El miedo es un sentimiento desagradable que ha acompañado
al ser humano desde el principio de los tiempos. Dicen que es un
sentimiento muy sano, puesto que nos ha obligado a desarrollar
estrategias para sobrevivir. Cuando el ser primitivo oía el rugido del
león, se subía a un árbol, o salía corriendo y se metía en un agujero,
o bien se unía a otros semejantes a él y entre todos les clavaban sus
lanzas al felino, que se tenía que ir o morir. Y si todo nos falla,
dicen que el cuerpo segrega endorfinas a instancias del miedo tan
grande que tenemos, de modo que tengamos un morir más dulce. La muerte,
el dolor, la posible falta de alguien que queremos, o la posibilidad de
que algo nos amenace nos causa miedo, y en las páginas de este libro
conocemos historias que ilustran nuestros miedos y sus
consecuencias.
Esperamos que este volumen y los demás que hemos escrito y estamos escribiendo te hagan pasar momentos inolvidables.
Parecía que por fin se iban a casar los incasables. Silvia y Sergio eran dos personas retraídas, rencorosas, acomplejadas, de esas que pensaban que el mundo la tenía cogida con ellos, y el mundo los había hecho así. Por eso el mundo tendría que pagar por ello alguna vez. Porque ellos, claro, no tenían culpa de nada. Ni juntos ni por separado.
Y, sin embargo, al final habían conseguido lo inimaginable: conocerse, charlar, caerse bien, simpatizar, y después de tan sólo quince días, cuando ya se lo habían dicho todo, anunciaron a sus familias respectivas que se iban a casar.
Ellos no tenían muchos amigos, y sus familiares no llegaban a treinta, entre los dos. Sus madres, la de ella y la de él, no podían evitar las lágrimas, quizá porque era lo que se esperaba de ellas, quizá porque lo sentían de verdad. ¡Por fin se casaba su hijo! ¡Su hijita querida había conseguido formar una familia, a pesar de todo!
Y ellos dos allí arriba, sonrientes, sentados a la derecha del sacerdote, tres escalones más arriba que el resto de la gente. Porque era su día. El de los novios, y también el del cura, pues la ceremonia del matrimonio es la más festiva, la más agradable que se celebra en iglesia alguna, fuera de algún bautizo que por sus circunstancias especiales no supone ningún incordio por parte de ningún crío, sea el protagonista o uno de los invitados. Pero en las bodas todo el mundo está feliz: unos porque el evento les recuerda su propia boda, que se realizó hace un tiempo más o menos largo, y que a pesar de los pesares siguen honrando todavía; y otros porque ansían estar en el puesto de los novios algún día: de ahí el rito ese tan extraño de que la novia tira el ramo y la afortunada que lo coge al vuelo es la próxima en casarse, que por lo visto es un premio, privilegio o fortuna.
Y mientras tanto, allí arriba, junto al Padre Herminio..., ¿qué pasaba por la cabeza de los contrayentes mientras el cura leía el capítulo 13 de La epístola de Pablo a los Corintios, sobre el amor, aunque él dijera caridad, que es como llaman al amor los cristianos? Y ellos lo eran, aunque nunca hubieran pisado una iglesia.
Sergio siempre había sido un niño muy escuchimizado. Sus compañeros de colegio le habían maltratado siempre de palabra y de obra. Y allí estaban todos con sus familias, sus esposas, sus hijos, algunos eran todavía bebés.
Su padre le había reñido siempre, hasta el día anterior a la boda le había insultado porque no estaba de acuerdo con la disposición de los invitados en el banquete de boda. Pero, para variar, Sergio sonrió, condescendiente. Al fin y al cabo, ¿qué más da dónde se sienta cada uno? El banquete no se iba a celebrar, de todas formas, aunque eso sólo lo sabían los novios..., todavía.
Silvia era hija única. Su padre esperaba un niño cuando ella nació. Nunca se cuidó de expresar su profunda decepción. Es muy difícil congraciarse con un padre que no te perdona que eres mujer y no hombre. Porque no hay nada que tú puedas hacer.
