Son cinco cuentos de terror de diversos estilos, realizados por cinco escritores bien avenidos. Se puede comparar por 1 euro en Amazon en formato digital. La portada y contraportada se deben a la imaginación y el bien hacer infográfico de José Antonio Flores Yepes.
Os presento, a modo de fragmento, la primera página de cada uno de los cuentos. Si queréis saber el final de alguno de ellos, ya sabéis dónde podéis comprar el libro:
por José Antonio Flores Yepes
En la plaza de La Merced, en el barrio de la Milagrosa, la gitana leía la mano. Allí pasaba los días desde que tenía uso de razón. Era lo que su madre y sus tías le habían enseñado, desde que con poco más de tres años, andaba y recitaba el santoral, con la intención de captar al cliente y sacarle unas monedas.
Ahora, con dieciséis años, seguía enseñando «o trabajando, según se mirase» en la calle: la buen fortuna, siempre en el mismo lugar, con una cesta de mimbre recubierta con un pañuelo blanco bordado de flores rojas, por las calles del centro y la plaza de adoquines gastados, junto a la visitada catedral, donde sabía que con un poco de esfuerzo y su desparpajo, vaciaría la cesta de ramas de romero y llenaría el bolsillo. Su madre la acompañaba a veces, sus tías, siempre. Sin embargo, a pesar del oficio, hacía años que sus diferencias con relación al método, la había apartado en el momento del trabajo de su grupo familiar. «Ya no necesita nuestra ayuda le decían ellas», aunque seguramente nunca la necesitó. Sin embargo ellas, no podían evitar mirarla con orgullo y envidia.
Solo faltaba, en el haber de María, que un gitano de ley la desvirgara la noche de bodas atendiendo a la tradición; eso le decía la madre, que ya le buscó marido por acuerdo y que ella cuando se enteró puso el grito en el cielo, desbocándose días más tarde el muchacho por un terraplén en el que perdía la vida. Según sus tías y la propia, tenía que ir buscando marido, si bien, no faltaban pretendientes que la acosaran día y noche, y no solo gitanos.
María era un huracán de actividad. Más alta de la media de los de su raza: un metro setenta. Morena que casi rozaba el color de piel de una mulata, pero claramente diferente, distinta, y para cualquier hombre en su definición diría: exuberante en atributos y muy hermosa. Ojos grandes y negros, a juego con un pelo ondulado en tirabuzones que se perdían en su espalda hasta el comienzo de sus nalgas. La genética gitana terminaba en unas curvas pronunciadas y perfectas, definidas en unos pechos erguidos y tan tiesos que hacían perder la vista al mirar su pronunciado y provocador escote, de cuantos pasaban por la plaza donde hacía su puesto. Por solo mirarla de cerca, muchos clientes asiduos, compraban sus ramas de romero y de paso, sus palabras.
Le habían enseñado desde chiquitita, que para poder vender sus dones, dones presupuestos por ser gitana, tenía que amenazar con conjuros y maldiciones. Una rama de romero cinco euros. Eso da suerte les decía. Diez por leer la mano y la buena fortuna. Quince por quitar el mal de ojo. Otros tantos por averiguar el futuro y predecir amoríos o fortuna. A aquellos que no accedían a ello, los que no daban siquiera la voluntad, a esos, tenía que enviar a modo de conjuro o pócima verbal, una maldición:
«Maldita sea tu estampa, mal cáncer te entre, tu mujer te pondrá los cuernos, un accidente te dejará sin na»
El señor Jorge Baviera espera en su hermoso caserón victoriano de tres plantas con sótano y buhardilla, con su tejado de pizarra, el primer testigo de la caída del día hacia la noche.
Está dichoso porque podrá cerrar un negocio. Repasa cada una de las estancias, cierra las ventanas, a las puertas se asegura de echarles la llave, no quiere que nadie entre, que nadie le vea, porque cierra las cortinas de terciopelo rojo, dejando estancias en penumbras, alumbrado por linterna.
Los objetos de su casa son demasiado caros y valiosos como para quedar destrozados.
Paseando por el pasillo pictórico contempla sus obras y su imagen de culto filántropo.
Encuentra su teléfono móvil en el salón encima de la barra de madera de roble, del bar.
Abre una botella de ron de reserva especial con su mano izquierda, la derecha marca y llama.
