Es una novela de fantasía y de terror, y ha sido escrita entre varios
autores de la Generación Kindle:
José Enrique Serrano Expósito, Jesús Ángel, Ángeles Gabaldá, Alexander
Copperwhite y María José Moreno.
Es también una fantasía sobre el mundo espiritual, donde campan a sus anchas los seres obscuros, que interfieren en nuestras vidas, pero sólo si nosotros les dejamos. Un grupo de siete chavales forman la BDSM, o sea, la Banda De los Siete Magníficos, que se dedican a dar caza a estos seres tan originales. En la trama aparece el propio Satán, y al final se da a la historia una solución bastante original. Si os gustan los relatos que se salen de lo común no podréis dejar este libro a medias.
Es
una novela innovadora y original, que se basa en miedos y tabúes
generalmente asociados sobre la muerte y el más allá, y sin embargo
mantiene una nota jocosa a lo largo de todo el relato.
El
procedimiento para escribirla fue original: cada autor escribía un
capítulo en completa libertad, y el siguiente tenía que seguir con el
argumento por donde el anterior lo había dejado. Al ser 31 capítulos y
sólo 4 autores, evidentemente cada autor escribió tantos capítulos como
vueltas daba esta rueda
literaria.
Les presento el capitulo 9, que
me correspondió en la tercera vuelta de la rueda.
El hombre leía el periódico sin prestar atención a lo que sucedía a su
alrededor. De su labio colgaba un cigarrillo humeante, y un sombrero de
fieltro ocultaba la parte superior de su cara. Si alguien le hubiese
observado con atención, habría notado que no acaba nunca de pasar la
página. Debería ser un lector lento..., o no estar leyendo el periódico.
Efectivamente, no perdía de vista la salida del colegio. Al poco rato
sonó un timbre, y los niños empezaron a salir del colegio, de uno en uno
al principio, en tropel después. El hombre miraba por encima del
periódico, por debajo del ala de su sombrero. Seguía apoyado contra la
pared, descuidadamente.
Lentamente, casi con parsimonia, el hombre dobló el periódico en ocho
partes, y luego se lo metió en el bolsillo de la americana.
Despacio, empezó a caminar en la dirección que había tomado un grupo de
cinco chiquillos. Cuando dobló la esquina, incrementó el paso
notoriamente. Si alguien le hubiera estado observando, habría encontrado
esta conducta un tanto atípica, pero no había nadie interesado analizar
eso. De hecho, ya no quedaba nadie en la calle: los niños habían
desaparecido, y los demás se habían ido a sus asuntos respectivos.
Los niños iban jugueteando, ramoneando un poco, entreteniéndose, de modo
que al hombre no le fue muy difícil alcanzarlos, rebasarlos y alejarse
de ellos hasta que le perdieron de vista..., si hubieran reparado en él.
Por eso no vieron al hombre del periódico cuando pasaron el grueso árbol
sobre el que estaba apoyado. El hombre levantó la vista y llamó:
—¡Fede!
Federico miró a su alrededor, a sus amigos, y luego al desconocido. Pero
no dijo nada.
—¿Eres tú Federico?—, dijo con voz tranquila.
—Sí. ¿Qué quiere?
—Acércate.
Pero el muchacho no se acercó. No le gustaba aquel individuo. Por eso el
hombre se le acercó a él. Sin mediar palabra, le dio un bofetón que le
tiró al suelo.
—¡Ay!—, se quejó el crío.
Pero el hombre lo levantó del suelo y le dio otro bofetón, más fuerte
que el anterior. Los demás chicos huyeron corriendo y chillando. Cuando
se vieron a una distancia prudente, empezaron a insultar al hombre y a
tirarle piedras, sin caer en la cuenta de que le podían dar también a su
amigo.
El hombre aún le dio tres bofetones más a Federico, el cabecilla del
grupo de acosadores del colegio, y luego fue a por los otros. Pescó a
Andrés, y le dio dos sopapos. Luego persiguió a los demás, y los cazó
uno a uno. Les dio cuatro bofetadas a cada uno de ellos, y luego con voz
autoritaria les ordenó que se fuesen al árbol. Los niños le obedecieron,
amedrentados. Una vez que estuvieron reunidos allí con su honrilla
matonil por los suelos y llorando, el hombre les dijo lo siguiente:
—Vuestros días de matones aficionados han terminado. Si volvéis a
pegarle a mi hermano, volveré a por vosotros y os cambiaré la cara de
lugar a bofetada limpia. ¿Habéis comprendido?
