me
lo parece...
—O sea, que dejas de verlos.
—Sí.
—Qué raro. ¿Y no sabes seguro a dónde van?
—No. Puede que no todos vayan al cielo. A lo mejor
se van al infierno algunos. ¿Tú has sido bueno o malo en tu vida?
—Bueno, no sé. Eso no podría evaluarlo yo, ¿no te
parece?
—Ajá. ¿A qué edad te moriste?
—A los noventa años.
—Vaya, una larga vida. A lo mejor tu pensamiento
evolucionó tanto, que ya no le cabía la idea de Dios dentro. Por eso te
has quedado aquí. Porque hay que tener fe.
—¿Y qué pasa con los que no tienen fe? ¿No los
quiere Dios?
—Dios quiere a todo el mundo. Pero a lo mejor te
está dejando en la puerta a conciencia. Hasta que te despiertes por ti
mismo a la fe.
—Pues ya podría venir a charlar conmigo un poquito,
como estás haciendo tú.
—Podría—, dijo sonriendo. —A lo mejor lo ha hecho, y
tú no lo has visto.
—A lo mejor.
—Bueno, tengo que irme. Ha sido un placer...
—Ángel. Me llamo Ángel.
—¿Ves? A lo mejor es que eres un ángel de verdad. Un
ángel que todavía tiene que aprender el oficio.
—¿Y eso cómo lo sabré?
—A ver..., dices que no experimentas ningún
sentimiento, ¿verdad?
—Sí.
—Y cuando ayudaste a los chinos, ¿no sentiste ningún
placer, no te sentiste mejor por haberlo hecho?
—Sí.
—Eso es que tienes madera de ángel. Ese es tu
cometido, seguramente.
—Olvidas una cosa.
—¿Qué?
—Que sentí eso porque aún estaba dentro del cuerpo
de cada uno de los chinos, respectivamente. Sentía con ellos. Pero una
vez fuera, dejaba de sentir.
Su sonrisa se congeló.
—Ah. Bueno, me tengo que ir. De verdad.
—Pues adiós, Maribel. Ten cuidado.
Aquí pensaba yo que era la última vez que veía a la bruja Maribel. Me
equivocaba.
Se dirigió a su casa. Simultáneamente, recordé que una de las calles
más hermosas de Sevilla es la Calle de la Sierpe, donde hacía muchos
años había una tienda de música, la Casa Damas, en que compraba
partituras para guitarra, en los primeros años de mi primera juventud,
cuando pasaba algún que otro verano en casa de mi tío Prudencio. Quise
pasearme por aquella calle, y allí me encaminé. Cuando llegué a un
extremo, vi que por el otro, más cercano a la Plaza de España, entraba
Maribel. Le seguían dos personas que le hablaban sin parar, aunque ella
no les hacía ningún caso, y me di cuenta de que andaba cejijunta. “¿Qué
le pasará?”, me pregunté. Entonces vi de soslayo que un niño pasaba casi
corriendo por entre esas dos personas que le hablaban. “Vaya”, me dije,
“así que esos son los espectros a los que se refería ella”. Y pegándome
a la margen contraria a por la que ellos venían, me situé detrás de
ellos, y entonces me acerqué con disimulo. Puse cara de estar en otras
cosas, en mis pensamientos, para que creyeran que yo aún pertenecía al
mundo de los vivos. Pero me iba enterando de todo.
—Tienes que ir a la policía—, le decía el hombre.
—No puede ser que se salgan con la suya.
—Además de que nos han matado—, decía la mujer, —se
quieren quedar con todo el dinero.
Pronto me di cuenta de que aquellos espectros clamaban venganza contra
alguien. Vi que Maribel estaba muy cabreada, pero que no se atrevía a
contestarles porque en una calle atestada de gente no era muy prudente
que te vieran hablando solo. Pero a mí no me verían. Así que cuando ya
me hice cargo de la situación, les dije de pronto:
—¿No os da vergüenza atosigar a una pobre mujer que
tiene otras cosas que hacer mejores que ir a la policía con que dos
fantasmas le han dado información?
Los dos me miraron, y al principio creyeron que yo era brujo, como
Maribel.
