Ricky Longstorm tiene problemas. Es un introvertido que tiene
dificultades para hablar con las mujeres. De pronto se encuentra a una
de ellas en un parque, contra un árbol, ¡y ella le habla!
Este es el punto de partida de la novela del mes de agosto, pues en ese
mes de 2016 y el siguiente os la puse para lectura gratuita en esta web,
después de haber leído
Abuelo y nieto
y El
pecado del talibán, que espero que os gustasen
también.
© 2014 Jesús Ángel. Esta obra no puede copiarse ni total ni
parcialmente sin permiso previo y escrito de los autores
Era
muy joven. Era una chica muy bonita, morena, bajita, encantadora. Ella
tenía todo lo que se puede tener en la vida para ser feliz, pero
estaba llorando. Lloraba tanto que no se se dio cuenta de que el
semáforo estaba rojo para ella. Ni vio al coche que apareció de
pronto. De pronto se vio tumbada cara al suelo con un brazo protector
sobre sus hombros. El coche se dio a la fuga, tras haber fallado el
golpe contra la cabeza de la chica por un par de centímetros. Debería
añadir que el brazo que la protegía y la presionaba contra el suelo
era el mío. Le acababa de salvar de una muerte segura.
—¡Oh, Dios mío! ¿Quién eres tú? —me dijo dándose
cuenta a medias de lo que acababa de ocurrir.
—¿Estás bien?, —repliqué. —Te pusiste delante de
ese coche. Parecía que querías suicidarte, pero en caso de que no
fuera así, pensé que yo tenía que hacer algo. Si quieres morirte, hay
muchos otros coches entre los que escoger, aunque yo no me voy a
quedar a mirar. Pero si no querías morir, jovencita, aquí tienes tu
vida.
La chica escuchó mi charla en silencio, pues estaba tan nerviosa que
no sabía qué decir, al parecer. Yo también estaba nervioso porque yo
sabía que podíamos estar muertos los dos. Si lo hubiese pensado, la
habría dejado morir. Pero le vi la cara tan triste, la cara de la
tristeza misma, que me tocó el corazón, por lo que supe que tenía que
hablar con ella. Quizá me diera una cita. Y luego vi el coche.
Me miró en silencio. Y allí estábamos los dos, tumbados en la acera
boca abajo, mirándonos, con mi brazo todavía sobre sus hombros. De
pronto me di cuenta y lo quité de allí, y los dos estallamos en una
carcajada nerviosa, como si estuviéramos locos. No había nadie por
allí, pues era la hora de la siesta.
Me comencé a levantar y a ayudarle a ella a hacerlo. Era muy hermosa
y delgada, casi anoréxica. Era muy joven y sus ojos eran enormes,
brillantes y marrones. Me sonrió y me dijo:
—Gracias. Te debo la vida.
—Bueno, me bastará con una cita, —repliqué sin
pensar.
—¿Una cita?
—Mi psicóloga me acaba de decir que tengo que
intentar conseguir una cita con una chica bonita. Dice que me hará
mucho bien. Algo así como ayudarme en mi problema, el que quiera que
sea. Pero... seguí, parece que hay problemas mucho peores que el mío,
según veo.
—Ajá, —ella asintió. —¿Tienes un problema con las
mujeres?
—Bueno, no exactamente, —intenté ser optimista,
—acabo de tirarme a una.
—¡Oh, qué gracioso!, —dijo ella, nerviosa. Pero
luego sonrió y añadió: —Tienes razón. Me tiraste, y te lo agradezco,
porque así me salvaste la vida.
—Pero dime: ¿querías de verdad que ese coche
acabara con tu vida? A propósito, ¿cómo te llamas?
—Yo soy Marina. ¿Puedo saber el nombre de mi
salvador?
—Ah, Rick. Ricky para los amigos.
—Bueno, supongo que esto me convierte en tu amiga,
Ricky.
Mientras hablábamos nos poníamos en pie, y cuando ya estábamos de
rodillas, aquella chica me abrazó con tanta fuerza como pudo, y luego
me besó en la mejilla con mucho ruido.
—Nunca olvides mi beso, Ricky, mi salvador, —dijo.
—Pero todavía no me has contestado, —le dije
ayudándola a ponerse en pie del todo.
—Bueno, no me di cuenta de que ese coche iba a por
mí, Ricky. Pero no me habría importado que me alcanzase. Todo habría
sido más rápido para mí.
—¡Mas rápido! ¿Qué quieres decir con más rápido?
—Vengo de la consulta del médico, Ricky. Me acaba
de decir que tengo cáncer.
—¡Cáncer!
