En esta quinta parte de nuestra antología del cuento en diez volúmenes nos sumergimos en el mundo de la fantasía con doce cuentos de doce autores diferentes. Viviremos los mundos de las hadas, de los sueños y de la magia que hay en cada uno de los actos que vemos cada día y que descubriríamos con sólo mirarlos de un modo diferente, como hacen nuestros autores. Porque la fantasía está en cada uno de nosotros, al igual que la felicidad y la bondad. Sólo tenemos que buscarla y sacarla de dentro, como hacen estos escritores, cada uno a su aire.
Este es el el índice:
Las hadas son mujeres hechas de aire que a duras penas las puedes ver. Son la antítesis de las brujas, que son gordas, sebáceas, repugnantes, con granos en la nariz y aliento fétido. Las hadas huelen a rosas, a veces a violetas, y raramente a menta.
Una de estas con olor a menta, ojos verdes y pelo blanco me visitó el mes pasado. Me dijo que todo me iba a ir bien desde ahora, porque ella ya se ocupaba de mí. Y entonces me desperté. Lástima. Era tan bonito que tenía que ser un sueño.
Lo malo es que yo soy un hombre obtuso, tenaz y orgulloso. De esos que nunca hacen promesas, pero que si alguna vez se les ocurre hacer alguna, son capaces de parar el mundo e invertir su marcha para que se cumpla lo prometido. Porque lo prometido es deuda y un hombre paga las deudas. Por eso espero lo mismo de los demás: a un hombre se le pagan las deudas. Así que ese sueño se me debía. Y la busqué por todas partes. Por arriba y por abajo. Indagué y me dijeron que el País de las Hadas estaba lejos, muy lejos, pero nadie sabía en qué dirección estaba. Yo le pregunté a Google Maps, y me dijo que estaba lejos, pero cuando estaba calculando la distancia se me colgó el ordenador y me quedé sin enterarme a qué distancia estaba. Eso me mosqueó mucho.
La noche siguiente me visitó de nuevo. No le vi las alas, pero debía tenerlas, porque la vi posarse en el centro de mi habitación. Creía que dormía, y se me acercó y me besó en la frente.
—Para que no tengas malos pensamientos—, me dijo.Respiró dos veces, me tiró un poco de su polvo mágico soplando desde su mano y se fue de nuevo volando.
Pero ella ya no respondió. Sólo el ulular del viento, puede que en mi imaginación, el viento y nada más.
Me toqué la frente: estaba caliente. Y yo me sentí diferente. Mi hada tenía alas amarillas..., o no las tenía, pero volaba. Mi hada tenía medio metro de altura, pero era muy bonita. De pelo rubio platino (o sea, blanco brillante) con mechas grises. Y un traje vaporoso que no dejaba ver nada.
Y ya no soñé con ella hasta seis días más tarde.
Intrigado, me bajé de la cama y me dirigí a ella, aunque me sorprendió ver que mi cuerpo se quedaba allí, tumbado en el lecho, durmiendo plácidamente, con un suave ronquido, yo que no ronco nunca, mientras sonreía de felicidad. Me volví hacia mi hada, que no tenía alas a la vista, pero sí una sonrisa mágica mientras acoplaba su tamaño al mío, mis humildes ciento sesenta centímetros de estatura. De eso sí que me di cuenta.
Y ¡plop!, desapareció de repente, sin darme el beso en la frente.
Pero caí dormido de pronto, y por la mañana me noté diferente. Supe por qué cuando me toqué la frente. Sí, allí estaba su beso, tan fresco como si fuese reciente, caliente, a labios de hada allí lo sentí, y sonreí.
¿Era un hada de verdad?
La busqué por doquier, y hasta arriba y debajo del somier. Pero nada, ella no estaba, aunque yo verla ansiaba.
Pero otra vez vino, aunque por qué no lo adivino. No estaba, y ¡plop!, allí la contemplaba.
Me di cuenta esta vez de que sus ojos claros, bonitos, penetrantes, me atravesaban. Ojos indagadores y curiosos, pero que daban tranquilidad.
Me alcé y salí de casa. Diez minutos más tarde dije:
En ese momento compré el periódico.
El periódico publicaba la esquela de José Fuentes García. Mi hada verdad decía.
Me pregunté en ese momento si Pequeña no sería hija de mi imaginación.
Mal rollo esto de tener un hada a la que no puedes ver.
Levanté el pedrusco que me decía, y debajo encontré un billete de 500.
Me quedé pensando. Sé cuándo nací. Me gustaría saber cuándo desnaceré. Pero eso es algo mutable, según Pequeña. La muerte siempre me ha atraído. La mía y la de los demás. Es cuando se acaba todo, el fin de fiesta, The End, cuando se apaga la pantalla y se encienden las luces para que te vayas a tu casa. Solo que no hay luces ni casa tuya nunca más. Después de la muerte ya no puede uno hacer nada.
Las preguntas que le hacía a mi hada de cabecera no eran las adecuadas. No sólo no me sacaban de dudas, sino que me metían más en ellas.
Aquel día ya no volví a hablar con Pequeña. Fui consciente de que ella estaría ya conmigo para siempre, o hasta el momento de mi muerte. La muy ladina no me habría dicho nada sobre mi muerte si yo no se lo hubiera preguntado. El arte de hablar con las hadas, deduje, consiste en saber qué preguntas tienes que hacerles, y hacérselas. Y jugar con sus respuestas.
