2 Éxodo.
Éxodo
Pasamos primero por la Embajada de Rusia y allí nos casó un
cónsul. Le explicamos el caso y Dimitri nos dio un visado para seis
meses en el pasaporte familiar, contra seiscientos euros. Por dos mil
nos daba un pasaporte ruso, pero yo no tenía tanto dinero encima.
Tomamos el avión y nos plantamos en Omsk, de donde eran oriundas las
dos hermanas. Resultó que nuestra Olga de Omsk no era solamente rusa,
sino que además era siberiana, y encima cosaca. Es decir, que descendía
de los cosacos, esos que beben tanto como dice el refrán, porque si
allí hay algo que nunca falta es frío. Llegamos en el mes de
septiembre. Descubrimos que antes que nosotros estuvo allí uno de mis
escritores más admirados, Fédor Dostoyevsky; aunque él no fue por amor,
sino castigado por el Zar por haber sido malo y juntarse con quienes no
debía. Lo habían condenado a muerte, pero al final le cambiaron la
sentencia por cinco años de trabajos forzados en esta ciudad. No me
extrañó, pues el frío que hacía en aquella ciudad era un castigo de los
peores que yo había conocido en mi vida.
Los miserables que habían asesinado a sus padres y a su hermano se
habían matado entre ellos, y descubrimos que a Olga le quedaba una
propiedad en las afueras de la ciudad y una casa donde vivía una
familia desde hacía dos décadas. Exigimos y obtuvimos un pago negociado
por los alquileres atrasados y con el dinero más el de la venta de la
propiedad de las afueras de la ciudad, motivo de los asesinatos, por un
precio más que justo, nos instalamos en Volgogrado, ciudad mucho más
meridional y por lo tanto con mejor clima y otra alegría en la
población. Allí nos adaptamos a la gente, al clima, al modo de vida.
Conseguimos extender el periodo de vigencia de nuestro permiso de
residencia y compramos una finca similar a la que tengo en España.
Cinco años después obtuve la nacionalidad rusa, que Iván había obtenido
de inmediato al ser hijo de rusa y estar en el pasaporte de su madre
desde el principio.
Quince años más tarde nos planteamos volver a España, a nuestro Edén
Occidental, ya que el oriental nos parecía más frío. Pero al arreglar
los papeles en el consulado español me dijeron que yo tenía una orden
de busca y captura que no se había efectuado porque no había acuerdo de
extradición entre España y la Unión Rusa. La razón era que había habido
un incendio en el campo, y puesto que mi finca estaba tan abandonada,
la maleza había invadido toda la zona, y los naranjos habían invadido
el terreno aledaño de forma salvaje. Un verano especialmente caluroso
había iniciado un incendio espontáneo y, aunque lo habían controlado
casi enseguida los bomberos, al realizar un cortafuegos para evitar
incendios en el futuro, se habían encontrado un esqueleto humano
enterrado en mi propiedad, por lo que me buscaba la policía como
presunto autor de homicidio con agravante de ocultamiento por
enterramiento.
Yo oculté a mi familia la identidad del cadáver, afirmando que no sabía
nada de eso, que era posible que alguien hubiese enterrado a su muerto
en mi campo. Pero, por si acaso, vendí mi tierra de España a una
familia rusa que ansiaba trasladarse a climas más templados y nos
fuimos nosotros a Brasil, cerca de la ciudad de Fortaleza, con
pasaportes e identidades nuevos, pues les expliqué a mi mujer y a mi
hijo que si te metes en líos judiciales te gastas mucho dinero para
quedarte como estabas al principio, en el mejor de los casos.
Pero nuestro Iván no se quiso venir con nosotros porque se había
enamorado de una belleza local, Vera, y se quedó con ella. Le cedimos
la finca rusa para que la trabajase y se ganase la vida dignamente. Se
casaron antes de cambiar nosotros de continente. Je, cuando uno se casa
se independiza y se va a buscar una nueva vida por ahí. Pero en nuestro
caso mi hijo se quedó con su esposa en el hogar patrio, y sus padres
nos fuimos a buscar fortuna en otro continente, a hacer las Américas.
En Brasil la gente es más alegre y dicharachera que en España y sobre
todo que en Rusia. Cultivamos amistades y diversas frutas tropicales,
vivíamos con bastante menos dinero que en España y algo menos que en
Rusia, pues el clima es más benigno y la tierra más agradecida. Allí
conseguimos nuestro sueño de vivir en un paraíso para nosotros dos
solos, aunque nos lo teníamos que trabajar todos los días, porque allí
no había dios que plantara por nosotros, ni manzano ni árbol del bien
ni del mal, aunque sí alguna que otra serpiente suelta.
