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Jesús Ángel.

¡Viva la República!

¡Viva la República! Es la primera obra que publiqué en papel, en la extinta Editorial Sombra del Arce, de Barcelona (a la que agradezco las ilustraciones que amablemente me cedió), al precio exagerado de seis euros, dado que tiene muy pocas páginas (48), pero posteriormente lo publiqué con la editoral Murcia Libro por el más reducido precio de €2 (más gastos de envío), y en Amazon por sólo €1.

Se trata de un manual básico y de urgencia sobre lo que es una república, pero escrito en forma de cuento, de modo que hasta un niño pequeño puede entenderlo todo, ya que es una historia de buenos y malos, que carece de protagonistas definidos, pues cada personaje es un prototipo de persona, al igual que sucede en los cuentos infantiles. Creo que es la obrita que necesita el pueblo español para comprender qué es la república y qué le podría aportar como pueblo y organización social superior.

Está organizado por canciones, en lugar de capítulos, para hacerlo más ameno. Son estas (si las quieres escuchar sólo tienes que pinchar en los enlaces que proporciono):

Edición sin texto.
Si me quieres escribir.
La hija de Juan Simón.
De Cataluña vengo.
No nos moverán.
No me tires Indiré.
El cariño verdadero.
Échale guindas al pavo.
Los cuatro muleros.
El Cantar de los cantares.
Himno de Riego.
¡Barra querida de aquellos tiempos!


Fragmento:

¡Échale guindas al pavo!

Por eso vinieron de nuevo las elecciones. Los diputados que habían hecho y aprobado la Constitución no podían seguir haciendo leyes. Habían cumplido ya el encargo del pueblo. Por eso hubo nuevas elecciones.

Sus amigos esta vez convencieron a El Soldado para que se presentara en las listas abiertas. Él sabía que no lo conocía nadie, así que dijo que bueno, que vale, que iba a probar.

Y en la televisión le preguntaron por el aborto. Y dijo que era una barbaridad. Y le dijeron que si las mujeres no podían disponer libremente de su cuerpo. Y él dijo que sí. Pero que el niño también. Eso no les gustó a las feministas. Pero las feministas eran cuatro. Y le preguntaron que qué opinaba de los homosexuales. Y él dijo que les dejaba tranquilos si ellos le dejaban tranquilo a él también. Y entonces le preguntaron que si era homófobo. Y él dijo que eso qué coño es. Y le dijeron que era un machista. Y él dijo que a lo mejor. Pero que los machistas, y esos homófobos que ellos decían, aunque él no los conocía, deberían tener en La República también derecho a decir lo que piensan. Y que los demás no podrían hacerles callar porque eso debería estar penado por la ley, al igual que si dijeran lo contrario. Y luego le preguntaron que qué pensaba de la OTAN. Y él dijo que si podían, mejor sería irse. Pero que si no podían irse, que un país tenía que cumplir sus compromisos. Que no les gustaban los soviéticos de ayer, por cuya culpa se hizo la OTAN, ni los moros de hoy en día, que tiraron las Torres Gemelas que a ellos no les habían hecho nada. También le preguntaron que qué pensaba de que la gente tuviera pistola, y él dijo que mejor que la gente honrada pudiera tener pistola a que la tuvieran sólo los delincuentes.

Y dijo muchas insensateces y otras cosas políticamente muy incorrectas. Pero los mediáticos de antaño se equivocaron en una cosa: que más que lo que decía, a la gente le importaba cómo lo decía, y sobre todo por qué lo decía. Y en toda la entrevista quedaba claro que El Soldado se preocupaba mucho del pueblo, y como él precisó, el pueblo era cada uno de los que le estaban escuchando. Que se ciscaba en las corporaciones y en los cuerpos de funcionarios y en los otros que se portaban como si lo fueran, que lo que importa es el el individuo, la persona que sufre, que piensa, que da su razón de ser a la sociedad y al estado, y que ni la una ni el otro pueden ser enemigos del individuo, porque el individuo tiene el sagrado deber de acabar con el otro y con la una si no le sirven a él, sino que pretenden que él les sirva a ellos.

Por eso El Soldado sacó más votos que nadie más en todo el país. Porque era como era, y no quería disimular para ejercer un poder en el que tuviera que hacer lo que él no quería hacer. Prefería que le botaran en lugar de votarle, si no le dejaban hacer lo que él quería. Pero como la sociedad estaba formada sólo por individuos, individuos como él que se preocupaban por el porvenir de sus hijos y querían mejorar como personas, y como ciudadanos, salió un parlamento de diputados en Cortes más homogéneo de lo que se pensaba en principio que iba a a ser.

