Serena es una sirena de edad indescifrable, que en un día se encuentra a un inocente bañista, al que decide adoptar y enseñarle su mundo submarino, si él se puede adaptar.
Lo que sigue es la profunda transformación de Diego, que representa lo mejor de dos mundos que se van desplegando ante los ojos del lector.
Naci en una isla del Mar Mediterraneo, cerca del continente africano. Algunas de nosotras nacemos en el mar, pero las sirenas preferimos dar a luz en tierra, de forma que la bebé pueda usar los pulmones, dado que las branquias se abren en nuestros ijares y se utilizan automáticamente en cuanto nos falta el aire. Por el contrario, cuando damos a luz en el agua a la bebé se le abren las branquias automáticamente, lo que causa que al salir a tierra le cueste mucho más abrir los pulmones al aire circundante, llegando a ahogarse si su madre no interviene rápido. Cuando una sirena sube a tierra lo hace reptando, ayudándose con las manos, hasta que la cola se seca y se forma nuestro abdomen, con piernas muy blancas, porque no les ha dado el sol. Normalmente exhibimos el sexo femenino, que es lo natural en nosotras, pero si hacemos un esfuerzo mental antes de salir del agua hasta que nuestras piernas se han secado, podemos convertirnos en sirenos, a voluntad. No es algo que se haga con frecuencia, excepto con fines reproductivos, ya que sí que somos vivíparas y necesitamos por lo tanto el concurso del macho.
Mi padre, Nefrenio, mantuvo su sexo durante 20 años, hasta que yo me desarrollé por completo, pues decía que necesitaba un referente masculino. Luego se convirtió en Nefrenia y fue la mejor amiga de mi madre. El padre de mi hermana, sin embargo, fue Sheelo, que a los pocos días del parto retornaría a ser Sheela porque decía que no lo podía soportar. Por suerte para Siele, mi padre y yo la adoptamos y le enseñamos todo lo que él sabe, antes de feminizarse otra vez, cuando ella tenía diez y yo veinte años de edad.
Una o dos decenas de años de edad es todavía niñez incipiente, en comparación con lo que las sirenas tenemos que aprender para sobrevivir y para lo que podemos llegar a hacerlo, dado que nuestra longevidad es muy larga y se mide en siglos.
Mi madre, Irenia, nunca había tenido hijas, y le costó bastante más de lo que pensaba traerme al mundo. Una sirena puede tener descendencia una vez cada diez años, aproximadamente, por lo que cuando nació mi hermana Siele, yo ya había aprendido muchos trucos para defenderme en nuestro hábitat, la capa líquida que cubre nuestro mundo.
Jeje, el hombre se cree el rey del universo, pero no llega a los cien años, normalmente, y en cambio nosotras morimos por accidente o por sirenicidio, pues no solo somos longevas por definición, sino que nos encanta la vida. El hombre se encasilla en países de varias decenas de miles de kilómetros cuadrados, quizá un millón, pero nosotras tenemos cinco mil millones de kilómetros cuadrados (o sea, casi doscientos trece mil millones de kilómetros cúbicos) para una población mucho menor, de apenas unos cientos de nosotras. A veces muere una sirena, pero es algo muy poco frecuente. No tenemos depredadores, y no depredamos. Algunas de entre nosotras se alimentan exclusivamente de plantas marinas, pero otras nos comemos diferentes especies de animales del mar, aunque no de forma tan exagerada que acabemos con ninguna especie. Mi manjar preferido son los tiburones, porque no tienen huesos, y sus partes más duras son los dientes de la boca, pero esos los escupo. Los tiburones se comen todo lo que pillan, son voraces, y les vuelve locos la sangre. Por eso yo voy a por ellos.
Como decía, mi madre me dio a luz en una isla del Mediterráneo, nosotros la llamamos Iscia, pero creo que los humanos la llaman Chipre. Cuando no había humanos allí era un lugar pacífico, con unas puestas de sol magníficas. Pero desde hace unos cuantos miles de años aquella gente no deja de pelearse entre sí, y a veces han sorprendido a algunas de mi especie y las han atacado, sin saber que a nosotras nos temen los tiburones. Mi amiga Tiara sufrió en una ocasión el ataque de dos humanos, y se defendió a bocados y acabó con ellos. Luego me dijo que no sabían muy bien, aunque eran muy nutritivos. Tuvo que nadar mucho para sintetizar todo el alimento que le procuraron aquellos dos desgraciados. Estuvo casi un mes sin volver a comer, y le dio una aerofagia que le duró semanas. Por las burbujas que hacía sabíamos las demás dónde estaba Tiara...
Mi madre me amamantó hasta los diez años, cuando nació Siele. A partir de entonces mi mentor fue Nefrenio, mi padre. Él me enseñó a cazar, y a respetar las poblaciones de peces que no eran muy numerosas. También me enseñó a romper las redes de los pescadores que pescaban todo lo que pillaran, sin importarles hacer desaparecer colonias enteras, fueran de especies minoritarias o no. Nosotros les rompíamos las redes, e incluso hacíamos naufragar sus barcos, atrayéndolos a las rocas con nuestros cantos, pues en contacto con el aire nuestra voz es melodiosa y cantamos a dúo y a trío muy bien. Ellos nos ven cuando sacamos medio cuerpo fuera del agua, y se encandilan con nuestras cabelleras y nuestros pechos, creyendo que somos de su especie, y vienen hacia nosotros. Encallan sus barcos y naufragan, y si no saltan a tierra a tiempo, los tiburones —que también han oído nuestros cantos y los saben preludio de un festín— se presentan y hacen escabechina. Nosotras los dejamos hacer, pues tardan tres días en sintetizar la carne de los terrestres y entonces los tiburones saben mejor cuando nos los comemos nosotras a ellos.
Nefrenio también me enseñó a distinguir las corrientes submarinas y a aprovecharlas para navegar con mayor rapidez y menor esfuerzo, así como a interpretar bien los mensajes que nos traen por medio del color, el olor, el sabor, gusto y la temperatura.
La luz del Sol —del rojo al violeta— no penetra mucho el mar. Cuando nos apetece, nos subimos a la superficie y nos tendemos de espaldas, recibiendo los rayos de nuestra estrella durante horas. A veces se acerca algún delfín y juega con nosotras, y charlamos mucho. Otras veces nos quedamos dormidas mirando hacia arriba o hacia abajo, lo cual nos da un tono más obscuro en la piel. Me gusta cuando las olas me levantan, y observo desde la cresta el mar circundante. A veces cabalgo la ola de modo continuo, de modo que siempre estoy en la cresta, y me parece estar en la cima de una montaña quieta en el mar, aunque en realidad me muevo con la ola hacia alta mar o hacia la playa, y cuando llego a esta me tiendo sobre la arena con los brazos extendidos. Más de una vez me he despertado con la cola seca, o sea con mis piernas. Cuando me ha pasado eso y veo a algún humano cerca me sumerjo en el agua para no acabar haciéndole daño. Ellos se quedan embobados, mirándome, y tras tirarme al agua, ellos se quedan mirando para verme aparecer, lo que nunca sucede.
Es en esos momentos en que estamos tendidas en la playa cuando puede aparecer un sireno y nos fecunda. Pero la vida de una sirena se complica mucho cuando eso sucede, pues los siguientes 80 años tenemos que estar pendientes de nuestra cría para enseñarle a vivir como una buena sirena.