Un buen día me sentí morir, muy cansado y desmoralizado, y le dije a mi
triesposa que deseaba volver a España. No era exageración, pues además
de quererla el doble o el triple de lo que se suele querer a una esposa
normal, me casé con ella tres veces: en España para que no la echaran
del país, en Rusia cuando ya la habían echado de mi tierra, y en Brasil
porque se nos perdió el libro de familia. En total tres bodas con una
diferencia de cinco días entre la dos primeras y quince años entre las
dos últimas. O sea que era mi triesposa quinquenal.
“Olga, quisiera volver a España”.
“¿Ya no no tienes miedo a que te encarcelen?”
“No creo. Aquello estará olvidado. Además he estado en el consulado
español y me han dicho que en España los asesinatos prescriben a los
veinticinco años”.
“¿Han pasado ya?”
“Si el cadáver lo enterraron después de estar nosotros en Rusia, no hay
caso contra mí. Si fue antes, tendrían que datar los restos para
empezar a contar. Tú tienes sesenta años, y yo sesenta y cinco, por lo
que aún siendo la muerte el día de nuestra partida, ya han pasado
veintisiete años, por lo que si yo fuera culpable tampoco tendrían
caso. Yo creo que ya no se van a molestar con eso”.
“Bueno esposo, si te gusta más aquello que esto, volvamos. Pero no lo
pasé bien en España. Allí perdí a Eva. ¿Será ella la que encontraron en
tu finca?”
“No lo sé. Es probable, porque no hemos vuelto a saber de ella”.
“¿Y quién la mató? ¿O se murió sola?”
“No lo sé”, dije con una expresión mil veces ensayada para la
eventualidad de que mi querida esposa me preguntase eso. “¿La echas
mucho de menos?”
“En realidad no la recuerdo bien. No sé ni cómo era. Recuerdo su voz, sus charlas, su risa...”
“¿Era rubia?”
“Sí, creo que sí”.
“¿Era más alta que tú, o más baja?”
“Era más alta. Recuerdo que si no hubiera sido por ella no me habría ido de Rusia. Ahora estaría allí...”
“O te habrías muerto”.
“Sí. Tú me has dado una buena vida, triesposo”, dijo ella con mucho
cariño. ¿Cómo iba yo a decirle la verdad y matarla, o que me matara
ella? En realidad había sido un accidente, una reacción extrema, pero
nunca quise matar a mi cuñada. Durante años fantaseé que la idea
de que no estuviese muerta, de que se hubiese salido de la tierra y se
hubiera perdido en la geografía de España sin la hermana que no
encontró, de que hubiese acabado adquiriendo la nacionalidad española y
con un buen trabajo, quizá marido e hijos... A pesar de que ella nunca
se habría ido a ninguna parte sin su hermana...
¿Quién sabe? La verdad es que sólo tenemos una vida, y no siempre
hacemos lo mejor para nosotros mismos. En estas cavilaciones estaba
cuando me sacó de pronto la broma de mal gusto de Olga:
“¿Seguro que no la mataste tú, trimarido?”
“¡Que? ¿A quién?”
“A esa persona”, dijo ella riendo.
Olga tiene instinto. Quizá lo ha sabido siempre. Y quizá siempre ha
querido no saberlo. Siempre me lo he negado, y siempre he vivido
como si no hubiera sido un asesino. Pero esta vez hice la prueba:
“¿Y si hubiera sido yo, tú qué dirías?”
“Tuviste que haber tenido una razón para hacerlo. ¿Era Eva?”
“No lo sé. Si la hubiera matado, lo sabría, ¿no crees?”
“Claro”, dijo ella más seria, dando por finalizada la broma.
“Pero si yo hubiera matado a tu hermana, ¿qué dirías?”, insistí yo.
“No lo sé, esposo Yo la quise mucho en la primera parte de mi vida.
Dieciocho años. A ti te he querido en la segunda parte, treinta años
más que a ella. A ella la seguí fuera de Rusia. A ti te seguí de vuelta
a Rusia, Y a América. Y seguramente ahora de vuelta a España. Y quizá a
Rusia algún día. No puedo vivir sin ti, y contigo aprendí a vivir, ya
que lo que viví antes fue miedo hambre, miseria, muerte. Contigo
aprendí a reír, a amar, he tenido un hijo... Contigo volví a tener
familia, a estar con la gente que quiero...”
La miré atentamente, la estreché contra mi pecho.
“Mi pobre rusa. Mi amor. Que le den morcilla a España. ¿No prefieres volver a vivir con tu hijo? ¿Con tus nietos?”
“Lo he pensado más de una vez, pero mi destino es seguirte, marido”.
“Yo te debo a ti más que tú a mí: si yo te he dado familia, tú me has
enseñado a vivir con el género humano. Contigo aprendí a querer a la
humanidad, porque tú eres una persona con una gran humanidad, con el
aspecto más bello que vi en ser humano alguno”.