—¡Es que nos mataron!
—¿Y eso qué más os da ahora? Estáis muertos, y
porque metan en la cárcel a vuestros asesinos, vosotros vais a seguir
bien muertos.
—¡Pero no es justo!—, dijo la mujer. —Encima se han
quedado con el dinero.
—¿Y tú para qué lo quieres ahora?
—Para nada. Lo que quiero es que se lo queden los
otros herederos.
—Os estáis deteniendo en tonterías. Y estáis
amargándole la vida a la única persona que os puede escuchar. Lo que
vais a conseguir es que pase de vosotros.
Se detuvieron, y se encararon conmigo:
—¿Y tú de dónde coño has salido? Si eres espectro,
¿por qué te pones de su lado?
—Porque si nunca tuve equipo de fútbol ni partido
político, ni confesión religiosa mientras vivía, no iba a esperarme a
morirme para tomar partido por dos macarras sólo porque están en el
mismo lado que yo. Siempre he pasado de los bandos. Y Maribel es una
mujer que necesita ayuda, no que dos capullos como vosotros os metáis
con ella. Porque vamos a ver, criaturitas: ¿de qué modo le pensabais
pagar a Maribel ese gran favor?
—Bueno, la verdad..., esclarecer la verdad es un
bien en sí, un pago en sí mismo.
—Jo, claro. Hacer lo que tú le digas tiene que ser
una hemorragia de placer. ¿Cuando vivías qué eras, Ministro?
—¿Y tú qué sugieres que hagamos? No podemos hacer
nada contra los vivos.
—¿Y por qué tendríais que hacer nada contra nadie?
¿Estáis tontos? Ya la habéis palmado, tío. Ya no tenéis nada que hacer.
Caput. Iros a hacer puñetas. Estáis de más. Ya nada os resta hacer aquí.
Así que haceros a la idea. Mientras tengáis el más mínimo sentimiento
hacia alguien vivo, no podréis pasar a la siguiente dimensión,
dondequiera que esté. Y eternizaros aquí no os va a hacer nada bien. Y a
esta pobre mujer tampoco.
—¿Y tú qué haces aquí? ¿Es que la quieres para ti
solo? ¿Quieres que te haga alguna faena y te da rabia que te la
distraigamos?
No se me había ocurrido, pero me hizo reír, por lo disparatado.
—Mira, la verdad es que no sé porqué todavía no me
he ido a donde sea. Morí hace tres días. Y de aquí no me muevo, a pesar
de que no creo que me ate nada a este mundo. Como no sea..., claro,
¡tiene que ser eso!—, me dije mientras me golpeaba la frente con vigor.
—¿El qué?—, dijeron los dos a la vez.
—No, nada. No lo sé todavía. Cuando me entere,
desapareceré. Bueno, no os metáis más con Maribel, que me voy a
cabrear. Yo no sé si los espectros sienten dolor cuando otro espectro
les da de hostias, pero sólo hay una manera de saberlo.
Muchas ganas de averiguarlo no mostraron, pues se fueron abriendo
poco a poco, hasta que por fin optaron por irse. Se fueron alejando
hacia el extremo de la calle por donde habían venido. Iban hablando, y
cuando llegaron al extremo de la calle, ocurrió una cosa muy curiosa:
se esfumaron. O sea, que dejé de verlos.
—¡Ea!—, oí una voz conocida a mis espaldas. —Me los
has quitado de encima. Gracias, muchacho—. Era Maribel, que me miraba
con mucha más simpatía que antes.
—Sabes qué es lo que he pensado, ¿verdad?
—Que no te vas porque te sigue dando gusto aprender
cosas nuevas. Lo sigues queriendo saber todo.
—Eso.
—Los espectros, por lo visto, no pueden pasar a la
siguiente dimensión mientras conserven algo de esta. Y tú tienes ese
interés científico, esa curiosidad por todo. Hasta que no renuncies a
eso, no te podrás ir.
—Pues me quedo. No creo que sea nada malo querer
saberlo todo.