Aquí le espero señor Moncada para cerrar el trato, no se preocupe si está viviendo un infierno, yo ya estuve allí y salí bien, salí victorioso, nunca pierdo un trato señor Moncada, recuerde eso nunca pierdo un trato, será mejor que no suba el precio de esas obras o perderá algo más que su dinero, ¿Ha oído señor? Je, jejé, eso está mejor, espero que no pierda su humor, nos vemos el catorce, espero que no me falle, tengo que colgar, hay tormenta Y cuelga el teléfono regocijándose.
Se encuentra reposando la cena y la risa en su sillón favorito, enfrente de la ventana, contemplando el paisaje que tiene tras el ventanal grande de su casa, en el salón enmoquetado de su gran mansión, con el sudor de su trabajo, en ella habitan sus cuadros de pintores, con sus alfombras persas decorando.
Está viendo el eclipse que hay de luna, ya falta poco para que el asteroide quede cubierto por completo, por un tiempo corto lo mira inquieto maquinando, sumido en pensamientos profundos, solamente los conoce él ensimismado en ideas atrayentes, abyectas, aquel contemplador de nubes negras que se amontonan en complot contra la luz del sol, que se esconde pacífica tras unas montañas al este, avecina tempestad, la noche perfecta antoja.
El astro está casi tapado por completo, lentamente se oscurece toda la estancia, no hay luz lo ha comprobado antes, además le apetece estar sentado a solas a oscuras, con una copa de ron seco en la mano derecha, mirando el infinito el ocaso del día, la luz extraña que alumbra con su oscuridad, donde está la luna aunque ya no se vea tapada por algún planeta que ejerce su ciclo.
Las pupilas concentran su mirada y su percepción en algo invisible, que no
podemos
comprender ni observar, solamente él sabe lo que es. Hasta que
un rayo
tremendo, estruendoso, horroroso y su lleno advenimiento que
tras unos
segundos empieza la lluvia torrencial.
Miedo.
Tengo miedo. Tengo miedo de escribir un cuento de miedo. Porque me da miedo no hacerlo bien; pero sobre todo porque si lo hago bien del todo, me voy a meter dentro de la historia, tanto que me va a dar miedo.Y yo no quiero pasar miedo. Antes que pasar miedo me voy al cementerio y mato a un muerto, para que no se levante y me mate él a mí. O ella, que ahora las muertas también pueden salir sufragistas, las madre que las parió.
También me da miedo no tener una idea clara para escribir este cuento de miedo, aunque al final no sea un cuento de miedo que esté de miedo.
Yo me suelo ir a diversos sitios para coger ideas y ver si allí está la hija de la gran puta de la improvisación o su prima hermana, la no menos puta de la musa. Y en esta ocasión me fui al cementerio a cagarme en los muertos de algunos. Pero me los encontré a todos jugando al póker.
Juan llevaba cogida de la mano a su hermanita Carmen una niña rubita con el pelo rizado y unas gafitas de montura azul, con cristales que le hacían unos ojos más grandes—, hasta que doblaron la esquina y ella se soltó de la mano encargada de su seguridad: la de su hermano, de un estirón seco y con decisión; ya era libre fuera del alcance de la visión de su madre.
Iban de camino a la escuela de música de su pueblo coexistían dos: una buena y otra mala, pero ellos iban a la buena, a la siempre—, los dos estaban estudiando para ser músicos. Juan como guitarrista (soñaba con su guitarra eléctrica hasta en sueños, pero algún día sería) y Carmencita como intérprete solista de piano, según su padre la gran esperanza familiar de las teclas que lo retirara de la vida laboral sin futuro para siempre.
Hacía un sol de justicia para estar a mediados del mes de febrero, y los dos hermanos caminaban separados hacia su destino sin imaginar nada. El de 1984 fue un año muy especial, diferente para ellos aunque todavía no lo sabían, pero hoy les tomaban la lección a los dos, varios temas musicales sobre el siglo XIX y la influencia recíproca entre España y sus colonias americanas. Sones, guajiras y demás, con temas como María Cristina y otras delicatessen, se quejaba Juan, pero en versión clásica, muy arregladas y armónicas, claro: aburridísimas, con lo cual el ánimo de los dos era regular, ya que si bien no tenían ninguna dificultad técnica sí eran un petardo, como apuntaba la pequeña Carmen. Lo bueno de la botella medio llena era que se la habían aprendido de memoria y punto, y la audición sería corta y un positivo para la nota.
