Licencia para matar.
A Juanjo le gustaba
conducir. Ya no conduce. Pero no ha tenido ningún accidente que le haya
dejado tetrapléjico, ni le han quitado la licencia de conducir, ni le
gusta tanto el alcohol que prefiere beber en lugar de conducir. No, a
Juanjo le ha dado un ataque agudo de decencia, de dignidad y de
autodefensa.
Hace un año Juanjo iba conduciendo su Porsche 911 Carrera de ciento
doce mil euros por la A7, camino de Granada, desde Alicante.
Otras personas se gastan el dinero en casas, en mujeres, o en otros
lujos, pero a Juanjo le apasiona conducir, y se gastaba el dinero en
coches fiables, buenos, de lujo, sí, de esos que da gusto conducirlos.
Y se hallaba camino de Granada, para ver una vez más ese monumento de
arte cimero, esa joya patrimonio de la Humanidad, la Alhambra de
Granada, el Palacio Rojo, si
lo traducimos literalmente del árabe. Pero cerca del Puerto de La Mora,
empezaron a caer gotas de lluvia. La autovía es buena, tiene dos
carriles a cada lado, y parece bastante sólida.
Cuando rebasaba ya el puerto, Juanjo, que iba a una buena velocidad, a
unos ciento cincuenta kilómetros por hora, adelantó a un Citroen C6 que
iba a 120 solamente. Pero poco después las cuatro gotas se convirtieron
en una verdadera ducha, parecía haberse hecho de noche súbitamente, y
no se veía a más de dos metros por delante del coche, a pesar de contar
con sus buenos faros de última generación. Hombre prudente que desea
llegar a viejo, Juanjo redujo la velocidad de su bólido a 80 kilómetros
por hora, puesto que un golpe de su coche a gran velocidad sería mortal
de necesidad para otros usuarios de la carretera, y quizá para él mismo
también, a pesar de los sistemas de seguridad que pone la marca a estos
coches de élite.
Diez minutos más tarde, observó por el retrovisor que un coche se le
acercaba por detrás. Se trataba del Citroen C6, en el que, observó al
pasar, iban cuatro personas. Se maravilló de que el conductor no fuese
consciente del peligro, y que aplicase la misma velocidad a su vehículo
en tiempo primaveral que en el diluvio en el que estaban inmersos en la
montaña, que a pesar de estar atravesando por medio de una autovía,
siempre hay más peligro. A los pocos minutos dejó de ver las luces
traseras del C6, a pesar de llevar puestas las anti-niebla.
Poco
más adelante le pareció oír algo raro, pero lo achacó a su imaginación,
puesto que lo único que se oía con claridad era el repiqueteo de la
lluvia sobre el techo y el capó del coche y el rugido de su motor.
Súbitamente lo vio: encontró en mitad de la carretera la defensa de un
coche, y tuvo que maniobrar hacia la izquierda para evitarla, a la vez
que le daba un pisotón con ambos pies a los pedales del freno y del
embrague, entrando el coche en una especie de hipo controlado por el
sistema ABS, que por suerte no falló, porque en esos coches nunca
fallan... Y porque Juanjo, aventajado alumno de varios cursos de
conducción en condiciones difíciles que organiza el RACE (Real
Automóvil Club de España) en Madrid, sabía que era la manera de detener
su coche en tiempo mínimo. Así y todo, tuvo que esquivar a un autobús
volcado, que ocupaba un carril y medio. Cuando consiguió detener del
todo su coche, echó un vistazo a la carretera, sin bajarse del
vehículo, y vio un escenario dantesco: con el motor apagado, puso la
marcha atrás, y con la luz trasera de su coche vio con un poco más de
precisión: el autobús estaba reventado, literalmente. Aquí y allí vio
bultos obscuros, que intuía que eran, o habían sido, pasajeros del
autobús. Rápidamente sacó de la guantera un chaleco reflectante, y
saliendo por la puerta del copiloto, cogió los triángulos de emergencia
y una linterna, y saltando por encima del quitamiedos, salió al flanco
de la autovía, y por fuera de ella, desanduvo varios cientos de metros,
haciendo oídos sordos a los gritos de agonía y de dolor que le
llamaban, cual sirenas desgarradoras, desde el centro de la autovía a
lo largo de varios cientos de metros. Una vez que rebasó al autobús,
vio lo que quedaba del C6 que le había adelantado apenas un cuarto de
hora antes, volcado y aplastado. Sus cuatro ocupantes estaban,
presumiblemente, muertos. Aún anduvo cien metros más, y observando y
escuchando con mucha atención, saltó de nuevo el quitamiedos y puso, lo
más rápido que pudo, un triángulo de emergencia reflectante, y regresó
corriendo al otro lado del quitamiedos, su escudo contra la muerte. Aún
anduvo otros doscientos metros, y puso el otro triángulo a idéntica
altura hacia adentro de la autovía, justo entre los dos carriles.
Volvió rápidamente a "su" lado del quitamiedos, y entonces llamó al 112
y al 061, comunicando el accidente.
Durante los diez minutos que tardó en llegar la ayuda, Juanjo
permaneció en su lado del quitamiedos, en el que no muere la gente
habitualmente, haciendo señales con su linterna a los coches que
pudieran aproximarse. Cinco coches le vieron y pararon a tiempo, siendo
informados por él, y a su invitación sus ocupantes se pasaron a su lado
del quitamiedos. Hasta que oyeron las sirenas y finalmente llegaron, a
la vez pero de direcciones contrarias, dos coches de la Guardia Civil y
una ambulancia. Detrás de la misma llegaron aún diez ambulancias más.
Los guardias civiles cortaron la carretera en ambas direcciones, y
sacaron muchas fotografías. Aparentemente habían sobrevivido diez
pasajeros del autobús y el conductor. Y Juanjo, pero él no era ni
testigo ni actor de ese accidente. Total, cuarenta y cuatro muertos.
Rápidamente los policías organizaron el tráfico, y permitieron seguir
su camino a los seis coches que aún permanecían en la zona, pero
cerrándola al resto del tráfico hasta que los bomberos acabaran su
tarea y se retirasen los vehículos siniestrados.
La encuesta subsiguiente demostró que había sido un accidente
desgraciado que no pudo ser evitado, dadas las poco favorables
condiciones atmosféricas. No sirvió de nada que Juanjo le dijese a los
guardias civiles que aquel coche iba a 120 kilómetros por hora. Iba dentro del límite legal de velocidad, le dijeron.
Una semana después Juanjo recibió en su casa la comunicación de que se
le había puesto una multa de doscientos euros por haber rebasado el
límite de velocidad en un 25%.
No corras y no bebas, es todo lo que se les ocurre a los responsables de la seguridad vial de este país. ¿En manos de quién estamos?
Juanjo pagó la multa, vendió su maravilloso Porsche 911 Carrera por un
buen precio, y las pocas veces que viajó en lo sucesivo lo hizo en tren
o en avión. Pero viaja poco. Se ha comprado una casita a la vera del
mar, y allí trabaja por internet para una empresa extranjera, dándose
los lujos que puede. Pero desde su atalaya marítima sigue contemplando
la vida de lemmings que
llevan sus conciudadanos, que se creen que los gestores de lo público
hacen algo por mejorar sus vidas, o al menos salvaguardarlas. Con leyes
como la del tabaco, la del aborto, la del divorcio, y los puntos que te
quitan si no eres bueno y no haces lo que ellos dicen. Que conducir
bien es otra cosa.
Si no estás de acuerdo,
estudiaré encantado las críticas que tengas a bien enviarme
a mi dirección.