—Bueno. Tú mismo.— Seguimos caminando hacia su casa,
y al cabo de diez minutos me dijo de pronto: —Oye, como guardaespaldas
No me hizo mucha gracia la broma de la bruja, pero me hizo pensar. A
lo mejor podría hacer algo, pues ya me estaba aburriendo un poco de mi
nueva vida. Aprender, aprender, aprender todo el tiempo no era muy
productivo. Por mucho que me interesase. A pesar de ello, al final
decidí que sí, que yo quería aprenderlo todo, comprenderlo todo. Y si
podía ayudar a alguien con lo que supiese, podría hacerlo. Justo lo
contrario de lo que estaban haciendo aquellos espectros.
—¿Adónde se han ido esos dos?
—Han pasado de nivel.
—Como en los videojuegos.
—Bueno, sí. Esto es más serio, pero sí. Les has
convencido. Han dejado de sentir esa venganza idiota que tenían, y se
han tranquilizado. Por eso se han conseguido ir a la siguiente
dimensión.
—Vaya, eso es como morirse otra vez, ¿no?
—Es posible. No te lo tomarás en serio, pero la
verdad es que te has portado como un auténtico guardaespaldas. Me has
quitado a la chusma de encima. La verdad es que me estaban rayando un
poquito ya.
—Ya ves. No todos los espectros somos unos pesados.
—Algunos sois hasta simpáticos—, dijo sonriendo.
Ya no estábamos en la Calle Sierpe, claro. Ya estábamos cerca de su
casa. Vivía en un cuarto piso. Por lo visto vivía sola, aunque tenía
muchos amigos.
—Bueno, te dejo—, le dije. —Tienes derecho a tu
intimidad.
—¿No quieres una copita?—, me dijo sonriendo. —Nunca
me había acompañado un espectro a mi casa. No uno que no pretendiese
nada de mí.
—¿Tienes whiskey astral?
—No, pero te puedo dar conversación. Y tú me la
puedes dar a mí.
Nunca había estado en casa de una bruja. Aunque la invitación era
tentadora, iba a declinarla. Pero cuando iba a decirle que no, al abrir
la boca para denegar tan generosa invitación, vi que abría un poco más
los ojos, como si le asombrara algo. Me volví y me encontré con un niño
de unos doce años. A pesar de que estaba en la sombra de las farolas, pues era de
noche, lo vi perfectamente.
—Será un placer pasar la noche con una chica tan
hermosa—, dije a la vez que le hacía una media reverencia y le señalaba
la puerta con una mano. Cuando ella estaba entrando, le dije al niño:
—Como subas a molestarla, te voy a dar la de palos
que no dieron en la otra vida, mocoso.— Pero luego comprendí que así no
le ayudaba nada, y añadí: —Espera a que baje y te echaré una mano. Pero
como subas, te tiraré por la ventana.
—¿Dónde estabas?—, preguntó Maribel.
—Sacando la basura, no te preocupes. Dime en qué
piso es.
—El cuatro D.
—Bien. Ve subiendo en el ascensor.
Mientras ella subía, le pregunté al niño:
—¿Qué te hace falta, niño?
—Me han tirado al río.
—¿Quién te ha tirado al río?
—Unos gamberros que van a mi colegio.
—¿Y qué quieres?
—Quiero que les digan a mis padres donde estoy.
Quiero que me encuentren.
—No te van a revivir. Ya lo sabes.
—No, ya lo sé.
—Me parece razonable. Espera. Ahora vuelvo.
Llegué al Cuarto D cuando ella estaba abriendo la puerta.
—Hola—, saludé.
—Vaya un capricho más tonto, no acompañarme en el
ascensor. ¿Los espectros ahora tienen claustrofobia? Joder, no los que
me han estado atormentando en los ascensores, precisamente, cuando menos
escapatoria tenía yo...
—Estaba trabajando—, respondí. —Por cierto, tienes
trabajo tú también. No te desvistas. Tienes que volver a bajar para
hacer una llamada telefónica.
—Tengo teléfono. ¿A quién quieres que llame? ¿Alguna
amante de la que no te despediste?
—Vaya, vaya... Dime, Maribel: ¿qué edad crees que
tengo?
—Bueno, aparentas treinta, puede que treinta y
cinco.
