Este pequeño libro es el relato de la relación peculiar entre un abuelo y su nieto, que está radicada en el enorme amor que ambos sienten por la la literatura. Desde muy pequeño el niño, su abuelo interactúa con él de una forma bastante atípica: le enseña a leer, y más tarde le enseñará a escribir, pero sobre todo a apreciar lo que han escrito otros.
Este libro tiene un guiño al gran Antonio Machado y al instituto en que impartió clases de francés cuando era joven.
A lo largo de la narración veremos un par de sutiles puntos de inflexión que plantean una cuestión importante al lector, que la va resolviendo a lo largo de las páginas de este pequeño libro, sobre todo entre los puntos dos y tres de su argumento.
Espero que disfrute de esta historia tan entrañable en que por primera vez analizo las relaciones entre un niño y su abuelo. Si así no ha sido, estudiaré encantado las críticas que tenga a bien enviarme.
Este libro está publicado también en inglés y en Esperanto, idioma este último en que se puede leer la novela entera de forma gratuita.
A pesar de ser un libro tan corto, también tiene su índice:
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A continuación os presento el fragmento de las tres páginas del segundo fragmento de la primera parte del libro:
Durante dos primeros años mi interacción con el nieto fue más bien escasa, pues en realidad lo veía solo cuando sus padres tenían a bien venir por mi casa. Mi esposa los visitaba a diario, con gran alegría de los padres de la criatura, pues en realidad ella iba allí a trabajar: bañaba al niño, le acompañaba, se quedaba con él cuando sus padres se tenían que ir a trabajar, o cuando les apetecía ir al cine. Yo me cachondeaba de ella, pues cuando nuestros hijos eran pequeños nadie se quedaba con ellos. Pero Flor ya se había acostumbrado a ese tipo de burlas, y estar tirada en el suelo con su nieto le llenaba tanto, que me miraba con una gran comprensión cargada de lástima.
Aunque ya estaba jubilado, yo no estaba ocioso. Además de arreglar las cosas que siempre se desgastan o rompen en una casa, leía mucho, y sobre todo escribía. Siempre estaba tomando notas en una pequeña libreta que tenía en el bolsillo de atrás del pantalón, y cuando llegaba a casa las pasaba a la historia que llevaba entre manos, primero a un cuaderno, y luego a mi ordenador MacIntosh. Desde que había nacido el niño no había vuelto a escribir nada erótico, pues me había asaltado un escrúpulo bastante imbécil, si se tiene en cuenta que en los dos años transcurridos desde que escribí mi último libro erótico, Los escrúpulos de Jacinto, me había reportado treinta mil euros. No está mal para el trabajo de un mes de creación, ¿verdad? Sí, yo había desarrollado un don especial para poner en palabras lo que otras personas soñaban en lo más discreto de su mente, de donde no salían jamás por vergüenza o hipocresía, y no contento con ponerlo en palabras, las componía de forma más o menos artística, de modo que al lector le parecía que estaba viendo lo que yo, o sea William Teller, le estaba contando en el libro.
No obstante, en los dos años transcurridos no había sido capaz de terminar de escribir nada. Sí, se me habían ocurrido tres novelas eróticas, las tenía completas en mi imaginación, pero me había prometido no hacer nada que mi nieto no pudiera leer, y me había dedicado a tomar notas para una novela histórica encuadrada en la Guerra de Independencia de Cuba. Me había documentado muy bien, pero la trama no avanzaba. Lo que sí que se me ocurría era un sinfín de cuentos de tipo erótico a medida que me iba enterando de la idiosincrasia de la gente de aquella isla caribeña.
Mientras tanto el nieto iba creciendo. Todos los domingos venía con sus padres a comer, bueno a comer sus padres con nosotros, pues él se surtía suficientemente con la teta de su madre. Cuando me veía sucedía algo muy extraño: me sonreía y, si había estado llorando, se callaba. A un gesto mío me señalaba con ambos brazos, como diciéndome que quería que lo cogiera yo, y al tomarlo se ponía a tocarme la cara. En una ocasión me cogió las gafas, cuando él contaba apenas siete meses de edad, y me las tiró al suelo. No se rompieron de milagro. Pero aprendí la lección: estando el pequeño Julián cerca, las gafas tenían que estar a buen recaudo, lejos de su alcance. Yo le hablaba como si me entendiese, y a veces me parecía que así era: me sonreía, me decía ¡Gubuggú! o algo parecido, y yo seguía con mi perorata. Alguna vez me oyó mi hija en una de estas conversaciones, y pensó que estaba loco:
Pero sonó muy convincente, porque además de hablarle de las cosas que se veían por la ventana, como los árboles que mecía el viento o los pájaros que cruzaban volando entre una y otra rama, o las nubes que allí arriba se veían, también le hablaba del Malecón de la Habana, del crimen organizado en ese país, y de la novela que llevaba atascada ya varios meses.
Hasta que un buen día me sorprendió con una palabra:
No me lo podía creer. ¡La primera palabra que se le ocurría al niño había sido abuelo! Y la segunda palabra había sido no menos sorprendente:
Abuelo y Habana. No estaría mal para pseudónimo, pensé. Pero no, ya basta de pseudónimos. Desde ahora en adelante William Teller y similares habían muerto. Escribiría Matías Heredia, aunque sonase peor. Pero era mi nombre, y esperaba que empezase a sonar en lo sucesivo en los medios culturales de nuestro país.