Mientras decía esa declaración de amor tan larga a lo más preciado de
mi vida, recordé las palabras de Mark Twain: “Para Adán, el paraíso es
donde está Eva". Y mi eva se llama Olga.
La besé y aún sabiendo que podría ser mi último beso, le dije:
“Mi querida Olga, voy a confesarte un secreto, una cosa horrible que
hice cuando no te conocía..., y algo que me ha atormentado durante
décadas y que no te he dicho por no herirte...”
“Tú mataste a Eva”.
“Lo has sabido todos estos años...”
“Lo supe cuando me encontraste en tu jardín de las naranjas, hace cuarenta y dos años”.
“¿Cómo lo supiste?”
“Tus vecinos me echaban a patadas de sus tierras. Tú fuiste bueno, condescendiente, te portaste como si me debieses algo”.
“¿Y aún así te casaste conmigo?”
“Y qué iba a hacer? Eras un hombre bueno, te portaste bien conmigo
siempre. No has tenido ni una palabra más alta que otra conmigo y yo
estaba acostumbrada a que todos me echaran los perros, a que me
expulsaran de todas partes. Sólo tú, aparte de Eva, diste la cara por
mí. Volviste a mi país por mi. Te sigo a todas partes, pero me cuidas
como lo más valioso que tienes”.
“Es que lo eres, Olga”.
“Pero puede que no la mataras. Puede que te la encontraras muerta y la enterraras”.
“¡Olga, Olga, mi dulce Olga, qué corazón más bueno tienes! Fue un
accidente del que me he arrepentido toda la vida. Te acepté desde el
primer momento porque me hacía daño mi crimen. Todos los días de mi
vida me han dolido, y el bálsamo que me ha aliviado el dolor ha sido tu
mirada, tus palabras, tu sonrisa. Tu amor, esposa mía”.
“¿Por qué la mataste?”, preguntó ella con una dureza que era nueva para mí.
Le conté la escena tal cual la recordaba:
“Ella me desafió. La eché del naranjal y me dijo que no se iba. Que la
propiedad era un robo, y que si llamaba a la policía, ella diría que yo
la había violado”.
“Mi hermana tenía demasiado genio”
“No supe lo que hacía, te lo juro. Cogí una piedra y se la tiré para
ahuyentarla, sin apuntar, pero tuve la mala suerte de darle y romperle
la cabeza con ella. Creo que murió en el acto”.
“Por lo menos no lo supo”.
“No, no creo que se diera cuenta de que se estaba muriendo”, dije yo dejando caer dos gruesas lágrimas de arrepentimiento.
“Mi pobre Ernesto... Has sido más protector que Eva. Marido, hermano, padre, confesor..., has sido mucho para mí”.
“¿Me perdonas?”, dije yo ya desde mi llanto silencioso pero profundo.
“Mi querido Ernesto”, repitió ella recreándose de nuevo en mi nombre,
“cada vez que lo pensaba te perdonaba. Pero lo que tú necesitas,
triesposo, no es mi perdón, sino el tuyo. La ley ya nada tiene contra
ti. Me quitaste a mi hermana, pero me has regalado una vida. Nada tengo
que perdonarte. Tienes que hacerlo tú, para hacerme más feliz a mí”.
Mi mujer me dio una lección de perdón y de amor aquel día. Ella fue la que insistió en volver a España y aclararlo todo.
Los Ivanovich se habían cambiado el apellido al nacionalizarse en
España. Ahora se llamaban Serrano y vivía sólo la esposa y su hijo y
nietos en lo que había sido mi propiedad. Nos contó Sandra Serrano,
antes Irina Ivanovna, que la policía había estado removiendo la tierra
después de llevarse los huesos. Me habían estado buscando para ver si
había tenido algo que ver en la muerte de aquel rumano.
Olga y yo dimos un bote en el asiento.
“¿Rumano? ¿No era una mujer?”
“No. Nunca se habló de una mujer. El forense analizó los huesos, y
concluyó que se trataba de un hombre desde el primer momento. En la
época en que se fechó la muerte había habido una desaparición en el
pueblo. Un rumano sin oficio conocido. Su hermano vino desde Rumanía
cuando aparecieron los huesos y le hicieron la prueba del ADN. Era
Razvan Dobrescu, de Bucarest”.
Nos miramos Olga y yo sin decir nada. Yo estaba seguro de haber matado
a Eva de una pedrada. Estuve sin volver por el naranjal un mes,
al menos. ¿Qué broma nos estaba gastando el destino?”
Espero que te haya gustado este capítulo. Si no ha sido así, escríbeme. Si te ha gustado, estaría bien que me escribieras...
Seguimos con el Levítico.