Escrita entre 2009 y 2011, es mi segunda obra. Publicada por la editorial MurciaLibro, es una novela histórica osada y entretenida que narra las aventuras de un camellero de los Reyes Magos, que de su mano nos va llevando por todos los estratos y la geografía del Imperio Romano en la época de la Dinastía Julia, que comienza con Octavio Augusto y termina con el Emperador Nerón, en casa e intimidad de cuyo tío, el Emperador Claudio, consigue entrar Tirolino y por eso nos puede ir contando de primera mano cómo funcionaban en aquella época el Imperio y las provincias romanas.
Agotada la primera edición, se publicó una segunda corregida y aumentada, que se puede aún encontrar en tapa blanda en la editorial Lulú por el precio de €6'40 más gastos de envío. El origen de este libro es doble: aún con la euforia de haber terminado mi primera obra, me decidí a escribir algo sobre el mundo romano, que me había fascinado desde que, siendo un niño, mi profesor de Historia —el siempre recordado don José Gadea— me contó las aventuras, gloria y miserias, de aquel pueblo; y así produje en poco tiempo una historia en 80 páginas, o sea, una novelita de corte histórico fácil de leer, generada a partir del cuento con que se abre la obra (Otro cuento de navidad, en disimulado homenaje a Carlos Dickens). Pero cuando andaba buscando quien me lo publicara, llegó a mi conocimiento que en el pueblo conquense de Valeria se convocaba un concurso literario cuyo requisito principal era que dicha ciudad fundada por los romanos figurara en el argumento de una u otra forma, y sin encomendarme ni a Dios ni al Diablo, me puse manos a la obra, pero al considerar una ciudad romana en particular, el libro creció hasta casi 280 páginas; y además de Valeria aparecen otras ciudades, como Lucentum (conocida hoy en día como Alicante), Segóbriga y varias más, amén de las que ya figuraban en la versión anterior. Mi libro no ganó dicho concurso, si bien fue finalista, pero la ganancia real fue que conseguí un libro mucho mejor, más completo, y me llenó de satisfacción.
Este libro y su antecesor, El amo de casa, no disponen aún de versión electrónica, por lo que solo se pueden conseguir en papel en las editoriales Dédalo y Lulú, respectivamente, aunque no descarto digitalizarlos en el futuro.
A continuación les presento el índice y un fragmento, para que se hagan una idea del libro.
Índice
Otro cuento de Navidad, página 5.
La versión de Tirolino, página 9.
Calenda, página 187.
La relación de Claudia, página 257.
Dramatis personae, página 264.
El fragmento que pongo a continuación no puede ser un capítulo entero, como en la descripción de mi primera obra, pues el cuento inicial es muy breve, y el capítulo central, La versión de Tirolino, que da nombre al libro, tiene 184 páginas; el tercero, Calenda, tiene 78, que es excesivo también; y el último, La relación de Claudia, destripa la novela, que merece la pena ir descubriendo poco a poco a medida que su protagonista, Tirolino, va creciendo cultural y humanamente a lo largo de sus 278 páginas. Había pensado poner aquí su Dramatis Personae, o sea lista de personajes, para que el lector se haga una idea de esta importante novela histórica, que sin embargo no cansa, pero me he convencido de que también destripa la historia, así que sólo puedo decir que en total son veinte personajes los que se llevan el centro de la atención del lector, y por lo tanto es necesaria esta lista, aunque la sitúo al final del libro por las razones antedichas.
Fragmento: El texto que ofrezco a continuación son cinco páginas del capítulo principal del libro, que le da nombre y ocupa 184. Le he puesto un título de fortuna (entre paréntesis) por dos razones: porque creo que todo capítulo de una novela ha de llevar título para motivar más al lector en su lectura y además conseguirse así que el índice sea algo más que una serie de números y oriente mejor al lector; y por dar algo de unidad a esas cinco páginas, ya que no existen como capítulo independiente, sino que están incardinadas en el capítulo más extenso del libro, que iba a ser capítulo único, si bien desestimé hacerlo debido a problemas estructurales y argumentales que se verán al llegar al fnal del libro.
Espero que disfruten ustedes con la lectura, y que les motive a disfrutar durante unas horas del Imperio Romano, del cual somos herederos todos los que hemos nacido en la civilización occidental.
Sin preguntarme cómo lo había averiguado, se llevó la mano a la espada, pero yo le previne con un gesto:
Le seguimos con disimulo, y entre dos tiendas vimos que un bereber había dejado inconsciente a un oficial romano, y nuestro perseguido ya tenia en su mano una gubia y se aprestaba a darle un golpe fatal. En ese momento la espada de Demetrio se clavó en su espalda, muriendo el bereber con un grito horrible, que asustó al otro. Yo me tiré encima de él, y cuando Demetrio iba a darle una estocada, le dije:
Demetrio se retiró unos pasos, yendo a auxiliar al oficial romano inconsciente, que volvió en sí poco a poco.
