Hace meses leí una novela maravillosa, La vieja sirena, que José Luis Sampedro publicó en 1990. Aquel libro me hizo disfrutar, y me sugirió este.
Sin embargo este libro no es copia ni símil de aquel, sino que me fue sugerido por aquella lectura: la sirena de Sampedro se adapta a vivir en tierra, en un tiempo pretérito, el de los romanos, mientas que mi sireno es un hombre que se acostumbra en la actualidad a vivir en el mar, a costa del mar, y descubre —y nos hace descubrir— que otro mundo es posible, porque existe y está en este.
Sireno de Serena es una narración fantástica, la 78ª en que me he implicado, pero no es ciencia ficción, sino ficción fantástica. Mis sirenas existen porque siempre han existido, al igual que los chimpancés han estado en el mundo desde siempre sin que los autores que nos han hablado de ellos, como Edgar Rice Burroughs con su Tarzán de los monos, nos hayan tenido dar fe de su origen y continuidad en el mundo animal: existen y punto. El lector puede pensar que las sirenas no existen..., pues bien: en este libro no solo existen, sino que les harán disfrutar de su mundo, de sus ideas y de sus aventuras a lo largo de las páginas de esta narración. Y si al término de la lectura ustedes siguen pensando que las sirenas existen, o no, es cosa suya, ya que lo que yo he pretendido al describir ese mundo es que ustedes pasen un rato de evasión de sus problemas y preocupaciones, y se sumerjan —jamás mejor dicho— en este mundo mágico del mar.
Los personajes y eventos son por completo —ocioso sería explicarlo— ficticios, y nada tienen que ver con personas o situaciones del mundo real, y si acaso en algún particular se le parecieran, sepa el lector que es pura coincidencia ajena a la voluntad e imaginación del que esto subscribe.
Dicen que las sirenas originalmente eran aves con cabeza de mujer, pero por suerte la verdad se ha impuesto con el tiempo y para el vulgo hemos recuperado la cola de pez que nunca dejamos de tener y en la que reside nuestra razón de ser y nuestra sabiduría.
Las sirenas hemos estado en el planeta Teluris desde hace millones de años. Los humanos conocen Teluris como Tierra porque tienen poca imaginación y se creen que lo importante es lo que ellos pisan, a pesar de que es la parte más pequeña del total. Desde la cresta de nuestras olas hemos visto venir e irse a los dinosaurios y a muchas otras especies, entre ellas la humana, que no tardaremos en despedir, dada nuestra experiencia observando los ciclos de las diferentes especies que han venido y se han ido a lo largo de nuestra larga historia, que ciframos en más de mil millones de años, desde que el planeta se enfrió lo suficiente para que Essa, la primera sirena, apareciera sobre la faz de esta roca con agua y aire. Essa procedió de especies consecutivas de animales marinos, y vivió sola hasta que aprendió a reproducirse por partenogénesis. Algo salió mal, y sus trece hijos no salieron bien. Algunos murieron a poco de nacer, otros duraron décadas, y solo tres hembras y dos machos consiguieron vivir un siglo. Poco a poco fueron evolucionando, a través de cien generaciones, y hemos llegado a la longevidad extrema, de tal magnitud que no conozco a ninguna otra sirena —ni siquiera yo misma— que haya muerto o presente signos de vejez, tal cual refieren las más antiguas de nosotras. Les extrañará a ustedes que hable en femenino, y no haga referencia a los sirenos. Existir, existen entre nosotras, pero descubrirán ustedes a lo largo de este relato por qué el sexo masculino tiene tan poca relevancia entre nosotras, las sirenas. Y por qué nos duran tan poco.
No quisiera cansarles con generalidades, así que les contaré mi historia. Suya será la responsabilidad de creerse que esto es cierto o no. No dejaremos de existir las sirenas, ni empezaremos a hacerlo, porque usted dude o deje de dudar lo que le expongo a continuación.