—Sí. Cáncer de hueso. Me caí en mi casa la semana
pasada y me duele la rodilla. Fui al médico y me han hecho unos
análisis. Hoy han salido los resultados y me han dicho que es cáncer.
Me dijo que si no me trato duraré un mes, puede que dos.
—Oh, —dije, sin poder decir nada más. La vida no me
había preparado para una situación como esta.
—¿Cuántos años tienes, Marina?
—Diecisiete.
—¡Diecisiete! ¡El cáncer debería estar prohibido
cuando uno tiene diecisiete!
—Ya lo sé. Pero es lo que hay.
La verdad es que yo no sabía qué hacer. Por eso dije algo realmente
estúpido:
—¿Sabes lo que haría yo si fuera tú?
—¿Qué? ¿Suicidarte?
—No. Preguntarle a otro médico. Para ver si es
verdad. Ya sabes, la gente se equivoca de vez en cuando, y los médicos
son gente también.
Ella me miró asombrada. Luego sonrió con tristeza, y me dijo:
—Gracias, Ricky. Durante unos segundos me
convenciste. Te quería creer. Pero los médicos no se toman estas cosas
a la ligera. Si me dice que tengo cáncer, el médico tiene que estar
seguro. Además, me espera mañana en el hospital para darme la primera
sesión de quimioterapia. A ver como se lo digo a mi madre...
—¡Mañana!, —exclamé. Eso no puede ser. Esta
chica llegó a mi vida de repente y no se puede marchar igual de
rápido, pensé con desazón.
Levanté la vista y vi una placa en la pared: «Dr. Jones, Oncólogo».
—Bueno, Marina, te diré lo que haremos: vamos a
preguntarle a ese tío de ahí. Si está de acuerdo con su colega, me lo
creeré.
—Pero yo no tengo dinero, Rick. Querrá cobrar la
visita.
—Oh, no te preocupes. Yo pongo el dinero.
—No sé... Bueno, vale, tú eres mi salvador, así que
confiaré en ti una vez más.
Así que tocamos en la puerta y preguntamos que si podíamos ver al
doctor. La enfermera nos miró con sorpresa, pero antes de que nos
pudiera preguntar que si teniamos cita, yo añadí: Estamos muy
preocupados.
—Veré lo que puedo hacer. El doctor estaba a punto
de irse.
Ella se fue a la otra habitación y oímos unas voces. Después de unos
minutos, salió.
—El doctor les verá. La visita cuesta £200.
Marina se giró hacia la puerta, pero yo la tomé por el codo y la hice
mirarme para decirle: —Mira, muñeca: es ahora o nunca. Haz lo que te
digo.
Saqué mi cartera y le di a la enfermera las últimas 200 libras que me
quedaban.
El doctor era un hombre mayor que tenía la pinta del abuelo bonachón
que a todos nos gustaría tener. Era muy amable y escuchó mi resumen de
la historia clínica, ya que ella no decía una palabra:
—Bueno, doctor, Marina tiene diecisiete años y fue
al médico porque le dolía una rodilla. Le hicieron unos análisis y
llegaron a la conclusion de que tiene cáncer de huesos. Pero yo creo
que eso no puede ser. Las chicas de diecisiete no tienen cáncer,
¿verdad?
—Oh, joven, —dijo el doctor, —hasta los niños de
ocho años pueden tener cáncer hoy en día. Sean chicos o chicas.
—Pero podemos hacer algo, ¿no?
—Bueno, dejemos que hable ella, para empezar, amigo
mío, —me dijo con una sonrisa.
—Bueno..., yo..., dijo ella.
—¿Cómo te llamas jovencita?
—Marina. Me llamo Marina Williams.
—Bien, Marina. ¿Tienes los informes del hospital?
—Sí, doctor. Venía de allí cuando tropecé con
Ricky. —No caí entonces en lo irónico de su frase.
—Permíteme verlos, por favor.
El doctor los estudió con calma mientras su frente se arrugaba aún
más de lo que ya estaba antes. Luego estudió las placas de rayos X y
miró las piernas de Marina. Ella llevaba minifalda, por lo que pudo
verlas bien, y luego sonrió.
—Bien, Marina, por favor, siéntate ahí, —dijo
señalando una camilla situada en alto, que tenía allí para examinar a
sus pacientes.
—¿Me salgo fuera, doctor?, dije.
—Oh, no, amigo mío. Usted puede verlo todo, no se
preocupe.
—¿Me tumbo?, —preguntó ella.
—Oh, no, no hace falta. Siéntate ahí y cruza las
piernas. Deja la rodilla que te duele encima de la otra. Son tus
rodillas lo que quiero ver.
Así lo hizo y sus dos pies estaban en el aire, porque la camilla
estaba alta.
