Son 64 cuentos escritos entre febrero y marzo de 2021. Cada cuento tiene una introducción y una conclusión de 375 palabras, y una parte central de 750. El género de cada uno es diferente. Espero que les guste a los lectores.
Álex había tenido mala suerte en la vida. A pesar de haber nacido con un defecto en un pie, el tribunal militar decidió que sí que estaba apto para el servicio, y aunque iba cojeando al hacer la instrucción, su leve cojera no le impedía marchar con el arma al hombro, y participar en las maniobras y disparar como el que más. Eran días aciagos para la naciente República Francesa, que estaba rodeada de enemigos por todas partes, los que le surgían y los que se buscaba ella sola al querer exportar sus ideales de Libertad, igualdad y fraternidad a tiro limpio, lo cual a Álex le parecía una gran incoherencia. Pero ¿quién era él, un mísero soldado cojo de pueblo, para criticar los altos ideales y designios de la República? Al fin y al cabo la única otra república que había en el mundo también había nacido a tiro limpio, aunque ellos no hubieran ejecutado a su rey ni hubieran invadido otros países hasta entonces amigos para imponer sus ideales de libertad…
Nuestro cojo héroe era pequeñito y nervioso, y siempre estaba haciendo algo. Por eso su rifle era el mejor cuidado del regimiento, y cuando salía de paseo portaba un uniforme más brillante y mejor cuidado que el de los demás. Las chicas se le quedaban mirando, y se reían tras hablarse al oído. Pero en cuanto él salía andando, se les torcía la expresión del rostro y dejaban de mirarlo. Lástima, decían, con lo buen mozo que es… Eso le deprimía, y le hacía más retraído y enfadado con el resto del mundo.
De vez en cuando le daban un permiso, pero a veces se quedaba en París, ya que en su regimiento le daban comida y alojamiento gratuito, pero otras veces se iba a ayudar a su padre a cultivar la tierra, en la granja que tenía a unos kilómetros de su pueblo. A veces sí que iba por allí, pero su cojera le impedía presumir delante de las chicas que le gustaban, que no eran pocas. Una de ellas, Giselle, le gustaba más que las demás, pero al poco tiempo se hizo novia del hijo de un rico, un inútil que nunca defendería la República.
Y un buen día lo mandaron junto con otras decenas de miles de pobres desgraciados como él a la conquista del país más grande del mundo, Rusia. Si aquello fue una gesta que aún recuerdan con orgullo en la Francia de hoy en día, para él fue una gesta doble, porque se fue cojeando desde París hasta Moscú, donde el frío le atenazaba, al igual que a sus compañeros. Pero los rusos tenían un ejército más numeroso que el de ellos, y por eso en las trincheras no contaba tanto su cojera como su puntería, que era excelente. Cuando tomaron Moscú, vio que un grupo de sus compañeros estaban molestando a un grupo de jóvenes muy hermosas, a las que parecía que querían violar. Eran cinco. Él las vio de lejos, y vio angustia y petición de ayuda en la mirada de una de ellas, mucho más bonita que Giselle.
Era una escena que había visto muchas veces, y aunque a él la pulsión sexual también le atenazaba en aquella charca de muerte y suciedad en que se había visto metido, se hizo eco de la angustia de aquella mujer a la que no comprendía, porque él no sabía ruso, y ni corto ni perezoso embistió con la bayoneta que llevaba calada en su fusil al primero que pilló, derribándolo al suelo. Al segundo le dio un culatazo que lo dejó en el suelo, al tercero lo derribó de un puntapié y le clavó la bayoneta, y al cuarto le pegó un tiro. El quinto salió corriendo, pero antes de que se perdiera de vista y les diera un aviso, él cargó el fusil de nuevo y lo tumbó de un tiro. Las mujeres se le quedaron mirando, aliviadas. Y preguntándose si aquel sería un ruso vestido de francés.
Suponiendo que se lo agradecían, él les contestó en francés, mirando a la muchacha que le impactaba:
Ellas se fueron corriendo, pero la de la mirada angustiada se le acercó y le dio un beso en la mejilla, diciéndole unas palabras:
Para cubrirse las espaldas, regresó corriendo a su unidad, y comunicó que un grupo de rusos les habían disparado, y solo se había podido salvar él. Sus compañeros fueron al lugar y recogieron los cadáveres, que enterraron con honores militares en su campamento.