En ese momento fui consciente de que mi apariencia no era la de un
abuelete de noventa años. Los espectros seguramente no tenían el
aspecto, para los que los pudieran ver, que tenían cuando se murió el
cuerpo que los sustentaba. Me imaginé con sesenta, y repetí la pregunta:
—Vaya, ¿a dónde se te fue el pelo? Lo tienes menos
espeso, y más gris. Venga, ya, no me juegues..., por cierto, ¿cómo te
llamas? No me lo has dicho.
—Sí te lo he dicho, doña brujita Maribel: me llamo
Ángel.
—Ah, sí, el ángel de la guarda, que dijimos...
Estate quieto. Aclárate ya con tu aspecto. Ya me dijiste antes que
tenías noventa años. Pero te prefiero treintón.
Volví a mi aspecto anterior. La verdad es que mentalmente me
consideraba así, treintón, porque entonces disfrutaba de buena salud, no
me había operado de nada todavía, pero ya tenía la suficiente madurez
para saber que no lo sabía todo, que no me lo merecía todo, que aún
estaba lo mejor por venir, pero conservaba aún la ingenuidad y el
talante positivo para disfrutarlo, cuando me viniese.
—Sí, perdona. Maribel: no me acordaba que te había
dicho que morí a los noventa años.
—Benditos tus genes, . Yo no sé si voy a llegar a
los treinta que aparentas ahora tú.
—¿Por qué? ¿Fumas mucho?
—No, por el mal
fario que he tenido durante mi vida.
—Bueno, pues mira, tienes que llamar por teléfono.
Pero no podrás decirle a la policía que lo que les vas a decir te lo
dijo un espectro.
—No, claro—. Se le iluminó la cara de pronto, y
añadió: —Has hablado con el crío.
—Sí. Me has pillado. Pero te costará sólo unos
segundos y un euro.
—Escucha, no puedo estar cuidando de toda esa gente.
No soy una ONG. Tengo que trabajar. Tengo que vivir mi vida. Y no me
puedo permitir dedicar mi tiempo a ayudar a los muertos. Sobre todo
ahora que estoy en el paro.
—Vaya. No lo sabía. ¿Qué sabes hacer?
—Tengo un máster en Economía. Pero mi último trabajo
fue de cajera en un supermercado. Lo cerraron esta mañana. He estado
buscando todo el día. Cuando te encontré me acababa de sentar en aquel
banco para descansar. Hablar contigo fue una buena distracción que me
evadió de mis problemas, pero tengo que pensar en mí. Me he endurecido
mucho desde que descubrí esta facilidad para hablar con los muertos. Al
principio pensé que era una bendición. Pero en realidad es una
maldición. No me dejan tranquila. Me ven a distancia, y luego los muy
cerdos se van presumiendo de lo que he hecho por ellos, con lo que hay
una cola tremenda. De hecho cuando me espantaste a aquellos dos esta
tarde, había más aguardando la vez.
—¿Y por qué se fueron?
—Por lo que les dijiste. Y vieron que aquellos dos
se fueron a la otra dimensión. Y después de ellos vi a cinco o seis más
que se fueron detrás. Serías un buen ángel de la guarda, pero no de
los vivos, sino de los muertos.
—Bueno, mira, Maribel, podemos llegar a un trato: tú
me ayudas, y yo te ayudo.
—Ja. ¿Y qué puede hacer un muerto por mí?
—Te buscaré un trabajo. Si lo consigo, ¿me ayudarás?
—Vaya, al final no vas a trabajar para mí, voy a
ser yo la que trabaje para ti...
—Pues dame una señal. Baja y llama a un número de
teléfono. Tienes que decir una sola frase.
Se volvió. Se miro en el espejo de la entrada. Se pintó un poco los
labios, se atusó un poco el pelo, y volvió a salir. Llegó a la cabina
que había a cien metros de su casa, y sin quitarse los guantes, cogió el
teléfono y me preguntó:
—¿Cuál es el número?
El chaval se lo cantó. Y luego, cuando descolgaron, ella dijo:
—Busquen a José Mateo en el kilómetro 45 de la
carretera de Córdoba, en el río—. Y colgó.
