Esta es una carta para
todos los españoles, pero especialmente para cada uno de los
cuatro que fueron el primero de nosotros, don Felipe González Márquez y
don José María Alfredo Aznar López, causantes del problema; y don José
Luis Rodríguez Zapatero y don Mariano Rajoy Brey, que no han sabido no
han querido solucionarlo, posiblemente las dos cosas.
Porque hoy les voy a hablar de la
falta
de respeto de los demás estamentos de la sociedad educativa hacia el
que la sustenta sobre sus hombros casi exclusivamente, los profesores.
En este país la enseñanza antes se tomaba con mucha seriedad. Hace
muchos años, todo el que podía se gastaba el dinero en la educación de
sus hijos. O bien los enviaba a centros privados de probada solvencia,
o bien complementaban lo que recibían sus hijos en la enseñanza pública
con clases particulares. En aquella época, como ahora, no es que los
profesores de la enseñanza pública fuesen peores que los de la privada,
sino que esta estaba mucho menos masificada que aquella, y por lo tanto
cada uno de los alumnos podía aprovechar mejor las clases. Además, el
hecho de que los padres se rascaran el bolsillo para que sus hijos
tuvieran la mejor educación posible era de por sí un buen filtro, ya
que cuando algo te cuesta el dinero, quieres que se optimice, y la
educación se optimiza cuando hay aprendizaje. Por lo tanto, al padre
que pagaba una parte considerable de su sueldo para que su hijo
aprendiera no le sentaba nada bien que el niño no atendiese en clase,
hiciese novillos o no hiciese los deberes. Y actuaba en consecuencia,
haciendo todo lo posible para que sus hijos aprovechasen las enseñanzas
que tanto dinero le costaban. Y uno de los castigos que más efectivos
eran consistía en pasarlos a la pública si no rendían.
Pero este es un país de envidiosos. ¿Por qué los hijos de los pobres no
pueden ir a colegios privados? Y una lumbrera de tiempos pretéritos
tuvo la ocurrencia de subvencionar los colegios privados con fondos
públicos, pero poniéndoles una serie de condiciones. Muchos colegios
privados vieron ahí la ventaja de un dinero seguro, negando la
consecuencia inmediata de toda subvención: se generaliza la
mediocridad: porque, parece ser, lo que no nos cuesta dinero no lo
valoramos.
Pero este problema, con ser real, no es lo más grave. Las aulas de la
escuela pública siempre han estado masificadas, y los maestros de ayer,
como los de hoy, han tenido que adaptarse a las circunstancias y
hacerlo lo mejor que podían. Pero los de ayer tenían una cosa que ya no
disfrutan los de hoy, tanto en la pública como en la privada: LIBERTAD
DE CÁTEDRA. Eso significaba que cada profesor podía enseñar de la
manera que mejor supiera, para conseguir que sus alumnos aprendiesen el
máximo en el mínimo de tiempo. Nadie les cuestionaba los métodos ni el
programa, ni su sistema de enseñanza ni de calificación. Y en esto
llegó don Felipe. González, no de Borbón. Y nos obsequió con una ley
infame que se llamó LOGSE. Reconozco que, en ejercicio docente a la
sazón, la saludé con ilusión y esperanza, pensando que eso de la
enseñanza personalizada y basada en el conocimiento que el alumno
pudiese adquirir según sus condiciones personales, me sedujo. Yo era de
los que pensaban que esa ley era buena y que iba a conseguir que por
fin TODOS los niños de este país aprendiesen mucho y el nivel cultural
de los españoles subiese como la espuma. Iluso.
Porque
en aquella época de la EGB y el BUP
había que estudiar para pasar de curso,
y con tres asignaturas suspensas se repetía el año, lo cual no era
querido ni por los padres ni por los alumnos. Recuerdo que por aquellos
entonces, según la legalidad vigente, si un alumno se negaba a obedecer
una orden de su profesor, se le podía castigar con la expulsión
inmediata, y esa decisión, así como la orden del profesor, serían
revisadas sólo por el juez.