—Así que esta es tu rodilla delicada, Marina,
¿verdad?, —dijo señalando su pierna derecha, que estaba sobre la otra.
—Eso es, doctor.
La presionó con la palma de la mano, y luego con la punta de los
dedos. Luego sacó un martillito de caucho y metal y le dijo:
—Vamos a imaginarnos que esta pierna no es tuya,
Marina. Mírame a la cara y dime qué sientes.
Mientras ella le miraba, él le golpeó con suavidad con el martillito
en la rodilla. El pie subió unos centímetros en el aire tras cada
toque.
—¿Duele?
—No, doctor.
—¿Qué sientes?
—Absolutamente nada, doctor.
Frunció el ceño, y luego le dio bastante fuerte.
—¡Ay!, —se quejó.
—Pensaba que no sentías nada, —dijo sonriendo.
—Debo decir que cualquiera hubiera sentido el dolor, Marina, pero
algunos no tienen sensibilidad. Por eso te di tan fuerte.
—No pasa nada, doctor.
—Bueno, esto no es tan malo como yo pensaba al
principio. No vayas mañana a la quimioterapia. En su lugar te voy a
pedir unos análisis, algunos de los que ya te han hecho, y otros
nuevos, más especializados.
—Pero, doctor...
—¿Sí?
—Yo no tengo dinero. Por eso fui al Hospital de San
Patricio. Pertenece a la Seguridad Social.
—Ah, ya veo... Bueno, los jueves yo paso consulta
en el Hospital de San Pablo, que también pertenece a la Seguridad
Social. Ven mañana a las ocho en punto. No desayunes. Ven a mi
consulta y dile a la enfermera que me pregunte. Dile que yo te di la
cita en persona, que te llamas Marina Williams... A propósito, ¿esta B
qué significa?
—¿B? ¿Qué B?
—Aquí dice Marina B. Williams.
—El nombre de soltera de mi madre era Bates. Me
pregunto cómo se han enterado. Yo nunca lo uso.
—Listos que son en San Patricio, —dijo el Doctor
Jones con una mueca.
Luego me miró y añadió: —Asegúrate que esté allí a las ocho en punto
de la mañana. No la dejes ir más a San Patricio, por favor.
—Allí estaremos, doctor, —le dije.
Pronto estuvimos fuera de la consulta, andando hacia su casa.
—Bueno, no sé cómo te voy a devolver el dinero,
Ricky. Yo no tengo dinero propio, y mis padres tampoco.
—No te preocupes, Marina. Él es buena persona. Se
encargará de ti. Mañana estaré aquí a las siete y media. Estaré a tu
lado. Luego, cuando terminen de hacerte los análisis, te invitaré a
desayunar en algún sitio.
Al día siguiente los análisis fueron sencillos y rápidos. Después de
terminar de hacérselos, fuimos a desayunar.
—¿Tú no trabajas?,— me preguntó.
—Bueno, sucede que estoy de vacaciones ahora,
—contesté. —Pero vuelvo al trabajo dentro de dos días.
—¿Qué haces en vacaciones?
—Oh, no mucho, en realidad. No tengo dinero para ir
a ningún sitio. Pero es bueno estar aquí sin trabajar mientras todo el
mundo lo hace. Me paseo, voy a la biblioteca pública, al cine, hasta a
la sala de conciertos... Ya ves, hay mucho que hacer aquí, en Londres.
No hace falta irse a ningún otro sitio para pasáselo bien.
—Oh, ya veo. Es una pena que yo no pueda hacer eso.
—No pienses eso, Marina. Todo va a ir bien. Ya lo
verás.
—Ojalá. Dios te oiga.
Dos días más tarde fuimos a ver al médico otra vez.
—¡Es lo que yo pensaba, jovencita!, —comenzó el
doctor. —Cuando te di con el martillo donde se suponía que estaba tu
cáncer, no soltaste un aullido, por lo que sospeché inmediatamente de
un error médico; si bien también estaba la posibilidad de que tu
cáncer fuese incipiente, por lo que te mandé los análisis otra vez.
Estos nuevos dicen que tienes un chichón de varios días en un hueso
que está justo debajo de tu rodilla derecha, a consecuencia de tu
caída, pero que no hay cáncer que valga. Ya se lo he dicho a tu médico
de San Patricio, porque tiene que haber alguien de nombre similar al
tuyo que tiene cáncer y no lo sabe. Pero en cuanto a ti, tienes un
estado de salud que para mí lo quisiera.
Marina empezó a llorar cuando oyó eso.
—¡Oh, doctor! ¿Está usted seguro?