Ese día comprendí que la vida es un juego, y hay que saber jugar. No se pueden quebrar las reglas del juego, pero sí que se pueden crear reglas nuevas a partir de las que ya hay. Superarlas, mejorarlas.
Mi hada había puesto dos reglas: preguntarle y pedirle. Ella siempre respondería. Y yo había innovado con otra regla nueva: siempre con la verdad.
Al día siguiente fui al cajero a por dinero. Pero estaba roto: No funciona, decía el dichoso cartelito. Tuve que entrar en el banco para que me dieran dinero. Lo que vi no me gustó nada:
Me di la vuelta con ganas de salir corriendo, pero recordé las reglas de mi hada, y le pregunté en un murmullo:
Bloqueé la puerta con el cerrojo y le di la vuelta al cartelito que colgaba para que en lugar de Abierto desde fuera se leyese Cerrado. Luego bajé la persiana.
Allí había diez personas tiradas en el suelo mientras otros dos enmascarados con sendos pañuelos recogían todo el dinero de la caja.
Pero yo dije, muy bajito, como para mí, —Pequeña, ¿puedes hacer que alguien llame por teléfono a uno de estos?
En ese momento sonó el teléfono del despacho del director de la oficina.
Los atracadores se quedaron inmóviles. Luego uno de ellos apuntó al empleado más cercano y le dijo:
El que estaba más alejado del teléfono se acercó, con paso lento e irregular.
Luego se volvió a los otros dos y les dijo:
—Aligerando, que mi vieja está en la UVI.Terminaron de llenar el saco y salieron del banco, quitándose el pañuelo a medida que salían y dejando las escopetas en la entrada.
Mala suerte para ellos: en ese momento pasaba un coche de la policía municipal por allí, y el conductor vio al último de ellos quitarse el pañuelo.
—¡Atraco a las nueve!—, gritó a su compañero mientras frenaba en seco.Los atracadores se encontraron encañonados por los dos policías y se quedaron quietos, sin saber qué hacer. De pronto dejaron caer los sacos al suelo y se fueron corriendo.
—¡Alto o disparo!—, dijo uno de los dos agentes. Y disparó.Al aire, dijo luego, pero le dio a una maceta que había en un primer piso, que saltó hecha añicos y el cactus que contenía cayó sobre Paco, que creyó que le habían dado en la cabeza, y se tiró al suelo. Los dos agentes esposaron a los otros dos, y luego fueron a por Paco. Al tiro acudió una patrulla de la Policía Nacional, y entre los cuatro se llevaron a los delincuentes a la comisaría más cercana, tras comprobar que en el banco todos estábamos bien.
Cuando salí de allí me acordé de que no había sacado el dinero, pero ya habían cerrado la oficina debido al susto de los empleados.
—Esta es mi prórroga, ¿verdad, Pequeña?Dos calles más allá había otro cajero. Saqué cien euros y me fui a tomar un par de whiskys. Me los merecía. Los necesitaba.
Me lo pensé un rato... Si, eso de estar junto a un berzas como yo día y noche sin poder hablar hasta que te hable, y contestar siempre y acceder a sus deseos siempre puede ser un castigo, y muy serio. Para mí, al menos.
Esta chica me hacía pensar mucho...
Obedeció mi hada al punto. Sí, ya podía decir que era mía, porque hacía todo lo que yo le decía.
Ella se acercó a mí y abrió los brazos, los puso a cada uno de mis lados y los acercó entre sí como para estrecharme contra su pecho. Pero no me tocó ni con los brazos ni con su pecho. Se acabó abrazando a sí misma a través de mí.
Se echó hacia atrás, y cogiendo carrerilla pasó a través de mí. Fue como notar el soplo de la brisa en mi rostro y en mi cuerpo. Un aire cálido, tanto como su beso. Me sentí mejor que antes.
Volvió a atravesarme rápidamente, sin tomar carrerilla. ¿Les han besado a ustedes todo el cuerpo al mismo tiempo? Eso es lo que sentí yo en ese momento.
Dentro de un año voy a tener cincuenta y dos años. Los 56 es muy pronto para morir...
Llamé al médico y concerté una cita para hacerme una colonoscopia. Dos días más tarde me la hicieron y encontraron dos pólipos del tamaño de un garbanzo. Los analizaron y una semana después me informaron de que eran malignos. Tendría que repetir la colonoscopia cada año.
Ella no contestó. No era extraño: no le había hecho ninguna pregunta.
Me saqué del bolsillo dos cosas: mi licencia de conducir y el mechero. Con el segundo le pegué fuego a la primera. Luego saqué el móvil del bolsillo y llamé:
Luego me senté en una terraza y me tomé un Vermouth con limón.
Tomé el paquete de Ducados y lo tiré en una papelera, junto con el encendedor.
Le pagué al camarero y me fui de allí.
Lo anoté en mi agenda. Luego la llamé:
Después de cortar la llamada tuve necesidad de mi Pequeña de nuevo.
Aquello me dejó asombrado, sin palabras. Yo ya no sabía si Pequeña existía o no. Si yo la había creado, o si ella ya existía. Pero había hecho cosas por mí que yo no podía haber hecho: la llamada a los atracadores, el teléfono de Andrea...
Y diciendo esto fue perdiendo color hasta mostrar sólo una silueta indefinida, borrosa.
Al caer dormido noté que en mi frente se posaban dos mariposas. Eran los labios de mi hada particular, mi hada de cabecera, mi Pequeña. ¿No les parece a ustedes fantástico?