Nací en una isla del Mar Mediterráneo, cerca del continente africano. Algunas de nosotras nacemos en el mar, pero las sirenas preferimos dar a luz en tierra, de forma que la bebé pueda usar los pulmones, dado que las branquias se abren en nuestros ijares y se utilizan automáticamente en cuanto nos falta el aire. Por el contrario, cuando damos a luz en el agua a la bebé se le abren las branquias automáticamente, lo que causa que al salir a tierra le cueste mucho más abrir los pulmones al aire circundante, llegando a ahogarse si su madre no interviene rápido. Cuando una sirena sube a tierra lo hace reptando, ayudándose con las manos, hasta que la cola se seca y se forma nuestro abdomen, con piernas muy blancas, porque no les ha dado el sol. Normalmente exhibimos el sexo femenino, que es lo natural en nosotras, pero si hacemos un esfuerzo mental antes de salir del agua hasta que nuestras piernas se han secado, podemos convertirnos en sirenos, a voluntad. No es algo que se haga con frecuencia, excepto con fines reproductivos, ya que sí que somos vivíparas y necesitamos por lo tanto el concurso del macho.
Mi padre, Nefrenio, mantuvo su sexo durante 20 años, hasta que yo me desarrollé por completo, pues decía que necesitaba un referente masculino. Luego se convirtió en Nefrenia y fue la mejor amiga de mi madre. El padre de mi hermana, sin embargo, fue Sheelo, que a los pocos días del parto retornaría a ser Sheela porque decía que no lo podía soportar. Por suerte para Siele, mi padre y yo la adoptamos y le enseñamos todo lo que él sabe, antes de feminizarse otra vez, cuando ella tenía diez y yo veinte años de edad.
Una o dos decenas de años de edad es todavía niñez incipiente, en comparación con lo que las sirenas tenemos que aprender para sobrevivir y para lo que podemos llegar a hacerlo, dado que nuestra longevidad es muy larga y se mide en siglos.
Mi madre, Irenia, nunca había tenido hijas, y le costó bastante más de lo que pensaba traerme al mundo. Una sirena puede tener descendencia una vez cada diez años, aproximadamente, por lo que cuando nació mi hermana Siele, yo ya había aprendido muchos trucos para defenderme en nuestro hábitat, la capa líquida que cubre nuestro mundo.
Jeje, el hombre se cree el rey del universo, pero no llega a los cien años, normalmente, y en cambio nosotras morimos por accidente o por sirenicidio, pues no solo somos longevas por definición, sino que nos encanta la vida. El hombre se encasilla en países de varias decenas de miles de kilómetros cuadrados, quizá un millón, pero nosotras tenemos cinco mil millones de kilómetros cuadrados (o sea, casi doscientos trece mil millones de kilómetros cúbicos) para una población mucho menor, de apenas unos cientos de nosotras. A veces muere una sirena, pero es algo muy poco frecuente. No tenemos depredadores, y no depredamos. Algunas de entre nosotras se alimentan exclusivamente de plantas marinas, pero otras nos comemos diferentes especies de animales del mar, aunque no de forma tan exagerada que acabemos con ninguna especie. Mi manjar preferido son los tiburones, porque no tienen huesos, y sus partes más duras son los dientes de la boca, pero esos los escupo. Los tiburones se comen todo lo que pillan, son voraces, y les vuelve locos la sangre. Por eso yo voy a por ellos.
Como decía, mi madre me dio a luz en una isla del Mediterráneo, nosotros la llamamos Iscia, pero creo que los humanos la llaman Chipre. Cuando no había humanos allí era un lugar pacífico, con unas puestas de sol magníficas. Pero desde hace unos cuantos miles de años aquella gente no deja de pelearse entre sí, y a veces han sorprendido a algunas de mi especie y las han atacado, sin saber que a nosotras nos temen los tiburones. Mi amiga Tiara sufrió en una ocasión el ataque de dos humanos, y se defendió a bocados y acabó con ellos. Luego me dijo que no sabían muy bien, aunque eran muy nutritivos. Tuvo que nadar mucho para sintetizar todo el alimento que le procuraron aquellos dos desgraciados. Estuvo casi un mes sin volver a comer, y le dio una aerofagia que le duró semanas. Por las burbujas que hacía sabíamos las demás dónde estaba Tiara...