—Estoy tan seguro como que es de día ahora,
jovencita. Tienes una vida maravillosa ante ti, quizá cincuenta,
sesenta años o más para vivir. Aprovecha cada segundo de ellos, sería
mi recomendación.
Cuando salíamos de la habitación, Marina me apretaba el brazo con
mucho afecto. La enfermera nos sorprendió de nuevo:
—Dice el doctor que no les cobre por esta visita.
Por desgracia no damos estas noticias todos los días, y estamos
contentos nosotros también, —dijo mientras nos abría la puerta para
que saliéramos.
Cuando estábamos fuera, Marina dijo:
—Ricky, me has salvado la vida otra vez. Te quiero.
Yo no sabía qué decir. De hecho no sabía por qué había insistido
tanto en que ella viera a otro médico, ni tampoco por qué me había
gastado las doscientas libras en la primera visita. Pero me sentía
unido a aquella muchacha.
—Bueno, Marina, —dije al final, —estás agradecida,
eso es todo. No me conoces, y yo no te conozco. Pero todo lo que yo
quiero es una cita. O, bueno, dame dos.
—Tonto.
Toda mi vida había odiado esa palabra, pero en sus labios sonaba como
la música.
—Lo sé, Marina. Yo también estoy contento. Vamos a
tu casa a decírselo a tus padres. Estás vivita y coleando.
—Bueno, no les llegué a decir que me iba a morir.
No todavía. Se lo iba a decir el día en que te conocí, pero no lo hice
porque fuimos a este médico, y por eso ellos no están preocupados.
Nunca lo estuvieron porque no lo supieron.
—Bien, entonces. Vamos a tomarnos un helado.
Nos sentamos en una heladería al aire libre y estuvimos charlando
durante horas. Luego la acompañé a su casa, y al día siguiente tuvimos
nuestra primera cita formal. La primera de mi vida.
—Pero esa no fue una cita normal, —me dijo Sam, mi
psicóloga, en mi siguiente visita. —¿Has intentado quedar con otra
chica?
—No..., bueno..., si estoy con Marina no puedo
estar con otra chica.
—¿Tienes una relación formal con ella?
—Bueno, no quiero arriesgar lo que tengo.
—Ya veo, —dijo Sam mientras escribía en el
cuaderno. Luego añadió: —¿Qué tienes?
—Bueno, no lo sé. Me gusta ella, a ella le gusto
yo... ¿Qué más tiene que haber?
—Sí, tienes razón. Pero escucha, —dijo ella
lentamente, —a esa chica le has salvado la vida dos veces. Ella está
agradecida, y eso puede ser todo. Puede haber otro chico más joven del
que se enamore. Y eso os hará daño a los dos, mucho más que si lo
dejáis ahora. Pero puedes seguir siendo su amigo. Creo que tú
necesitas otra chica, aunque sigas viendo a Marina.
—Bueno, podría hacer eso. Pero no quiero hacerle
daño de ninguna manera.
—Eso es un gesto muy bonito por tu parte. Pero
necesitas conocer a otra chica, también. Una a la que no le hayas
salvado la vida.
—Supongo..., —dije, comprendiendo su punto de
vista.
—¿Qué hiciste en tu primera cita con Marina?
—Fuimos al cine.
—¿Qué visteis?
—Una comedia tonta llamada Crash.
—¿Os lo pasasteis bien?
—Sí, nos reímos mucho.
—¿Y luego?
—Después del cine paseamos por el parque y hablamos
de sus problemas. Ella está en el último año del instituto, pero con
todo este asunto ha perdido la concentración y algunas clases, y tiene
miedo de no aprobar sus exámenes.
—Entonces ¿qué va a hacer?
—No hay mucho que pueda hacer, supongo. Tendrá que
hacerlos de nuevo el año que viene.
Samanta anotó todo lo que yo decía. Luego me miró de nuevo y me dijo:
Sigo pensando que necesitas otra cita. Alguien de tu edad, o más cerca
de la tuya cerca que de la de Marina.
—Muy bien. Lo intentaré.
—Mira, no puedes proyectar el papel de tu madre en
una niña de diecisiete años.
—No, no lo hago.
—Tampoco puedes ser la madre
protectora de esa muchacha.
—Lo sé.
—Por eso tienes que cambiar a otro papel. Ir a
sitios, hablar con gente. Encuentra otras chicas. Y cuando las
conozcas, decide a cuál eliges.
—Sí, Sam.
—Eso es todo por hoy. Tu tarea para los próximos
dos meses será tener otras citas, conocer y escoger.
—Muy bien.
Si le ha gustado este libro, puede leer otros del mismo autor, cuya
referencia encontrará en http://www.obracompleta.com: