Nacemos solos y nos iremos
solos. Aunque muramos colectivamente, como en un bombardeo, un incendio
o un terremoto, cada uno se muere por su cuenta, poco a poco o de
pronto, pero la pérdida de la consciencia es individual, como cuando la
adquirimos.
Cuando un caballo, un elefante o un toro nacen, el momento más
dramático de su vida es cuando se ponen en pie. Una vez que lo
consiguen, ya lo tienen todo hecho. Salen corriendo y se integran en su
vida de inconsciencia, dolor e instinto, que transmiten a la siguiente
generación a su debido tiempo. Sin embargo, el humano debe aprender
mucho más. Ha de ser autónomo y consciente de sí mismo y de su entorno.
¿Cuál es nuestro primer recuerdo? Es posible que ese recuerdo primo
marque el comienzo de nuestra vida. Porque movernos, sentir dolor o
placer, tener hambre o saciedad, son reflejos e instintos animales. Ser
persona es algo único e individual que cada uno de nosotros obtiene por
su cuenta, aunque en realidad lo hagamos imitando lo que veamos. Porque
hasta eso, imitar, lo hace cada uno por su cuenta.
Pero, ¿qué pasa cuando vamos todos en tropel, en manifestación, como
hinchada de un equipo de fútbol, procesión de Semana Santa, o incluso a
la sala de conciertos o teatro? ¿De verdad somos individuos
independientes o se genera en nosotros un sentimiento de pertenencia a?
¿De verdad que en esos grupos humanos pinta algo la individualidad?
Recordemos el linchamiento de Jesucristo y de otras ovejas negras que
no iban con la manada. Sólo hay un líder por manada, y cuando se
discute el liderazgo, el que pierde muere o es expulsado de ella. ÉL muestra el camino a los demás: no disientas, que es peor.
Frente a eso, a la persona inteligente, que no quiere comulgar con
ruedas de molino porque sabe que si se cae al agua se ahoga, sólo ve un
camino digno ante sí: la soledad.
Está bien eso de contar con gente afín que piense como uno, pero si se
les hace mucho caso se corre el peligro de que se arracimen en un grupo
que, aunque sea pequeñito, uno de sus miembros, da igual cuál de ellos
sea, se convierta en el líder y entonces desaparezcan los individuos de
nuevo, fundidos en una amalgama estúpida y alógica que llamamos masa.
Por eso no hay nada como la soledad. Yo mi me conmigo:
he ahí toda ni multitud. El individuo responsable ante sí y ante su
cotidianeidad, su pasado y su futuro. Pero, sobre todo, ante su
conciencia.
¿Es posible semejante hazaña?, diréis. ¿Puede un individuo de verdad
vivir solo, sin supermercado, sin televisión, sin comunidad de vecinos,
sin ayuntamiento? Pero no, os digo, no nos hará falta irnos a una isla
desierta para disfrutar de nosotros mismos, de nuestra soledad.
No es bueno que el hombre esté solo,
nos han vendido hombres supuestamente serios por medio de un libro
supuestamente escrito por Dios. El único. El bueno. El justo. Pero es
mentira: porque es bueno que el hombre esté solo.
Porque está solo la mayor parte de su vida. A pesar de la familia, el
municipio, sobre todo de la nación: esa cosa formada por todos los
individuos que han nacido en el mismo lugar. Y el hombre inteligente se
carcajea de la idea de que el sitio condiciona lo que tú eres. Sí, es
cierto: los imbéciles siempre se juntan en un sitio determinado,y puede
que tras muchas discusiones lleguen a la conclusión de que tienen que
prohibir las imbecilidades de otros sitios, y empiezan una guerra entre
los tontos de este lugar y los tontos de otro lugar.
Pero las personas inteligentes no hacen la guerra. La gente que merece
la pena siempre es individual y busca la manera de ayudar a otros
individuos. Pero eso requiere pensar. Y pensar requiere soledad,
enfrentarse a los demonios particulares de cada uno y aniquilarlos
mediante el arma más poderosa de que disponemos: el pensamiento y la
meditación.
Se asocia, incluso se identifica, al pensamiento con el cerebro. Eso es
un error. Tan grave como identificar las piernas con el viaje, siquiera
con el paseo. Porque todos tenemos piernas, pero no todos paseamos.
Todos tienen cerebro, pero no todos piensan. Se prefiere el pensamiento
ya hecho. Los libros, dicen, nos hacen pensar.
Pero no siempre. Muchos piensan que porque han comprado el libro, los
pensamientos que contiene son suyos también. Pero resulta que no: el
cerebro es el ordenador; la forma de pensar, el programa; y el
pensamiento es el resultado. La mente es la facultad de hacer que todo
eso lleve a alguna parte. La mente no se ve. El cerebro se ve, como se
demuestra en la sala del forense. La mente es lo que algunos llaman el alma: la chispa de la vida. Lo que hace que seamos personas. O sea, hijos de Dios. En términos informáticos, la mente es el sistema operativo.
Pero es la mente lo que surge del correcto funcionamiento de nuestro hardware biológico. Quizá a muchos moleste lo que dice el diccionario de inglés: hardware significa ferretería:
conjunto de cachivaches que sirven para algo, cosas mecánicas, en suma.
¿Puede un robot pensar? A lo mejor. Nosotros somos robots que en lugar
de hojalata, plástico y acero, tenemos células y tejidos hechos a base
de carbono, no de aluminio, o hierro. Robot es una palabra que procede del idioma checo, en el que significa esclavo.