Nos miró a los dos, y añadió: —Espero que sepáis lo que estoy haciendo.
Ya me lo contarás. Ahora os dejo, que tendréis cosas que hacer. —Y se
volvió a ir a su casa.
—A ver, José Mateo. He hecho esto por ti, pero ahora
tú tienes que hacer algo por mí.
—Claro.
—Quiero que te concentres. Y que asumas que has
muerto. Que ya no estás vivo. Que no vas a volver a ver a tus padres
más. ¿Has comprendido?
Me daba lástima el zagal. Me miró con cara de no comprender. Y
luego miró al suelo, resignado, y me dijo:
—Sí, claro. Pero ¿no me puedo quedar contigo?
—Podrías. Pero no sabría qué hacer contigo. La
verdad es que tampoco sé qué voy a hacer conmigo. Y los muertos no se
quedan mucho tiempo aquí. Debéis pasar a la siguiente dimensión.
—¿Y tú por qué no pasas conmigo?
—Porque me han puesto aquí para asegurarme de que
todos os vais. No debe quedar nadie en esta zona de nadie. Hay
algunos vivos, como Maribel, que os pueden ver. Y eso puede afectar sus
vidas. No es justo. Ya tienen demasiados problemas sin vosotros.
El niño miró al cielo y calló durante un largo rato. Al final me
volvió a mirar, y no lloró porque los espectros no lloran. Pero parecía
triste:
—¿Y ya no veré más a mis padres?
—Claro que los verás, José. Cuando se mueran. Ellos
irán a donde tú vas a estar.
—¿Sabes dónde voy a ir?
—No. Hasta ahora no he podido pasar. Estoy aquí de
escoba. Para que no se quede nadie.
El niño parecía que me creía. Pobrecillo.
—¿Y qué tengo que hacer para irme?
—Poca cosa. Primero, querer marcharte. En segundo
lugar, deshacerte de los restos de sentimientos humanos que te quedan.
—¿Cómo?
—Ese interés porque tus padres encuentren tu cuerpo
es un resto del gran cariño que les tenías. A veces pasa. Los espíritus
se quedan trabados en esta dimensión hasta que pierden ese resto. O
hasta que cumplan su deseo. Pero eso es peor, créeme. Piénsalo, y
pregúntate qué es lo que quieres. ¿Quieres seguir a la siguiente
dimensión, o prefieres quedarte aquí, conmigo, luchando con otros
espectros que te pueden hacer daño?
El chico miró hacia el suelo. Y cuando por fin me miró de nuevo,
me sonrió dulcemente, como supongo que sonríen los querubines, y me dijo
con alegría:
—Ya sé lo que tengo que hacer. Le daré recuerdos a
Dios de tu parte.
Y se iluminó su cara. Se iluminó toda su aura, y de repente,
¡plop!, desapareció.
—Me has hecho soltar una lagrimita, demonio—, me
dijo mi bruja en cuanto volví con ella.
—Soy el terror de las brujas—, dije con sorna.
—No, el terror no. Pero un manipulador sin vergüenza
sí que lo eres, tarugo. No sé qué le has dicho al niño, pero le comiste
el coco y conseguiste que se fuera.
—Sí. Y la verdad es que no sé si lo he enviado a la
nada, o si lo he enviado con ese Dios que todavía no sé si existe.
—Vaya, el ateo feroz convertido en agnóstico. Vas
bien.
—Bueno, no sé. Mira, ahora tengo un trabajito que
hacer en cuanto vea que no te molestan mis colegas. Por cierto, ¿a qué
hora sueles tener las visitas nocturnas?
—Dentro de un par de horas comienza el desfile.
Parece que se muere más gente de madrugada, o que me acaban localizando
a esa hora.
Miré el reloj.
—Vale, tengo un par de horas. Pero antes de irme,
dime, ¿qué sabes hacer, aparte de economías?
—Gracioso. Sé algo de informática. Utilizo
ordenadores desde que era pequeña, y he programado en Cobol y C++, pero
poco.
—Ajá. ¿Tecleas con los diez dedos?
—Sí, claro. Ya sé que casi nadie lo hace, pero así
acabo antes.
—Bien. ¿Aparte de tu carrera, controlas otras ramas
del saber?