Su madre había tenido culpa también, pues tras haberla dado a luz a ella se se había negado a tener relaciones sexuales con su marido. No quería pasar por los dolores de parto otra vez. La maternidad no era para ella, decía. En una de esas numerosas discusiones que tenían sus padres sin importarles si ella estaba delante o no, o de qué edad tenía, ellos se echaban todo eso en cara, y muchas miserias más.
Aquella era una boda atípica. La iglesia estaba tan llena como puede estarlo una iglesia pequeña de apenas doscientos asientos. Había muchos niños, incluso de pecho, pero ninguno lloraba. Ninguno gritaba pidiendo comida, y forzando a los padres a salir de allí. Todos dormían en los brazos de sus mamás, o en el cochecito que estas tenían junto a sí. Los cuatro o cinco ateos oficiales de la reunión habían entrado en la iglesia cuando lo hicieron los diez o doce fumadores que habían salido a fumarse el último pitillo, pues estaba próximo el momento en que los novios iban a pronunciar sus votos.
Primero se acercó Sergio al micrófono, para romper con la costumbre atávica de las damas primero, aunque su dama estaba de pie a su lado.
Este Sergio siempre será un tolili, pensó su padre cuando vio que él, y no ella, tomaba posesión del micrófono. El cura acababa de decir: «Ahora los novios dirán sus votos particulares el uno al otro antes de que yo les haga las preguntas canónicas para que estén unidos para siempre. Adelante, Sergio».
El prelado sonrió, asintiendo.
Sergio prosiguió, tras sacarse un pequeño papel del interior de su chaqueta:
Este Sergio siempre dando la nota, pensó el padre de la novia. ¿Se puede ser más imbécil? Pobrecita de mi hija... Con todos los buenos partidos que hay por ahí ha tenido que cargar con este tarado.
El hermano de Sergio, tres años mayor que él, y sin embargo más bajito, se llevó la mano a la boca para no reírse sonoramente ante semejante memez. Le vino bien el movimiento, pues así disimuló un bostezo repentino. La noche anterior se había ido de juerga y había dormido poco. El día antes no había dormido nada, porque era la despedida de soltero de su hermano. Entre él y varios amigos suyos y de él habían financiado el alquiler de una prostituta, que salió de dentro de un enorme pastel que habían introducido entre cuatro o cinco de ellos en el local. Cuando Sergio iba a cortar la tarta vio como el primer piso, de los diez que tenía la misma, se elevaba, apareciendo la cabeza de una muchacha muy guapa que le guiñó un ojo y le dijo: ¡Sorpresa! Hola, Sergio.
Los amigos se hicieron cargo de los demás pisos, que en realidad eran una serie de sectores cilíndricos de radio creciente, y eso permitió que saliese la chica, totalmente desnuda, de dentro del pastel.
Ella se dirigió a Sergio y lo rodeó con los brazos y le dio un beso con lengua.
Sergio se sentó, pero ella no se sentó en otra silla, sino sobre él.
El homenajeado nunca había tenido a una chica encima. Ni acostado ni sentado. Estaba átono, sin saber qué hacer. Por eso no hizo nada.
Le gustaba el tacto de aquella mujer. Tendría veinte años, cuatro menos que su novia. Sus amigos y su hermano no le quitaban el ojo de encima a él.
Sergio miró a la chica, que era la única mujer en la reunión. La interrogó con la mirada, y ella asintió con la cabeza, a la vez que se llevaba la mano de Sergio al sexo.
El de Sergio, por cierto, estaba más duro que en toda su vida. Tan duro, que le dolía.
Pero Sergio quitó la mano del sexo de ella, y oprimiéndole ambos hombros con las dos, repitió muy serio:
Ella recuperó la sonrisa al ver que él le soltaba los hombros.
Sergio se estaba poniendo serio otra vez. Sus amigos, todos en silencio tomando copas, le habían la habían aleccionado para esta eventualidad:
Ella le acarició el cuello y le besó.
Este la tiró al suelo y se bajó los pantalones, entrando en ella como un animal.
Los demás varones se dedicaron a contar el número de embates de Sergio sobre la muchacha en voz alta, muy alta, y todos al unísono. Pero el pobre no llegó al 30. En el 29, Sergio se corrió durante varios segundos, quizá un minuto, en el que su cuerpo vibró espasmódicamente en su embate final, con los ojos cerrados y apretando con ambas manos los senos de la mujer.