Y nosotros, ¿no somos esclavos de algo? ¿De verdad que no? ¿Nos
enfrentamos a las reglas establecidas sólo porque todo el mundo las
obedece, sin plantearnos su oportunidad o necesidad?
Acabo de pasar un control rutinario en un aeropuerto y me he tenido que
quitar hasta los tirantes. El medio, un aparato que detecta los
metales, se ha convertido en un fin: hay que conseguir que el aparato
no pite. Da igual que el operario vea que se trata de las inofensivas
mordazas metálicas de los tirantes: el dintel mágico no puede pitar. No
es políticamente correcto. Y eso, como todo lo político, está
pervertido y corrupto. Corrompido por la cultura del miedo, y de que
todo el mundo es igual.
Menos los políticos. Ellos no se tienen que quitar los tirantes para
subirse al avión. Y sus escoltas pueden pasar con sus pistolas, que son
de metal. Porque los políticos son más que la gente del pueblo. Ellos
no son chusma. No son presuntos delincuentes como todos nosotros.
¿Seguro?
A veces pienso por mi cuenta, y creo que las leyes en este país les dan a los delincuentes unas garantías que no se las dan, o no les sirven de nada, a la gente decente:
cuando la policía local, regional o nacional pone un control en una vía
pública y nos controla si hemos bebido o no una tasa arbitrariamente
ridícula de alcohol u otra substancia está conculcando una serie de
derechos que, dicen los políticos y otros que les creen, tenemos:
libertad de movimientos, presunción de inocencia, a que nos dejen
tranquilos. A que se cumpla el código de circulación, que prohíbe poner
obstáculos en la calzada. Entiendo que en circunstancias excepcionles
es disculpable que se pare el tráfico para buscar a un terrorista o
substancia peligrosa, de cuya existencia en la proximidad de ese punto
de control tenga la policía indicios. Pero
buscar indicios de alcohol en la sangre de todos los conductores
sistemáticamente por si acaso alguien ha bebido no es legítimo: es
fascista. Buscar en los papeles que el conductor ha de llevar para ver si se le ha olvidado en casa alguno y multarle no es lógico: es indecente.
Y uno no puede dejar de pasmarse al pensar que la policía estaba antes,
en la época de la Dictadura, para ayudarnos, mientras que ahora, en la
época de la Caradura, está para saltearnos por medio de multas consecuentes con leyes absurdas y abusivas.
Antes, cuando nadie había elegido al Dictador, se detenía al vehículo
cuyo conductor mostraba indicios de haber bebido; ahora, bajo la égida
de los votados por la gente entre los que los partidos han elegido, se
detiene a todos los vehículos por si acaso se puede recaudar alguna
multa, que la caja está vacía por el malgasto público que acaba en
bolsillos privados.
Pero quien tiene que hacer cumplir las leyes, el Gobierno, no puede ser a la vez el encargado de elaborarlas. Eso es lo que dice la Constitución en un supuesto de urgencia (jo, hay que ver cuántas urgencias hay en este país), sí, pero es una indecencia. Eso mismo es lo que hacía el Viejo Dictador, ese al que no elegimos ninguno de nosotros, ni lo votamos tampoco.
Pero esos que elaboran y hacen cumplir las leyes, a pesar de que ellos
mismos no las cumplen, porque en la práctica son imputables, a los que
tampoco hemos elegido los denominados ciudadanos desavisados, hacen
exactamente lo mismo. ¿Para esto hicimos el Referéndum de 1978? Esto ni es una democracia, ni es un sistema de libertades, sino una verdadera Caradura. Hemos dado un paso atrás, de la D a la C, de la Dictadura a la Caradura.
¿Es esto una situación irreversible?
En la práctica, sí. En teoría, si nadie pisa un colegio electoral la
próxima vez que haya elecciones a algo, el sistema se colapsará y
caerá. Si ponemos barricadas y creamos alarma social no es solución:
enviarán a sus esbirros y nos molerán a palos en el mejor de los casos.
Pero la huelga del voto, si es total, o se le acerca, evidenciará que
el sistema ha fracasado, y los políticos tendrán que negociar de
rodillas, que es como corresponde negociar a los servidores públicos, que deben ser por definición nuestros sirvientes y no nuestros amos.
Pero ese resultado no lo podrán alcanzar jamás los miembros de una
tribu, clan, club, partido y quizá ni siquiera dúo: ha de ser un
conjunto de individuos independientes entre sí. Porque la masa atonta, pero la soledad espabila.
Hombre inteligente: la unidad espabila, la colectividad atonta,
atolondra, te convierte en imbécil y te priva de tu sensibilidad. No
intentes caer bien a los demás: llega a tus propias conclusiones,
porque son evidentes y todos acabaremos viéndolas si nos dejan solos el
tiempo suficiente. Y si no nos dejan, es por algo muy previsible: la
soledad hay que conquistarla. Porque se trata, mi querido lector, de un
bien individual que hay que trabajarse todos los días. Tú contigo
mismo. No necesitas más para pensar y llegar a tus propias conclusiones.
Soledad, tienes nombre de mujer. Soledad: te quiero.
Alicante-Gibraltar,
a 18 de marzo de 2013,
13:49
Si no estás de acuerdo,
estudiaré encantado las críticas que tengas a bien enviarme a mi dirección.