San Adolfo.
Decir antes “Adolfo” a
secas era un poco arriesgado en este país, pues la gente entendía que
hablábamos afectuosamente de Hitler. Este es un país en el que el
gobierno había sido antes afecto a la Alemania Nazi durante los años en
que, luego se sabría, se había asesinado vilmente a grupos enteros de
población por el entonces delito de ser diferentes. Ahora lo que se
elogia es ser diferente, y se afirma de forma indecente que todos somos
distintos a pesar de que la evidencia muestra que decimos lo mismo,
hacemos lo mismo, y nos oponemos los que hacen otra cosa y además
lo dicen. O sea, que somos diferentemente iguales, o igualmente
distintos en un insano proceso de oposición entre la moda y la
evidencia.
Pero recentemente hemos asistido a un espectáculo increíble:
ahora resulta que el político más ignorado de los últimos tiempos lo
había hecho todo bien. Tuvo mucho valor y las mil y una anécdotas
de su vida diaria ahora son ejemplares y todo son alabanzas de lo que
hizo entonces y desde aquel tiempo.
En aquel tiempo, sin embargo, los demás políticos lo ponían
verde, le contrariaron, le traicionaron y virtualmente lo echaron del
partido que había creado.
Pero ¿quién fue este Adolfo que ya le ha quitado el puesto en el
acervo popular a aquel otro, el de los campos de concentración? Este es
el Adolfo de la renovación. El que encargó una constitución y la
sometió a votación. Lástima que aquellas cortes que la encargaron a un
selecto grupo de figuras del momento de intelecto desigual no fuesen
constituyentes, como hasta el mismo Adolfo dijo en alguna entrevista.
Una cortes constituyentes son las que elige el pueblo para
elaborar una constitución, no para elegir a cuatro o cinco lumbreras
para que la hagan en función de los egoísmos particulares de los
partidos políticos que tenían prisa por darle la razón a Franco cuando
decía que había que desconfiar de ellos.
Sí, una constitución votada parece mejor que una no votada. Pero el Fuero de los Españoles,
que era la constitución que había hecho Franco, también había sido
votada. Era mejor que no tener nada. Y la del 78 también era
mejor que no tener nada, pues había prisa por derogar la de Franco.
Adolfo estuvo cinco años de presidente, y bajo su mandato se pasó
del Franquismo a lo que ahora se llama Democracia. Entonces los
españoles éramos unos incultos políticamente, y aún lo seguimos
siendo, si consideramos a la población en su totalidad. Se cree que
esto es una democracia, y no se abucheó a Alfonso Guerra cuando dijo
tan jubilosamente que Montesquieu ha muerto porque no se entendía que lo que aquel pensador francés había definido era la esencia de la democracia: la separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Pero lo que el entonces Vicepresidente del Gobierno había anunciado con tanto alborozo en realidad era que Montesquieu había muerto del todo, porque el espíritu de la doctrina del pensador francés había estado ausente de la Constitución del 78 desde su misma aparición, dado que establece que el ejecutivo emana del legislativo en
lugar de elegirlo el pueblo en elecciones aparte, como ocurre en las
democracias de verdad, como las de Francia y Estados Unidos. Pero en un
país de burros esa sandez dicha por aquel hombre del Gobierno quedó
hasta bien, siendo aplaudida por los demás políticos e ignorada por los
que no lo éramos. Que el ejecutivo acabase controlando al poder
judicial y amordazando a la prensa era una consecuencia lógica en el
despropósito de este sistema político que no tiene nada de democrático
y sí mucho de demagógico y oligárquico. Y no me refiero a que el poder
legislativo-ejecutivo nombre según su porcentaje partidista a los
miembros del Consejo del Poder Judicial, sino a algo que ya estaba en
la propia constitución desde 1978: los diputados están aforados,
de modo que cualquier juez que considere que uno de ellos ha delinquido
no puede enjuiciarlo, como al resto de los españoles, sino que tiene
que seguir un procedimiento determinado que consiste, en esencia, en
que no se puede enjuiciar a un diputado si los otros diputados no
quieren. Preguntémosle a los médicos si quieren que se enjuicie a
uno de ellos por negligencia criminal. O a los arquitectos. O a los
policías. O a cualquier otro gremio. Porque en este país lo de “Hoy por
ti, mañana por mí” funciona mucho mejor que la justicia…
De aquellos polvos vienen estos lodos. No, Adolfo no lo hizo tan bien. No convocó Cortes Constituyentes.
¿Tuvo miedo a los militares? Puede que sí. ¿Qué habría pasado si los
militares hubiesen dado un golpe de estado entonces? ¿Se habría
mantenido mucho tiempo? ¿Habría evolucionado hacia una democracia real
como el de los Coroneles en Grecia, o el de la Revolución de los
Claveles en Portugal? Y aunque no hubiera sido así, ¿habrían sido los
ciudadanos españoles de a pie más pobres de lo que son ahora? ¿Es la
democracia un fin en sí mismo? ¿Es un bien absoluto como el de que hay
que ser buenos para ir al cielo?
Pues miren ustedes: yo no soy devoto de San Adolfo. Creo que hizo
las cosas medio bien. Y me jode que no las haya hecho bien del todo.
Estudiaré encantado las críticas que tengas a bien enviarme a mi dirección.