—Me gusta leer. He leído mucho. Pero no, no he
estudiado otra cosa que Economía.
—Y ya es bastante, supongo. Bueno. Ya veré qué puedo
hacer.
—Hablas como si pudieras hacer algo.
—Ve tomándote un whiskey, y prepara otro para mí.
Enarcó las cejas:
—¿Ah, sí? ¿Bebes?
—Tú ponlo. Ya verás.
Y lo puso. Cuando se lo tomó me estaba contando su niñez, sobre cómo
descubrió los poderes que tenía. Al principio le parecía ver sombras.
Pero con el tiempo se fijó, y lo que habían sido sombras fugaces, se
convirtieron en personas.
—¿No te dio miedo?
—No, al principio me pareció divertido. Como a ti te
parece ahora.
—No. Me adapto—, dije con seriedad, —pero no me
divierto. En absoluto.
—Bueno, vale, perdona. Al principio eso de hablar
con gente del más allá me parecía divertido. Lo malo fue cuando
empezaron a pedirme cosas. Unas las podía hacer, como esta de llamar por
teléfono esta noche. Otras eran más difíciles, como ir a la policía con
información. En alguna ocasión cedí a su insistencia, y fui a una
comisaría. Los policías me miraban con desconfianza, y hasta llegaron a
interrogarme con mucha dureza. Pero cuando les decía que me lo habían
dicho los muertos, me soltaban porque se creían que estaba loca. Y ellos
tontos por hacerme caso. Con los años he llegado a hacerme muy dura con
ellos, y cuando ven que no les hago caso, se van. Me intentan pegar,
aunque no pueden, claro. Me insultan. Me dicen cosas horribles, pero ya
estoy acostumbrada.
—Bueno, todos no somos iguales.
—No. Tú eres un sol.
Ella ya se había terminado su whiskey, y en un momento de distracción
había dejado su copa y había cogido la mía. No sé si la había conseguido
inducir a hacerlo inconscientemente, o la inconsciencia la puso ella
misma. Al final, con las dos copas dentro, se puso un poco alegre, y se
fue a la cama.
—Bueno, tú eres un espectro, así que no puedo
excitarte, supongo, ni me atacarías, aunque pudieras.
Y ni corta ni perezosa, se empezó a desnudar. Con bastante naturalidad,
como si yo no estuviera allí. La verdad era que tenía un cuerpo menudo,
pero bonito. Se quitó todo lentamente, y cuando estuvo tan desnuda como
Eva, se metió en la cama.
—¿Ese es tu pijama?
—Sí. No se arruga cuando se moja. Y no hay que
plancharlo. Ni se me rompe—, me dijo con una sonrisa. ¿Te importa que
apague la luz?
—Tú misma.
No le dije que los espectros vemos sin luz, porque aprovechamos los
rayos infrarrojos y ultravioletas que el ojo humano no es capaz de ver.
Estuvo hablando hasta que se quedó dormida. Yo la escuchaba. Eso era
una costumbre de las personas que viven solas: que nunca tienen con
quien hablar, pero cuando cogen a alguien, le sueltan una letanía
increíble. Por suerte para ella, a mí me interesaba todo lo que me
contaba, y comprendía a la gente solitaria. Yo lo había sido durante mi
vida, a pesar de haber estado siempre rodeado de gente. De mucha gente
que no me comprendía. De gente que quería trabajar poco y ganar mucha
pasta, y no comprendía que el trabajo en sí puede ser una ocupación
apetecible, de forma que se puede ir haciendo cada vez mejor,
independientemente de que te paguen más o menos: el trabajo mismo
puede ser tu propia recompensa. A eso lo llaman trabajopatía
o alguna cosa aún peor sonante, pero a mí el trabajo me mantenía ocupada
la mente y el cuerpo astral que me quedaba, y me enseñaba cosas.
Me quedé velando su sueño, y a eso de las cuatro de la madrugada, vi
acercarse a su cama a un sujeto de mala catadura, que se quedó
petrificado cuando oyó una voz en su oído, cuando estaba a punto de
despertar a mi bruja:
—Si te pego una hostia te mato, hijo de puta.