Sergio estaba agotado, demasiado para reaccionar. La miró, y ella sonrió, negando con la cabeza.
Lentamente se recuperó, y sus amigos le ayudaron a ponerse en pie. Se sentó y se encaró con Rodolfo: —¿Qué has dicho?...
Pero ella se le acercó, y aún sentada en el suelo, se le abrazó a las rodillas y le dijo:
Sergio lo miró, serio. Luego le sonrió, asió a Marisa por el pelo y tiró de ella hacia sí, besándola de nuevo.
A lo largo de la noche la montó cinco veces más, aunque cada vez la cuenta de sus amigos alcanzaba un número progresivamente mayor, culminando en los 90 embates que le costó el último asalto. No le va a quedar mucho para la noche de bodas, pensó el futuro cuñado de Silvia.
Pero Sergio no se había creído el cuento de lo de su compañera de primaria. Contra lo que todos pensaban, él sí se acordaba de aquella niña pecosa y rubia. Esta era morena, aunque él era consciente de que el pelo se teñía, las pecas se pueden perder con los años, y el cuerpo se transforma. Pero la cicatriz en la frente era difícil de quitar. Además, se llamaba Manolita, no Marisa. La cicatriz la tenía dentro de una ceja, y se la había dejado un golpe cuando era muy pequeñita. Le había producido una diminuta calva dentro de la ceja, algo demasiado pequeño para notarse a simple vista, pero él sabía la historia de aquella cicatriz. Con disimulo había acariciado las cejas de Marisa, las dos. Ni rastro de esa pequeña calva. Nadie se molesta en tratar estéticamente eso. Además, es un signo de originalidad para el rostro. Durante años pensó en Manolita, a la que no volvió a ver. No, esta muchacha era una pobre puta que le habían pagado entre todos parar reírse a su costa. Pero no lo consiguieron porque su timidez y aparente misoginia no ocultaban la impotencia que no tenía. Aquella noche Sergio se resarció de toda una vida de castidad involuntaria.
Aunque Marisa se sabía el nombre de todos sus profesores de aquel año, hasta de los que él no recordaba, era evidente que su hermano, que iba al mismo colegio que él y los conocía a todos, la habría aleccionado...
Aquello había ocurrido dos días antes. Sergio se había recuperado, pero el crápula de su hermano, supuesto respetable padre de familia, había seguido la juerga cuando él se había ido. Seguramente se habrían tirado todos a Marisa, o habrían hecho ir a más prostitutas. Y ahora estaba allí, con cara de bueno, teniéndole la mano a su esposa, junto al lado de su primogénito. Sí, el chaval de cinco años se había quedado dormido junto a su madre.
Este Sergio está loco, dijo para sí su hermana. Siempre diciendo tonterías. ¡Anda, que mi cuñada va a ir arreglada con este petardo!
Como si le hubiera oído, Sergio le dedicó una sonrisa y un párrafo:
¡Idiota! ¡Pero qué imbécil que es!, pensó ella.
Sergio hizo una pausa en la que sonrió aún a su hermana. Luego miró a todos en general y continuó: —Pero esta boda no habría sido posible sin mi hermano, que se ha ocupado de todos los detalles, hasta de la despedida de soltero, que ha sido la mejor que un hermano puede desear. Gracias, Renato. Te debo mucho. Desde que puedo recordar, allí estuvo mi hermano mayor ayudándome, sirviéndome de guía......, —y puteándome, pensó, pero continuó sin pausa, —Y ahora aquí estoy yo, a punto de entrar en el gremio de los hombres casados. Renato, mi querido hermano mayor: espero que sigas sirviéndome de guía y de norte en este nuevo estado que hoy abrazo. Cuando yo haya madurado y sea mayor, me gustaría ser como tú....
En este punto algunos de los asistentes tuvieron que hacer un esfuerzo para no aplaudir, pues no sería correcto hacerlo en la iglesia. Por eso, tras una breve pausa, mirando a la mujer que estaba junto a su hermano, prosiguió:
En ese momento Sergio hizo una pausa para abanicar a todos con la vista, desde las últimas filas de bancos hasta las primeras.