Para evitar el sol directo, o para apaciguar sus efectos, caminaban por la atenuada sombra que daban los escuálidos naranjos plantados en los alcorques de la acera, intentando no tropezar con las losas sueltas que minaban el camino.
La pequeña Carmen, con su mochila de partituras a la espalda, se agachó para recoger un objeto, de dentro de un alcorque, que le llamó la atención.
Sonaba el pitido del coche insistente. Él, sin embargo, tenía la mente en otro lugar, no se había dado cuenta de que llevaba un tiempo en verde. Con el sonido de la tercera pitada, reaccionó y salió de su ensimismado pensamiento. Fantaseaba con hacer el amor a su pareja. Llevaba en una bolsa de papel, justo en el asiento de atrás, la botella de vino blanco, las dos rosas rojas, y en esta ocasión, había pasado por el supermercado y comprado unas fresas. Sabía que a ella le gustaban, la ponían loca, muy loca. Se la imaginaba en ropa interior roja y negra, o mejor sin ella, sobre la cama Al salir fue cuando sucedió el accidente. El Audi A4 se había saltado el semáforo y la colisión fue inevitable. El coche dio tres giros completos; el airbag desapareció casi con la misma rapidez con la que había emergido y la parte delantera del Ford Focus corrió la misma suerte. Por un momento, cuando la vista se apagó, sintió que su vida era una extraña en su cuerpo. En un momento pasó de la ilusión y el nerviosismo de hacer el amor con su pareja a la más absoluta tranquilidad.
Cuando pudo respirar, fue como nacer. Estaba desorientado, perdido, la velocidad, el golpe. Podía ver como los cristales atravesaban el habitáculo cual llovizna en otoño, cómo del asfalto saltaban chispas en un golpe tras otro, y cómo el metal se retorcía asemejándose más al plástico blanco. Sí, volver a estar vivo y pensar en cómo salir de allí para poder contarlo. Otra oportunidad, pensó aguantando una punzada que le partía por la mitad. Comprendió que independientemente de lo que pudiera sentir o pensar, tenía que salir de aquel amasijo de hierros con la máxima premura. La duda de si el coche podía empezar a arder era una alarma que le asaltó el pensamiento, llevándole a la obsesión de querer salir. En las películas recordaba que el coche solía primero arder y luego explotar.
Intentó abrir lo que quedaba de la puerta, pero estaba bloqueada y un dolor intenso y punzante le cortó la respiración al tensar el brazo para abrirla. Pensó que todo había acabado, resignándose a terminar aferrado a la puerta, que se había convertido en una masa amorfa de metal, sin luna, que yacía hecha añicos, esparcida por el suelo.
No desaparecía el dolor del brazo, ni tampoco el del pecho. Nunca antes había tenido nada roto. Claro que tampoco nunca antes había tenido un accidente tan brutal. Podía ver, ahora en el asiento de al lado, la botella de vino. Ésta había aguantado, seguía intacta, inexplicable. Se encontró ensimismado mirando la botella con el cristal verde y la etiqueta azul y negra dibujando paisajes de viñedos, y quiso reír, pero ¿cómo coño iba a reírse? Recordó el otro coche, preguntándose: ¿por qué alguien se salta un semáforo? Cuanto hijo de puta suelto. Miró y vio que el individuo estaba en la calzada de pie. El coche tenía el morro destrozado, en realidad no tenía morro, pero aquel cabrón estaba allí con el móvil en la mano. Menos mal que por lo menos, no había podido escapar dándose a la fuga, pensó Jesús allí empotrado entre el asiento y el volante.
La ambulancia y la policía no tardaron en llegar. Había sido el conductor del coche que le había pitado para que saliese del semáforo el que había llamado al 112. El del Audi, consciente de su acto, llamaba a un abogado.
Los bomberos cortaban el metal con cuidado. Era la única forma de salir. Daban ánimos con chistes o bromas sobre la situación. —Al menos estás vivo—, dijeron al verle.
La botella de vino blanco se quedó entre los restos del coche. ¿Qué sería de las rosas y las fresas? Jesús se hacía la reflexión entre goteros y sondas, acostado en la camilla de la ambulancia camino del hospital.