Vuelto al instante hacia mí, preguntó:
—¿Quién eres tú?
—El que te va a partir la cara como despiertes a mi
bruja.
—¿Tu bruja?
—Sí. Búscate a otra. Esta yo la vi primero.
El sujeto se me quedó mirando, y me dijo, avergonzado: —Es que tengo
una cuenta sin saldar.
—¿Sólo una? Joder, qué suerte. No te imaginas la de
púas que dejé yo. Pero ya eso da igual. Mira, muchacho...
—Rodolfo.
—Pues mira, Rodolfo: resulta que ahora estás muerto.
Asume eso. Lo que pase en el mundo de los vivos ya no es cosa tuya. Así
que piérdete. No se te permite enredar en el mundo de los vivos ni
molestar a los vivos más.
—¿Y eso quién me lo va a impedir?—, me dijo con
desprecio: —¿Tú?
—Sí.
—¿Y cuántos más?
—La verdad es que somos tres.
El incauto cayó en la trampa, pues mientras miraba a nuestro alrededor
a ver dónde estaban los otros dos, me acerqué a él, lo cogí por un
brazo, y pensé en un lugar lejano, la cima del Pico del Teide. Allí era
una hora menos, claro.
—¿Dónde están los otros dos? ¡Eh, qué pasa?
—Los tres somos mis dos cojones y yo, desgraciado—,
dije mientras le daba un coscorrón con toda el alma. —¿Duele?
—No—, me dijo devolviéndome la mirada, con
altanería: —¿Tú quién coño eres?
—Bueno, pues aunque no te duela, soy el que te va a dar
la tunda virtual. A no ser que te comportes.
El pobre se sentó en el suelo, y miró a lo lejos. Se veían las luces
tenues de las poblaciones de las otras islas, a lo lejos. Estuvimos toda
la noche tratando sus quejas, sus problemas. Era un matón, de esos que
trabajan a sueldo para mafiosos. Y tenía un par de trabajillos
pendientes. Se lo habían cargado en un rifi-rafe, y quería venganza y
darle información a su jefe para que se cargaran a no sé quién.
—Rodolfo, chiquillo, eso ya no existe. Igual que
cuando te hiciste mayor ya no andabas con críos, ahora que estás muerto
no puedes andar con vivos. ¿No te das cuenta de que eso no es de
hombres? Es peor que abusar de un niño.
El hombre bajó la vista, y reconoció:
—Tienes razón. ¿Por qué no habré tenido un ángel de
la guarda como tú cuando vivía?—, obviamente me había bajado la
mayúscula, pero no me importó.
—Mira, Rodolfo, cuanto antes te dejes de esas
tonterías de vivos, antes podrás pasar a la siguiente dimensión.
—¿Crees que iré al cielo, un matón como yo,
responsable de veintisiete asesinatos?—, preguntó con voz trémula.
—El cielo es el lugar que tú te construyes, Rodolfo.
Mientras viviste hiciste un infierno de tu vida. Ahora puedes tener otra
oportunidad para construir tu paraíso. Despójate de tu odio, de tu
venganza, de todas las pasiones que tuviste. Incluso de las buenas. Y
piensa que hay un lugar. Un lugar para ti que no es este. Porque en este
lugar ya estuviste y no supiste aprovecharlo. Ahora aprovecha esta nueva
oportunidad que se te da.
A medida que le iba soltando toda esta retahíla, su cara se iba
iluminando con una sonrisa, tímida al principio, pero al final le iba de
oreja a oreja. Cuando terminé de hablarle, vi que detrás de él se veía
un paisaje maravilloso: el mar, y más lejos se veía la isla de Gran
Canaria, pues estaba amaneciendo. Atribuí la iluminación de su rostro al
amanecer. No obstante, los rayos del sol eran entonces rojizos, pero su
cara tenía una luz más blanca. Musitó un Gracias,
ángel, y ¡plop!, desapareció. Y allí me vi yo en el punto más
alto de España, hablando solo como un perfecto imbécil, mirando la
belleza natural de las Islas Canarias, y sin moverme.
De pronto volví a la realidad: “¡Cielos, el curro de Maribel!”