Pero pronto los franceses fueron rechazados en Rusia por el General Invierno, y cojeando, cojeando, Álex regresó a París, y de allí a su pueblo, Loupiac, cerca de Burdeos. Lo licenciaron del ejército con honor y varias medallas, por valentía ante el enemigo, y por rescatar a varios compañeros suyos en el frente. Después de matar aquellos desgraciados le asaltó un gran complejo de culpa, y aunque se decía que la culpa era de ellos por portarse como ratas, no estaba bien que él los matara. Pero la guerra era así de cruel, y tornaba a la buena gente en matones despreciables.
Mas aquellas crisis de culpa se alternaban con otras en que suspiraba por aquella prima balerina, Olga. Ya Giselle no representaba nada para él. Se la encontraba a veces por el pueblo, y él se limitaba a devolverle la sonrisa. Se había casado con aquel inútil, y se veía que no era feliz, aunque no le faltaba de nada. Ser rico no lo es todo, al parecer. Él era pobre, un labriego cuyo porvenir era heredar el pedazo de tierra de su padre, que lo había heredado del suyo, y seguir trabajándolo hasta que se muriera. Pero él no tenía el menor interés en buscar una chica del pueblo para casarse y tener familia. Sus padres ya eran mayores, y sus hermanos habían muerto todos en la guerra. Sus dos piernas en buen funcionamiento no les habían servido para sobrevivir. A él sí le sirvieron su buena puntería y sus ganas de vivir. Fue uno de los que volvieron, pero muchas veces pensaba que mejor le hubiera sido morir en Moscú. El recuerdo de aquellas cinco muertes y los ojos angustiados de la prima balerina le perseguían mientras empujaba el arado del que tiraban sus bueyes.
Sus padres murieron, y él pensó en volver al ejército. Vendió su tierra, y se trasladó a París. Pero ahora el ejército no lo admitió por su cojera. Ya no.
Cuando había estado haciendo la instrucción, le habían enseñado a leer y a escribir, y tenía una bonita letra. Por eso pudo entrar a trabajar en la oficina de un notario de la capital. Era persona principal, y se codeaba con mucha gente importante. De vez en cuando le daban entradas para ir al teatro, a la ópera, a conciertos o al ballet, que se representaban en la capital de la República Francesa. El hombre era muy culto, pero a veces no le apetecía ir a ver esas representaciones, y sorteaba las entradas entre sus empleados. Quiso la suerte que en una ocasión le tocase a Álex una de las dos entradas. Él y su compañero Antoine se pusieron guapos, y fueron a la representación de Jórev, un ballet sobre una tragedia. A los cinco minutos de haber empezado el espectáculo, Álex se restregó los ojos, asombrado: ¡Estaba soñando? Porque allí, sobre el escenario, estaba aquella muchacha de mirada angustiada haciendo piruetas y acrobacias. No prestó atención a la música ni al argumento de la obra, pues su mirada sólo tenía ojos para ella, su Olga tantas veces soñada. Cuando ella plegó sus piernas en un gracioso mohín que significaba su muerte, alzó la cabeza y su mirada se cruzó con la de él, y dos gruesas lágrimas cayeron al suelo del escenario, bajando la cabeza a continuación, y desplomándose sobre el suelo. Una salva de aplausos llenó el teatro, que se levantó en pie para aplaudir, arrastrando a Álex hacia arriba. Cuando ella terminó de saludar mantuvo la mirada donde estaba la de él, y cuando ella abandonó el escenario, todos se sentaron, pero él siguió en pie. Salió por una puerta lateral y se dirigió a la parte trasera del escenario, donde Olga le esperaba.
Aquel fue el último momento de sus vidas: una de las bambalinas se soltó de sus amarres y cayó sobre ellos, derribando una de las luces del escenario, prendiéndose fuego. Cuando los bomberos consiguieron apagar las llamas, los encontraron a los dos abrazados, pero carbonizados. El soldado y la bailarina al fin se vieron unidos para siempre, por el fuego y por su amor.