Este libro es una fantasía sugerida por la predicción del libro de los mayas de que el mundo se acabaría el 21 de diciembre de 2012. Felizmente no fue así, pero en los meses previos me lo pasé muy bien elucubrando con esa posibilidad. También es un canto al mar, a la navegación en solitario a la usanza de los viejos marinos, a la solidaridad, a la comunión con la naturaleza, al viejo del mar de Hemingway, a las veinte mil leguas del viaje submarino de Julio Verne, y a las Islas Canarias, en cuyo punto más alto ocurre parte de la acción de esta novela.
Como vemos, el libro está organizado en seis capítulos y un epílogo, de los que ofrezco la lectura de las seis páginas que forman el tercer subcapítulo del tercer capítulo, titulado ¡América, América!, ¿dónde estás?:
El día había sido silencioso. Michel calculaba que que ya estaban a mitad de camino, seguramente sobre la Dorsal Mesoatlántica, o muy cerca de ella. Se trataba de una cordillera submarina de más de quince mil kilómetros de longitud de norte a sur que tiene de mil a tres mil metros de altura, que no obstante no llega a sobresalir del agua más que en algunas islas como las Azores o Islandia, pero que en su cresta tiene una hendidura muy profunda que la recorre casi enteramente.
Al atardecer, Michel empezó a mirar al mar con mucha aprensión. Tanta que a Marion no le pasó desapercibida su intranquilidad.
Aquella noche, varias horas después, cuando se despertó para substituir a Michel para su vigilia, se sobresaltó cuando oyó a Michel soltar tacos, cosa que nunca había hecho desde que le conocía:
Marion le miró preocupada.
Michel se acercó a la sala de mando y conectó dicho aparato.
De repente su cara se quedó pálida, y su voz se volvió temblona.
Aquella noche ninguno de los dos pudo pegar ojo. Había dejado todos los aparatos conectados, y de pronto, a eso de las siete de la mañana, el radar empezó a pitar. Miró en la dirección indicada en la pantalla con los prismáticos, y lo que vio no le gustó nada. Le dio una orden tajante:
Él cogió un hacha y se fue al mesana y derribó las velas de dos golpes. Luego fue al mayor e hizo lo mismo. Acto seguido arrancó el motor y puso rumbo a toda máquina hacia lo que se aproximaba a ellos, cogió otro traje de neopreno, se lo puso, y tomando dos botellas de oxígeno se subió al palo mayor, que era el más alto, tras haber cerrado bien la sala de mandos, tras los pasos de Marion, que ya estaba en la punta del palo. Al llegar él le ayudó a ponerse el traje y la ató al palo con varias vueltas. Luego se ató a sí mismo y le dijo que cuando él le avisase, que se pusiese el respirador. Ambos miraron hacia donde apuntaba la proa de la Trompeter.
Ahora ya estaba amaneciendo, y el barco llevaba un rumbo hacia el Noroeste. Lo que vieron les habría tirado al suelo de la impresión que les hizo, si no hubiesen estado atados al palo: la Trompeter se dirigía a diez nudos hacia una muralla de agua enorme. Cuando el barco llegó a ella, su proa se clavó en aquella cortina acuosa y vieron como desaparecía a sus pies. El palo mesana desapareció enseguida, y el barco se inclinó como si subiera por una cuesta. Pronto la cubierta desapareció entera, y vieron subir el agua por el palo mayor poco a poco. Les llegó a los pies y seguía subiendo. Michel le tomó una mano y se la llevó al respirador. Se lo puso y luego se puso el suyo. Le tomó la mano otra vez y se abrazó a ella. Marion se aconchó a él todo lo que las ataduras de ambos se lo permitieron.
“Así que esto es el final”, se dijo mientras veía que el agua les llegaba a la cintura. Estaba fría. Le miró y le pareció cómico, vestido de hombre rana, con una botella de aire comprimido colgada a la espalda y atado al palo, como si fuera una mosca atrapada en una tela de araña. Supuso que ella tendría la misma pinta. Le miró y esbozó un beso hacia él y se acabó de ajustar el respirador cuando el agua les llegaba al cuello. El agua siguió subiendo hasta que les cubrió por completo. Pasaron varios minutos en los que se oía un rumor extraño del agua al rozar con las vergas y con sus cuerpos. Ahora podían ver el barco con una luz lechosa, grisácea. Aún se oía el motor de la Trompeter.
Y entonces ocurrió algo muy extraño: el agua empezó a bajar y se vieron de pronto con la cabeza fuera de ella. Vieron como el agua bajaba por el palo y vieron también el mesana y luego la cubierta. El barco ya estaba fuera del agua, pues su gran flotabilidad había vencido y les había subido a la cresta de la ola, de la que estaban resbalando por el otro lado con velocidad creciente, hasta que al cabo de unos minutos que se hicieron eternos el barco recuperó la horizontalidad. ¡La vieja Trompeter había vencido al mar una vez más!
Se desataron y bajaron del palo. Entraron en la sala de mando, y vieron otra cosa mucho más agradable: estaba todo seco. Había resistido el sistema de estanqueidad del navío. Era increíble. Más de diez minutos debajo del agua y ni una gota había penetrado en la nave. Por eso habían subido tan rápido.
Michel ya no se fiaba de las mañas de los viejos marinos, así que terminó de conectar todos los sistemas electrónicos y vio varios ecos en el radar. Consultó los satélites y contó no menos de otras treinta tsunamis que se dirigían hacia ellos, pero con altura descendente. La primera había sido de más de cien metros de altura. Venía otra de 70, que les llegaría en diez minutos, y luego varias de 60, 55, 47, 32, 20, 18, 15 y luego otras más “normales” de “sólo” ocho o nueve metros de altura, que ya no se podían considerar anormales en mar gruesa y oceánica. Decidió que estaban más seguros donde estaban, en el interior de la sala de mando, pero no se quitaron los trajes ni las botellas. Le dio tiempo apenas de recoger las velas de mala manera y refugiarse de nuevo en la cámara de mando.
Las tsunamis que les llegaron fueron 40 en total. El viejo navío las sorteó todas con mucha gallardía. Nunca habían visto el mar por debajo de la superficie desde su barco. No era agradable, pues todo se volvió negro y poco a poco iban escalando cada una de las olas, siempre directamente en contra de su marcha a toda máquina. Iban viendo cómo se acercaba la superficie plateada desde abajo, hasta que la atravesaban y veían de nuevo la luz del sol. Y así 40 veces.
Consultaron de nuevo la información meteorológica de los satélites y vieron que había más tsunamis, pero ya no se dirigían hacia ellos, sino que se alejaban. Estaban lejos, y su velocidad excedía la de su barco, por lo que ya dejaron de preocuparles. Miraron el sonar y vieron, con satisfacción, que el fondo estaba ahora a más de mil metros de la quilla de su navío. Efectivamente, el mar había bajado por alguna razón que seguía escapando a su comprensión, pero había vuelto a subir tsunami a tsunami.
Entonces Michel dejó a Marion al cuidado de los aparatos con la orden de avisarle si veía algo raro o se oía algún pitido, y él se fue a substituir los cabos de gobierno de las velas por otros nuevos. El viento había caído del todo, y notó la falta de la corriente del Golfo. “El mar se ha vuelto loco”, se dijo. “No entiendo nada”.
A lo largo del día empezó a soplar viento del NE con fuerza 43. Izaron la mitad del velamen, aunque ya no pudieron contar con el spinnaker porque el viento no venía de popa.
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