Los niños, gimoteando, asintieron. Ya tenían doce añitos, y nunca en su
vida les habían puesto la mano encima.
—Y tú, Federico, vas a decir a todos que el cuaderno de Jorge lo
falsificaste tú. Si no lo haces antes de tres días, te daré una jamanza
de palos, uno por cada día que te pases de esos tres. ¿Has comprendido?
El pobre muchacho asintió con la cabeza, y el hombre los dejó marchar.
Sabía que le denunciarían y que le buscarían. Pero también sabía que no
le encontrarían. A esa hora estaba jugando al billar con sus amigos
Felipe y Ambrosio, justo después de hacer el amor con su novia Puri.
Al día siguiente, los muchachos no fueron al colegio. Dos días más
tarde, las madres de dos de ellos fueron a ver al director a denunciar
la agresión a sus niños por parte de un familiar adulto de uno de los
otros niños. No menos de quince niños, los acosados, desfilaron por el
despacho del director, y todos negaron haber tenido nada que ver con
ello. El asunto se llevó a comisaría. El maltrato a un menor es un
delito muy serio en España. Se les mostraron fotografías a los niños,
pero no reconocieron a su agresor. Jaime, padre de Jorge, tuvo que
llevar el libro de familia para demostrar que no tenía ningún hijo
mayor, pues su hijo Pedro había muerto hacía años.
Por otra parte, el director del colegio se enteró por fin de que había
un grupo de acosadores en su centro, y el Consejo Escolar nombró un Juez
Instructor, que instruyó la causa y dictaminó un castigo ejemplar para
el grupo acosador: un mes sin colegio y reparto de los integrantes de la
banda en diferentes grupos de su curso.
Cuando volvieron de expiar su castigo, el grupo de acosadores ya no
existía, sino que sus componentes individuales parecían almas en pena
que intentaban dar lástima por las esquinas: se habían vuelto enemigos
los unos de los otros, y todos culpaban a Federico, que ya no era
“Fede”, de su situación. Por otra parte, cada vez que Jorge se
encontraba con alguno de sus antiguos maltratadores, no podía reprimir
una sonrisa de satisfacción. Es más: en una ocasión se permitió darles
un mensaje:
—Mi hermano te envía recuerdos—. Y se alejó con una sonrisa cruel ante
el silencio aterrado del antiguo predelincuente.
Poco tiempo después, Jorge se encontró con el hombre del periódico:
—Señor, aquí tiene usted los seis euros del pago por sus servicios.
El hombre del periódico sonrió, cogió los seis euros, y se los
guardó. Era increíble la candidez de este muchacho.
—Ya estamos en paz, “Crispín”. Si me necesitas otra vez, ya sabes dónde
encontrarme.
—Sí, “Goliat”. Ha sido un placer hacer negocios con usted.
—No obstante, Crispín, te daré un consejo: no permitas que nadie abuse
nunca de ti. Lo has hecho bien esta vez. Pero no te fíes de
desconocidos. No contrates a nadie para hacer tu trabajo. Ahora eres un
niño y no lo comprendes, pero cuando seas mayor no encontrarás a ningún
Primo Fuerte. Los Goliats no existen, pero sí los pederastas. Te he
ayudado porque yo viví el infierno que tú estás viviendo ahora. Por eso
siempre podrás contar con mi ayuda, muchacho. Aunque no tengas dinero.
Yo te fiaré. Y nadie sabrá nunca nuestro secreto, porque tú y yo tenemos
un pacto de caballeros, ¿verdad?
—Pues claro, Goliat. Un hombre, o un niño, es tan bueno como su palabra.
Y usted y yo somos buena gente.