Los partidos estaban representados, pero los independien­tes de los partidos eran muchos más. Por eso la primera propuesta que votaron era la de que se prohibía la disciplina de partido. Cada diputado tenía la enorme responsabilidad de votar según su conciencia y bien entender para favorecer el bien de todos los ciudadanos en su conjunto, de modo que sería una traición, y motivo de sanción judicial, hacerlo de otro modo, sobre todo si era para favorecer a un partido o persona cuyo interés colisionase con el del pueblo.

Y El Soldado habló muy bien en todos los debates.

A los diez días de elegidos, se propusieron nombrar un presidente del gobierno. Pero El Soldado dijo que eso no era democrático. Que el gobierno tenía que ser nombrado por el pueblo, no por ellos. Le dijeron que no, que eso era lo que decía la constitución.

—Pues la constitución hay que cambiarla—, dijo El Soldado. —Si ha nacido con un defecto en el corazón, hay que operarla para que no se muera—. Y propuso que se votara que al Presidente del Gobierno lo votara el pueblo, igual que los había votado a ellos. Y que ese presidente no pudiera ser, a la vez, diputado de las Cortes. Y que el Presidente podría elegir los ministros que quisiera, pero que ellos tampoco podían ser diputados, y si lo eran, tenían que cesar como tales.

Algunos diputados no lo entendían:

—¿Quieres ser tú más listo que los que nos precedieron?

Pero el les dijo que eso no iba a ser muy difícil. No porque él fuera muy listo, que a lo mejor no lo era, sino que los de las otras repúblicas que habían precedido a esta no se habían lucido nada.

Y dijo más cosas. Dijo que las Cortes tenían que vigilar al Gobierno para que no cometiera ilegalidades y para que siempre procurara el bien del pueblo. Y también propuso que los jueces no tuvieran nada que ver ni con el Gobierno ni con las Cortes. Que el pueblo eligiera a los jueces. Que los jueces eligieran a sus representantes en el Poder Judicial, para que velaran por que todos los jueces fueran justos y echaran a los que no lo eran. Y que ningún partido ni político pudiera influir en las decisiones de los jueces, porque eso sería ilegal.

Esa fue la segunda enmienda que propuso El Soldado a la Constitución de la República.

Y los diputados, como ahora escuchaban en lugar de reírse o insultar, acabaron aprobando las dos enmiendas a la Constitución que había presentado El Soldado. Por unanimidad.

Pero eso no basta, dijo El Soldado. Ahora hay que preguntar al pueblo.

Pero eso era como preguntarle a un niño que si quiere pan con chocolate para merendar. El pueblo dijo que sí. Otro cien por ciento.

El soldado conocía al pueblo. Es que yo soy del pueblo, dijo en una entrevista por la radio. Ahora el locutor ya no le hizo preguntas raras. Ahora le preguntó que qué era lo mejor del pueblo. Y él dijo que las mujeres. Sobre todo dos que había conocido. Una que se le murió, y otra que le estaba esperando en el pueblo.

A la semana siguiente se casó con ella. No creían mucho en Dios ninguno de los dos, pero la ceremonia religiosa le dio un poco más de respetabilidad. Además, el cura del pueblo era uno de los que más le quería. Porque había defendido en el parlamento que el Concordato era una palabra dada, y un hombre, y también un pueblo, ha de cumplir lo que promete.

Este es el séptimo capítulo de los once de que consta. Se ha procurado que el contenido del libro sea didáctico, pero sobre todo ameno. No es trivializar un tema muy serio, sino quitarle el hierro que la gente le supone a la aspiración, legítima, de que el país pertenece al pueblo que lo habita, y no a una casta que se lo quiere apropiar mediante engaños para servir a poderes extranjeros, en el peor de los casos, o en el mejor para enriquecerse ilegítima a pesar de que sea legalmente, pues no en vano son ellos los que hacen las leyes. Y en un sistema injusto de privilegios la corrupción siempre acude a la gran invitación que se le hace mediante la ley que dice que unos tienen más derechos que otros, y menos de qué responder. Es lo que sucede cuando la ley es injusta.

Si quiere usted leerse el otro 90% del libro  me lo puede pedir directamente a mí si lo quiere en papel, por el precio de dos euros más gastos de envío, aunque también lo puede leer por algo menos de la mitad de ese precio en su formato electrónico en Amazon.

Este libro será de obligada lectura algún día en todos los colegios de España y puede que del extranjero.

Espero que disfrute de esta historia, que en realidad es la suya, la mía y la de todos los que vivimos en España. Y si acaso no le gusta, estudiaré encantado las críticas que tenga a bien enviarme.

¡Viva la República!
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