Mi madre me amamantó hasta los diez años, cuando nació Siele. A partir de entonces mi mentor fue Nefrenio, mi padre. Él me enseñó a cazar, y a respetar las poblaciones de peces que no eran muy numerosas. También me enseñó a romper las redes de los pescadores que pescaban todo lo que pillaran, sin importarles hacer desaparecer colonias enteras, fueran de especies minoritarias o no. Nosotros les rompíamos las redes, e incluso hacíamos naufragar sus barcos, atrayéndolos a las rocas con nuestros cantos, pues en contacto con el aire nuestra voz es melodiosa y cantamos a dúo y a trío muy bien. Ellos nos ven cuando sacamos medio cuerpo fuera del agua, y se encandilan con nuestras cabelleras y nuestros pechos, creyendo que somos de su especie, y vienen hacia nosotros. Encallan sus barcos y naufragan, y si no saltan a tierra a tiempo, los tiburones —que también han oído nuestros cantos y los saben preludio de un festín— se presentan y hacen escabechina. Nosotras los dejamos hacer, pues tardan tres días en sintetizar la carne de los terrestres y entonces los tiburones saben mejor cuando nos los comemos nosotras a ellos.
Nefrenio también me enseñó a distinguir las corrientes submarinas y a aprovecharlas para navegar con mayor rapidez y menor esfuerzo, así como a interpretar bien los mensajes que nos traen por medio del color, el olor, el sabor, gusto y la temperatura.
La luz del Sol —del rojo al violeta— no penetra mucho el mar. Cuando nos apetece, nos subimos a la superficie y nos tendemos de espaldas, recibiendo los rayos de nuestra estrella durante horas. A veces se acerca algún delfín y juega con nosotras, y charlamos mucho. Otras veces nos quedamos dormidas mirando hacia arriba o hacia abajo, lo cual nos da un tono más obscuro en la piel. Me gusta cuando las olas me levantan, y observo desde la cresta el mar circundante. A veces cabalgo la ola de modo continuo, de modo que siempre estoy en la cresta, y me parece estar en la cima de una montaña quieta en el mar, aunque en realidad me muevo con la ola hacia alta mar o hacia la playa, y cuando llego a esta me tiendo sobre la arena con los brazos extendidos. Más de una vez me he despertado con la cola seca, o sea con mis piernas. Cuando me ha pasado eso y veo a algún humano cerca me sumerjo en el agua para no acabar haciéndole daño. Ellos se quedan embobados, mirándome, y tras tirarme al agua, ellos se quedan mirando para verme aparecer, lo que nunca sucede.
Es en esos momentos en que estamos tendidas en la playa cuando puede aparecer un sireno y nos fecunda. Pero la vida de una sirena se complica mucho cuando eso sucede, pues los siguientes 80 años tenemos que estar pendientes de nuestra cría para enseñarle a vivir como una buena sirena.
Allí estaba aquel hombre. Era una playa casi solitaria, donde había apenas veinte humanos nadando, flotando o charlando entre sí en ese idioma tan desagradable a los oídos, el humano. Supongo que hablarán diferente en cada uno de los países que se han inventado, pero a nosotras las sirenas nos parecen todos el mismo murmullo desagradable, aunque a veces chillan muy fuerte. Pero aquel hombre no hablaba con nadie.
Llevaba sobre la cabeza una especie de alga extraña y ridícula, y se limitaba a flotar. De vez en cuando miraba su muñeca, que más tarde me enteraría yo de que se trataba de una máquina que llaman reloj y que sirve para decirle la hora, en qué trozo del día se encuentra. Para los humanos el tiempo es muy importante porque disponen de poco. Me hizo gracia verlo allí, con aquel ridículo pedazo de alga sobre el abdomen y el otro aún aún más ridículo sobre la cabeza. Obedeciendo a un impulso juguetón, le así un pie y tiré de él hacia mar adentro.