Y el niño vio con una triste sonrisa cómo su Primo Fuerte, “Goliat”, se
iba de su vida. La verdad es que había estado tan harto de que le
pegaran en el colegio, de que le humillaran, de que le robasen su vida,
que había puesto un anuncio en internet: “Crispín busca a su Primo
Fuerte”. Y le había contestado un tal “Goliat”, que le preguntó por su
problema. Cuando le dijo de qué se trataba, le pidió detalles de los
agresores, y le prometió que se ocuparía de su caso. Durante una semana
no había pasado nada. Pero un buen día la pandilla de acosadores se
había disuelto y habían cambiado a todos de clase. Ahora se peleaban
entre ellos. Dedujo que “Goliat” había cumplido su parte del trato, así
que había cogido el dinero prometido de su hucha y había ido a pagarle.
También había ido la policía a su colegio y habían hablado con quince
niños. Habían llamado también a su papá, que tuvo que volver con su
libro de familia para demostrar que su único hijo que ahora tendría
veinte años de edad, había muerto hacía mucho tiempo. Y alguna de
aquellas mamás incompetentes, que era supersticiosa, empezó a hablar de
espíritus y de aparecidos, y a temer por la vida de su niño. Durante un
tiempo en aquel colegio se respiraba la disciplina, todos los niños
empezaron a tranquilizarse, y eran llevados por sus mamás al colegio,
para que no se les apareciera ningún espectro del otro mundo que les
diera una soberana paliza. Sólo un niño en todo el colegio encontraba la
situación graciosa y se reía de los espectros. De los de mentira, y de
los de verdad, aquellos que alguna que otra vez podía ver. “Sois unos
mierdas”, les dijo en una ocasión. “No me habéis ayudado con los matones
del colegio y tuve que pagar a un espectro de mentira para que hiciera
vuestro trabajo. Si tuvierais cuerpo os pegaba una pedrada para mandaros
de vuelta al infierno, so cabrones. Me cago en vuestra puta madre y en
la del maricón de Satanás”.
“Goliat” ya se había perdido en la maraña de nicks de Internet, aunque
Jorge conservaba en su memoria su email. En realidad era un señor que se
llamaba Ramón. A medida que salía de la vida del muchacho andando
lentamente hacia el horizonte, había ido recordando que la historia de
este chico le había devuelto a su niñez. Porque él también había sido un
niño acosado, le pegaban en el colegio todos los días, porque sí, porque
no les gustaba a los más gamberros su cara, o cómo caminaba, o algo que
había dicho, o simplemente que sacaba mejores notas que ellos. Hasta que
un buen día, exasperado por una paliza que le habían dado entre varios,
había cogido un pedrusco y le había abierto la cabeza a uno de ellos.
Aquello supuso que le llevaran a un correccional, pues no existían
entonces tantos miramientos con los críos, y le habían separado de sus
padres. Los acosadores siempre tenían excusas y coartadas, pero él no.
Él se había dejado llevar por la ira. Había matado a uno de sus
acosadores, y el resto había salido huyendo. Pero le denunciaron. Todos
le habían visto romperle la cabeza a uno de ellos. “¡Asesino!”, le
habían llamado. En el reformatorio había visto mucha más crueldad que en
el colegio. Pero se había endurecido. Luego, al ser mayor de edad, había
ingresado en la cárcel varias veces. Se había doctorado en el delito y
en el arte de que no le pillaran nunca. Se había vuelto un delincuente
invisible, un matón discreto. Por eso cuando había leído aquella extraña
petición en internet, le había llamado enormemente la atención aquel
mensaje. Y a medida que “Crispín” le contaba su caso, se había ido
reconociendo en él: un niño desesperado a quien no le dejan ser niño
otros niños con mala leche, crueles y abusones sólo porque pueden serlo.
Por eso fue a por el cabecilla, y luego asustó a los demás. “Crispín”
podría seguir con su vida normal, la que él mismo debería haber podido
llevar si las circunstancias no le hubieran convencido de que los
violentos sólo entienden la violencia, los abusones el abuso, y los
malos la maldad superior. Nunca más se vieron el matón y el niño. Pero
el primero se había quedado contento, porque nunca había hecho una
acción mejor en toda su vida.
Si le ha gustado el fragmento, puede leer el libro completo en formato electrónico, y quizá en un futuro en papel, como informaré aquí en el momento oportuno.
Si quiere, puede escribirme
para decirme su opinión sincera de este libro, tanto si es positiva
como, sobre todo, si es negativa. También puede enviarme
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