Ser invisible es estupendo. Es inaudito. Grandioso. Y una horrible putada.
No recuerdo desde cuando soy invisible. Ni por qué. La gente,
simplemente, no repara en mí. Les tengo que gritar, que chillar, para
que recuerden que yo estoy aquí, con ellos:
¡Eh!, mírame, les digo. Y ellos me miran, y me dicen: ¡Ah!, perdona. No te había visto.
Y se quedan tan panchos. Yo mido 1'90 y estoy algo rellenito. Peso
alrededor de cien kilos, cinco arriba o abajo; y sin embargo soy
invisible. La gente no me ve. A veces he pensado si es verdad que soy
invisible y nadie me ve físicamente, o si todo se reduce a que no me
hacen caso, a que no cuentan conmigo para nada, aunque me vean
físicamente. Me he hecho fotos en un espejo y por el procedimiento de
volver el objetivo de la cámara hacia mí y dispararla, y he constatado
que siempre salgo en la foto. Siempre me veo. Ese es el problema de mi
prueba, como diría Heisenberg: que yo falseo la prueba porque la
hago sobre mí mismo. Que un amigo me saque la foto tampoco me resuelve
nada, porque al pedirle el favor, repara en mí y ya me ve.
Yo me planteé mi invisibilidad hace muchos años en unos grandes
almacenes de Londres, en los que entré a comprar diversas cosas que
pagué al salir..., excepto un destornillador que yo tenía en la mano en
el momento de pagar. Presa de un sentimiento de gilipollez que me
invadió, volví a entrar en la tienda, volví a hacer cola, y pagué el
dichoso destornillador, ante el desternillamiento de la cajera, que no
se explicaba que quedara gente tan tonta en el mundo.
En aquel entonces yo era joven e inexperto, y creía que el brazo largo
de la ley me iba a alcanzar si hacía algo indebido. Hoy, cuando he
dejado tan atrás el dintel del medio siglo que ya no lo veo, me
replanteo esa invisibilidad y concluyo que he hecho mucho el tonto: si
no te ven, puedes hacer lo que quieras, te puedes ir sin pagar de
todas partes, puedes utilizar servicios sin que nadie se moleste,
puedes colarte en todos los sitios, y si te pillan puedes encogerte de
hombros y marcharte.
La gente no aprecia hoy en día dos verdaderas bendiciones: la soledad y la invisibilidad.
Toda mi vida he añorado estar con gente, y cuando estaba solo me
deprimía. Tuve que ir al Tíbet, precisamente a instancias de un amigo
que no quería ir solo, para hallar las ventajas de la soledad. Yo
conmigo mismo. Cojonudo. Excelente.
Sucedió que en el grupo éramos catorce. La guía nos dijo el primer día
que no saliésemos del hotel, que nos moviésemos poco para que nuestro
organismo se adaptase a disponer de la mitad del oxígeno que había al
nivel del mar, pues estábamos a cuatro kilómetros de altura sobre el
mismo. Para mí aquello no fue ninguna penitencia, pues cogí un libro y
me entretuve todo el día leyendo en mi cuarto. La guía nos había
advertido que nos moviéramos luego despacio, y así lo hice en mis dos
paseos hasta el comedor del hotel.
Mi querido amigo Antonio, en cambio, siguió con su vida normal...,
hasta que a las dos horas cayó en cama con un cruel dolor de cabeza. Al
día siguiente teníamos excursión, pero nos presentamos sólo dos: una
septuagenaria y yo. Con la guía éramos tres. Yo no tenía nada en común
con la septuagenaria, así que durante la comida charlé abundantemente
con la guía local, que casi a cada pregunta que yo le hacía contestaba
invariablemente: No puedo contestarte a eso porque no quiero ir a la cárcel. ¡Toma ya República del Pueblo!
Por la tarde salí yo solo a dar un paseo por Lhasa, la capital. Iba
despacito y observaba lo que veía. Veía, por ejemplo, jornadas
laborales de doce horas diarias por un sueldo menos que modesto según
nuestros estándares, que les daba para vivir sin apreturas, sin coche,
sin televisión, sin vacaciones, y sin todas esas costumbres guarras y
capitalistas que tenemos nosotros, degenerados de Occidente, haciendo
de un día de descanso a la semana un bien soñado, como el de mis años
de colegio. Sólo que el de ellos es para toda la vida.
En Tíbet me fue imposible ser invisible, pues era uno de los dos que
estaban en todos los actos. Y allí descubrí que estar en el candelero
es molesto.
Sin embargo, volví de Tíbet con dos tesoros: la soledad y la
invisibilidad aceptadas. Desde etonces no me molesta que al pasear por
la calle tropiecen conmigo: no me han visto, eso es todo. Ya no me
molesta sentarme a escribir a la mesa de una cafetería al aire libre y
marcharme dos horas después sin tomarme nada: el camarero no me ha
visto; he estado tranquilo y me ha salido barato.
Todo esto me ha llevado a plantearme cómo sería mi vida si yo fuera
físicamente invisible. Pero no me ha gustado lo que he concluido: si ya
tropieza la gente conmigo por la calle porque no repara en mí, si no me
vieran de verdad me atropellarían y se asustarían al oír mis quejidos y
caerse ellos. Pensarían en los malos espíritus y manotearían para
intentar librarse de mí. En el caso de los coches, me pasarían por
encima o estaría yo continuamente haciendo mi trabajo y el de todos los
demás: el de evitarme. No, no creo que la invisibilidad sea una opción
apetecible. No es lo mismo esconderte para que no te vean y conseguirlo
que nadie pueda verte
aunque quiera y tú estés delante de ellos. Si la luz pasa a través de
ti, eres transparente, si la luz pasa a tu alrededor y te ignora, eres
invisible. Con los transparentes se tropieza y se les pide disculpas,
con los invisibles se acaba tropezando todo el mundo, y acaban llamando
al exorcista.
No, no me pido la invisibilidad. Me conformo con que me dejen tranquilo.
Plaza del Pueblo,
dicen que de la Constitución,
Almuñécar, Granada,
a 12 de abril de 2013, 12:04
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estudiaré encantado las críticas que tengas a bien enviarme a mi dirección.