Él estaba meditando, pensando en su vida, en su familia, en su profesión, pues acababa de jubilarse, según me dijo después. Jubilarse es cuando ya has trabajado mucho tiempo y dejas de hacerlo, y los demás humanos te dan un dinero que ellos llaman pensión para que vivas hasta que te mueras. Entre nosotras no existe ni la pensión ni el trabajo, sino tareas. Cada una de nosotras tiene que hacer lo que necesita, y si te lo pide otra, la ayudas. Nosotras nos sentimos fuertes toda nuestra vida y nunca tenemos que depender de las demás.
Al sentir el suave tirón de mi mano, aquel humano se sobresaltó, y no lo relacionó con otro ser, sino que en principio pensó que se trataba de una corriente marina. Yo le asía el pie con suavidad, pero también con firmeza, por lo que no se podía soltar. Pero no me gustaba que el otro pie se desplazase hacia la derecha, así que lo así con mi otra mano, y aquel ser vio que navegaba mar adentro con los pies juntos, sin que ni sus esfuerzos con las manos, ni sus gritos, consiguiesen impedir irse mar adentro. Los demás humanos no se dieron cuenta de que uno de los suyos los abandonaba, pues ellos siempre se preocupan cada uno de lo suyo. Y además hay muchos.
Tardamos un rato largo, dos horas según el reloj de aquel humano, en alejarnos cinco kilómetros de la costa. Yo sentía la angustia de aquel hombre. Con suavidad, mientras él estaba presa del terror porque no sabía lo que estaba pasando, le quité los dos trapos que tenía por toda vestidura. Me hizo gracia ver que a pesar de estar en el agua tanto tiempo aún conservaba las piernas. Entonces me presenté.
Él reaccionó con miedo. No comprendió lo que yo le decía, pues mi dominio del idioma humano es muy limitado. Luego me diría que a él le sonó a algo así como iiiijk!
Viendo que no me comprendía, pasé al uso de la telepatía.
El hombre se tocó las caderas y vio que estaba desnudo, se tocó la cabeza y vio que ya no tenía aquellas algas.
Me sumergí y abracé sus piernas a la altura de las rodillas. Qué gusto, tenerlas en el mar. Luego subí a la superficie.
Aquel humano era estúpido. A cinco mil metros de su mundo, perdido en mitad del mar, y su preocupación eran mis ojos, mi pelo y cómo nos reproducíamos.
Hacía un rato que lo había visto yo también, pero no quería asustarlo, porque yo sé que los tiburones les dan miedo a los humanos. Había estado dando vueltas a nuestro alrededor. Dudaba si atacar al humano y comérselo, o huir de mí. Como he dicho antes, las sirenas siempre los dejamos que se coman a los humanos. Luego seguimos a los tiburones de modo que los que escapan a nuestra cacería no se enteran de que a los tres días alcanzamos cada una a uno de ellos y nos lo comemos a bocados, porque resulta su carne mucho más apetitosa cuando acaban de sintetizar en su metabolismo la carne y huesos de los humanos y ya han expulsado de su cuerpo la parte tóxica.
Le hice caso a medias. Fui hacia el tiburón y le asesté un mordisco en la nariz que le hizo estremecerse y salir nadando tan rápido como pudo. Mastiqué despacio aquel kilo de carne fresca, y tras tragármelo, salí nadando detrás de mi presa, y le fui dando mordiscos hasta que de aquel animal quedaba solo la boca. La cogí con la mano y volví a donde estaba mi humano, que aún nadaba desesperado hacia la playa.
Le mostré la triple fila de dientes de la mandíbula del escualo, y él me miro con terror.
Aquel humano me miró con mirada más tranquila, casi sonriendo.
Los humanos no son de hablar mucho, ni siquiera con el pensamiento. Son más de actuar. Casi como nosotras, aunque tenemos la ventaja de que en más tiempo hemos aprendido más cosas que ellos en varias generaciones. Así que lo cogí de la mano y me lo llevé hacia abajo, a pesar de sus protestas.
Tras unos minutos dejó de moverse. Supuse que fue porque tenía los pulmones llenos de agua. Cuando llegamos al fondo, le hice la respiración sirénica y después lo llevé a mi cueva, y allí durmió mucho tiempo, de modo que cuando despertó ya estaba más tranquilo.