Eran los
tiempos en que los profesores tenían una gran responsabilidad y eran
respetados por todos los estamentos docentes y no docentes, por la
inspección y por el Ministerio de Educación, del que dependíamos
entonces. Pero desde que apareció la LOGSE ya se podía
pasar de curso aunque tuvieras todas las asignaturas suspensas,
si habías repetido ya una vez. Recuerdo que en la etapa anterior a la
LOGSE había alumnos sin muchas capacidades que a fuerza de tesón y
esfuerzo conseguían terminar su bachillerato con 25 años de edad. Pero
ahora el alumno podía repetir una vez en primaria (ya no era Educación
General Básica, sino simplemente primaria) y otra vez en cada uno de
los dos ciclos de que consta la secundaria, uno por cada dos de los
cursos que la componen. O sea, que
desde 1982 un zagal puede verse vomitado del sistema educativo estatal con 18 años sin haber aprendido absolutamente nada,
y por lo tanto, tenga título de secundaria o no, no servirá para
desempeñar trabajo alguno. ¿Era eso lo que pretendía el partido más
votado de esta pseudodemocracia, conseguir carne de obrero
descalificado barata?
Pero entonces vino el segundo acto, tan torpe como el primero: a don
José María Aznar no se le ocurrió otra cosa mejor que hacer que dar una
Ley del Menor en la que este es INIMPUTABLE, habiendo una pirueta absurda e impresentable:
el menor de edad es sujeto de derechos pero no de responsabilidad jurídica.
Da igual a que se niegue a aprender, a colaborar e incluso a portarse
con decencia: no se le puede condenar. Y en los institutos se asistió a
un espectáculo esperpéntico, cuando los inspectores empezaron a aplicar
aquello de «in dubio pro reo». ¿Pero
de verdad eran tan memos que no se daban cuenta de que allí no se trataba de procedimientos judiciales, sino poner una nota?
Así se articularon «sistemas de evaluación» en que el comportamiento se
valoraba con puntos de la nota global, que ya no suponía que el alumno
supiera o no la asignatura, sino que el deseado cinco era una mera
barrera que había que saltar como fuese para poder acceder al curso
siguiente. Se cultivaron asnos ilustres, pues lo importante era llegar,
aunque no se supiera llegar. Los alumnos que se portaban mal no tenían
problema: al llegar el fin de curso se anulaban todos los antecedentes
de mala disciplina, hubiesen hecho lo que hubiesen hecho. Así sucedió
en mi instituto que un grupo de alumnos que estropearon un viaje en un
curso y que fueron castigados a no participar en viajes en lo sucesivo
se empeñaron en ir de viaje de estudios en Segundo de Bachillerato, y
ante la negativa de los profesores de realizar el viaje con ellos, pues
se temían tener problemas que impedirían conseguir los objetivos
didácticos del mismo, la única solución posible para que el viaje se
realizase fue que el director incumpliera la ley manifestándoles que se
les prohibía participar en él. Allí no hubo de eso de «in dubio pro
reo», y se les castigó preemtivamente, como se dice ahora. Eso fue la
prueba del nueve de que esa ley es nefasta y
a
los menores de edad sí que hay que pedirles responsabilidades y
eliminar las pruebas de la negligencia y falta de respeto de los
mozalbetes de un curso para otro sí es causar la obstrucción a la
justicia, que en otros países está penada por la ley. Pero aquí
resulta que es la ley la que causa la obstrucción a la justicia. Los
profesores no pueden castigar a los alumnos directamente, y si lo hacen
se enfrentarán a penas de cárcel, según la
Ley del Maltrato, realizada por el tercer jinete de estos cuatro del Apocalipsis de la Enseñanza en España, don José Luis.
¿Y qué decir de don Mariano Rajoy Brey, el que lo iba a resolver todo
si le daban sus votantes la mayoría absoluta? Pues que no ha hecho
absolutamente nada por deshacer los desafueros que cometieron sus
predecesores en el cargo.
No, don Mariano, la clave no está en la economía.
Los bancos que caigan si tienen que caer, pues ellos también han de
asumir sus responsabilidades. Los Gobernadores del Banco de España que
sean encausados, si tienen que serlo, porque también tienen que ser
responsables de sus actos y desmanes, si es que los han cometido. Pero
mire usted: el dinero es el chocolate del loro.
El problema de España es una crisis de valores.
Que casi todos piensan que lo importante es el dinero, que tanto vales
como tanto tienes. Y eso es una trágica equivocación. Son los
valores morales y humanos, no los económicos, los que sacarán a este país del atolladero de irrisión en que está sumido.