El carraspeo de Silvia le indicó, a modo de señal, que ahora tocaba cambiar de tercio.
Nadie se percató de que Sergio no había pronunciado sus votos, sino que había realizado una extraña y larga arenga de agradecimiento. Pero ella sí que lo hizo:
¿Y esos quiénes serán?, pensaron a la vez sus padres, sus tíos, todos los que la conocían de algo y hasta ella misma. Sí, pensó su padre, ese chico tiene que ser una buena influencia para la amargada de mi hija, que siempre fue un cardo, pinchando a todos y armando broncas por nada y por todo. Nunca la había visto agradecer nada a nadie..., y ahora, como por arte de magia, Silvia estaba agradecida a todos por todo.
La pobre mujer escuchaba con la cabeza gacha, la mirada al frente y perdida, como si estuviera drogada.
Su padre la oía como una voz lejana, un hilo de voz apenas audible por encima de sus propios jadeos.
Aquí Silvia hizo una pausa, y mirando con rencor a la audiencia, prosiguió casi iracunda:
Hizo una pausa más larga, y luego siguió con una voz aún más densa, más ronca:
Ahora Sergio fue el que carraspeó. Ella reculó un poco.
El cura llevaba ya un rato largo sin dar crédito a lo que oía. Esto no eran votos, era otra cosa. Una cosa sacrílega que estaba ocurriendo en su iglesia. Tres veces intentó decir algo, pero no sabía qué el pobre, ni tampoco le obedecían ya las piernas. A él también le estaba dando sueño, a pesar de lo nervioso que se encontraba. Era un día raro. En todos sus años de sacerdote nunca vio nada igual. Parecía que todos se habían quedado dormidos. No se oía nada en toda la iglesia. Le dio la impresión de que aquella gente ni siquiera respiraba.
El cura ya la oía lejana... En ese momento el bolígrafo que tenía Sergio en el bolsillo exterior de su traje de novio comenzó a emitir un suave pero persistente bip-bip. Conteniendo la respiración, Sergio extrajo de debajo del asiento de los novios dos botellas de oxígeno de esas que se venden en las farmacias, con un tubo de cada una. Le dio una a Silvia, y él se llevó el tubo de la suya a la boca.
Pero ella aún tuvo tiempo de añadir, antes de que el colgante que llevaba a modo de gargantilla, iniciase un pitido agudo:
Y ese fue el momento en que su gargantilla comenzó gritar ese pitido agudo y persistente.
En ese momento ella se desprendió de la larga cola del vestido de novia, se quitó el velo y el postizo de su traje, que se quedó en un discreto traje blanco sin tirantes y con falda hasta la mitad de la rodilla.
Entonces los dos entraron en la sacristía y abrieron las ventanas. Luego fueron a la puerta de la iglesia, y tras accionar una palanca oculta, abrieron las puertas de par en par, con lo que se estableció una corriente de aire apreciable que refrescó el ambiente tan recargado que había. Se dirigieron a su coche y metieron lo que sobraba del vestido de novia y el ramo de flores. Luego volvieron a entrar a la iglesia, pero se dirigieron al coro: entre los dos cargaron las dos botellas de gas que habían estado dejando caer sobre el ambiente monóxido de carbono desde el principio de la ceremonia merced a un mecanismo de relojería. Había ido cayendo desde arriba, pero al ser más pesado que el aire se había ido depositando en una capa de grosor creciente, empujando al oxígeno hacia arriba hasta que había ido sumergiendo en ella a todos, empezando por los más pequeños hasta los más altos. Por eso ellos dos habían estado de pie durante todo el tiempo. El cura había sido el último en morir porque estaba sentado tres escalones más alto que los demás. Habían muerto asfixiados.
Habían puesto las bombonas dentro de dos cajas que llevaban pegatinas de material eléctrico, y las habían metido en el maletero del coche. Después de devolverlas a la fábrica de la que las habían robado, tiraron las cajas a un contenedor de basura reciclable y se fueron de viaje de novios a Hawai. Se ve que les gustaron las islas, porque todavía no han vuelto de allí.
Puerto de Mazarrón,
a 28 de agosto de 2015.