Yo miré al desventurado, y le dije:
El sicario sabía que no bromeábamos, así que cantó todo lo que sabía. En un latín chusquero y engañoso nos contó una historia de un grupo de rebeldes que planeaban dar un golpe contra el gobernador romano de la provincia, pero había cosas que se callaba. Se interrumpía a sí mismo y hablaba en su idioma, creyendo que yo no lo entendía. Se decía cosas como, “me van a matar”, o “¡a ti te lo voy a decir!” Por eso, cuando el general me pidió un informe, le dije que había confesado un plan para atentar contra el gobernador, pero que se le podía sacar algo más. Los romanos usualmente torturaban a los prisioneros en estos casos, pero yo creía que se podía hacer otra cosa más eficaz. Por eso le pedí tiempo y cuatro soldados romanos. Me los concedió, y procedimos a atarlo a una cruz, y la pusimos en pie.
El pobre diablo empezó a aullar, jurando que ya me había dicho todo lo que sabía.
Media hora más tarde vino uno de los soldados que había dejado apostados a una distancia razonable de la cruz, de forma que pudieran oír lo que quería el crucificado. Me dijo que estaba dispuesto a hablar.
El pobre diablo me dio nombres, tiempos y lugares. Y fuimos corroborando la existencia de todas esas personas.
Los romanos querían dejar al pobre hombre en la cruz, pero yo apelé a su sentido del honor: en su nombre, yo le había prometido que su vida se respetaría, y además, si lo matábamos, los demás se pondrían en alerta y no podríamos capturarles. Por eso, simplemente, lo bajamos de la cruz y lo dejamos marchar. Pero antes tuve una pequeña conversación con él:
Me miró con aire suspicaz:
Los soldados comprobaron los nombres de todos los que me había dicho el pobre hombre. Pero no detuvieron a ninguno.
Se trataba de veinte de nuestros exploradores locales. El enemigo
se había infiltrado en nuestras filas.
Cuando los terroristas llevaron a la esposa del gobernador al lugar
que conocíamos de antemano, y estaban redactando el ultimátum, se
llevaron una sorpresa: cayeron dos patrullas sobre ellos, liberaron
a la esposa, y cogieron prisioneros a todos los de la banda. Me
llevaron con ellos por si había problemas de comunicación, y la
sorpresa que me llevé yo fue minúscula: la supuesta esposa del
gobernador romano no era otra que Fiammina, a la que había conocido
en casa de Arnus. Naturalmente, los bandidos no la conocían en
persona, ni a la esposa del gobernador tampoco. Supusieron que la
que dormía en la cama de la esposa del gobernador era la
gobernadora, y se la llevaron sedada, como habían planeado desde el
principio. Ella era la que había corrido el peligro, si la cosa
hubiera salido mal.
El propio gobernador me felicitó en persona por mi astucia y me
ofreció su ayuda y su disposición a hacer por mí lo que yo le
solicitase. Sabía que los romanos no me darían la libertad así como
así, por lo que yo aproveché para pedirles a Fiammina. Que se me
asignase a mí. El gobernador, con sonrisa cómplice y picaresca me
dijo que lo intentaría, y al día siguiente, después de habérsela
comprado a Arnus, me la envió al campamento.
Un esclavo que tiene una esclava, ¿dónde se habría visto eso?
Bueno, yo me estaba adaptando al mundo de Roma bastante pronto. Ya
me habían dado ropas de explorador local adjudicado al regimiento
del General Laurentius, pero como tal no me permitían tener mujer
conmigo. Pero, de todas formas, se me garantizó que estaría en lugar
seguro y que cuando quisiera verla me la harían llegar de forma
discreta, o me dejarían a mí ir a verla.
Cuando vio que en lugar de a casa de su amo se la retenía en el campamento se puso un poco nerviosa. Pero cuando vio que en la tienda entraba yo y no un oficial romano, se tranquilizó un poco.
Ella sonrió, pero un poco intranquila.
—¿Ahora te pertenezco a ti?
Aquella noche la amé por segunda vez. Luego, al alba, salió del campamento, y estuve unos meses sin verla. Tampoco quería verla yo, pues si los espías bereberes sabían algo de mí y de lo que había pasado, podrían tomar represalias contra ella.
Espero que disfrute de esta historia
séxtuple. Si así no ha sido, estudiaré encantado las críticas que
tenga
a bien enviarme.