Y eso se consigue con una buena ley de educación, no con unos tímidos
cambios para que no se enfade el personal. No con una ley
criminalizadora que impida a los ciudadanos manifestarse libremente en
la vía pública. ¿Volveremos a considerar reunión ilegal a la que conste
de más de tres personas reunidas sin permiso previo, como en la época
de la Dictadura? La verdad es que se esperaba más de usted. Dele más
autoridad al profesor, haga que se le respete, devuélvales la Libertad
de Cátedra que ni siquiera el Viejo Dictador se atrevió a conculcar.
Recuerdo que en aquella época en que yo empecé a enseñar
los inspectores tenían que pedir permiso para entrar en la clase de un profesor cualquiera. Ahora firman las actas,
o bien ordenan que se ponga tal o cual nota a un profesor, que de no
hacerlo incurrirá en falta grave por desobediencia a un superior,
que en realidad es sólo funcionario de mayor rango. Usted, don Mariano,
ha sido elegido para hacer lo que dijo que iba a hacer. Pero de
aquello todavía no ha hecho nada. Y la educación sigue haciendo aguas.
Y va a ir a peor.
Y ahora nos sorprendemos de que los alumnos españoles sean los que
menos saben según el Informe Pisa. Cuando antes de la LOGSE estaban
entre los mejores del mundo, y los licenciados españoles no tenían
problema para conseguir trabajo en las universidades y empresas
extranjeras con buenos sueldos. Ahora tienen suerte si consiguen un
sueldo de 400 euros en algunos países de Europa. Y eso, señores, es una
vergüenza. Se ha defenestrado a los profesores, se ha esparcido la
sospecha generalizada en contra de ellos, y al hacer eso se ha
torpedeado uno de los mejores sistemas educativos que hemos conocido.
Recuerdo que en los años setenta nos reíamos de los pobres resultados
de los bachilleres norteamericanos; pero ahora aquellos dan sopas con
honda a los de España. Pero esa gesta tiene nombres, aunque no son nada
heroicos. Durante años nos han entretenido al pueblo con esa pelea de
gallos que había en las Cortes Españolas, con un jueguecito que
se llamaba «y tú más». Pero eso ya no cuela. Ahora se nos están cayendo
las orejeras y estamos siendo todos conscientes de que el que nos va a
sacar de este agujero de impudicia es el de «ninguno de vosotros vale
para el trabajo» y negarnos a darles el voto a estos diputados que han
conseguido realizar esta infame cuadratura del círculo. ¿Todos ellos?
Todos los que no lo han denunciado donde hay que denunciarlo: en las
Cortes Españolas. ¿Recuerdan ustedes a uno solo de nuestros diputados
incidir en este problema? Pues yo tampoco. Parece prudente, por lo
tanto, generalizar en esta ocasión: al igual que ha habido unanimidad
entre todos ellos para subirse el sueldo (hecho legal, pero inmoral),
también ha habido unanimidad para negar la necesidad de exigir, o
imponer por mayoría absoluta, un sistema educativo que no fabrique
esclavos descalificados, sino ciudadanos conscientes de sus derechos
porque el conocimiento del mundo que han adquirido en la enseñanza
reglada que proporcione el estado haya sido suficiente y capaz.
Lo que suspende, pues, no son los alumnos, sino el sistema educativo en sí.
No se trata de que se desvíen los fondos europeos para los alumnos
Erasmus o no, sino que tanto los erasmus como los demás alumnos sean
capaces de aprender y que los conocimientos adquiridos les valgan para
medirse en igualdad de condiciones con los de otras latitudes.
Ese ha sido el coste de ningunear a los profesores, señores políticos.
Por estas y muchas otras cosas más nos sobran los motivos para no
desear este sistema y dejar de acudir a votar a ningún diputado en las
elecciones que los jerarcas pseudo democráticos convoquen en el futuro.
Porque merecemos y queremos un sistema mejor. Pero nadie nos lo va a
regalar. Lo tendremos que construir nosotros. No se trata de quemar las
instituciones: se trata de crear otras mejores para que estas se queden
sin clientes y se caigan por sí solas. Por eso
no votemos hasta que se convoquen elecciones a Cortes Constituyentes.
Una cosa que sea de todos, para todos, y donde todos respondamos ante
todos por todo lo que hagamos. No me cansaré nunca de decir alto y
claro lo que deberíamos decir todos los españoles: ¡Viva la República!
Estudiaré encantado las críticas que tengas a bien enviarme
a mi dirección.