Son 14 cuentos en los que la muerte tiene un papel importante, aunque no sea la protagonista de ninguno.
Estando incurso en la confección de un libro de Cuentos inmortales en los que iba a recontar cuentos de toda la vida, infantiles y menos infantiles, tropecé con la idea de crear cuentos que fueran todo lo contrario, que abundaran en lo efímero de la vida sobre este planeta y la posibilidad de su continuación en otro lugar, o en el mismo, o en ninguno de ellos. Su contenido es variado y no tienen nada que ver uno con otro, excepto en un caso, que el lector hallará enseguida, aunque siendo partes de un todo siguen siendo independientes el uno del otro.
Estos son los cuentos:
Son cuentos escritos para entretenerse, e incluso para reflexionar un poco, pero en modo alguno para sufrir. La vida ya nos da suficientes motivos. La muerte veremos que es liberación en muchos casos, y en otros la consecución de La Paz más absoluta. De ahí lo de DEP, Descanse En Paz...
A continuación incluímos uno de los cuentos para que el lector pruebe antes de comprar:
Juan Francisco es un buen hombre. Siempre lo será, porque siempre vivirá en mi corazón. Lo conocí cuando ambos éramos niños. Niños de esos que se creían adultos, cuando íbamos ambos a secundaria, antes llamada Bachillerato, cuando duraba seis años y se aprendían cosas en España, cuando no te dejaban ir al curso siguiente si tenias más de dos asignaturas suspendidas del curso anterior, aunque fueran Religión y Educación del Espíritu Nacional, y si repetías un curso y no lo aprobabas, tenías que olvidarte del bachillerato para siempre. Bueno, en realidad solo hasta que llegaron los gobiernos que decidieron que el Bachillerato no fuera un privilegio al alcance solo de los que querían estudiar, sino un derecho que había que regalar a todo el mundo. Por eso el bachillerato ya no vale lo que valía entonces. En aquella época tener el Bachillerato era algo, mientras que en la tercera década del siglo 21 el bachillerato no es más que el trámite enojoso que todo el mundo ha de realizar par acceder una carrera universitaria, que ante la avalancha de gente poco preparada que les llega no ha tenido más remedio que hacer una selección basada en la nota media de las pruebas de selectividad, ahora llamada EBAU, y en los dos cursos de bachillerato que quedan, pero aún así gran parte de los universitarios no terminan sus estudios, y algunos otros sí que los terminan, pero saben al poco tan poco como si no los hubieran hecho.
Juan Francisco no era así. Al llegar a la universidad estudió Medicina y Filosofía y Letras. Yo, lo confieso, no tenía las ideas tan claras como él, y apenas podía con una carrera, pero él se doctoró en las dos.
Siempre admiré los análisis de mi buen amigo Juan Francisco. Con los años yo saqué mis oposiciones y me dediqué a vivir: me casé, tuve hijos, me dediqué a mis clases y a mis cosas, y lo último que supe de Juan Francisco fue que se había ido a Estados Unidos a estudiar con Herbert Marcuse mientras ejercía la medicina en el Hospital Monte Sinaí, de Nueva York.
Fruto de su relación con el anciano profesor alemán fueron varios libros que causaron sensación a ambos lados del Atlántico. Pero tras publicar esos cinco libros y a pesar de tener mucho que decir aún, Juan Francisco dejó de escribir porque —como me decía muchos años después su hija Cynthia— tenía mucho más que aprender que enseñar.
Mas él decía, según su hija, que la búsqueda del conocimiento del cuerpo y del alma era algo personal, y solo se podía guiar a la gente en el camino inicial. Por eso indultaba, quizá, solo su primer libro, por ser tan general, a pesar de su título algo ofensivo, Consejos a un ignorante. Los demás no eran más que la descripción de un trayecto personal hacia la luz y el conocimiento, si bien cada uno construye su propio camino, que no le sirve a los demás porque se basa en la experiencia y otras circunstancias que no son comunes a todos. Él lo había vislumbrado a través de la ciencia y el conocimiento, otros a través del sentimiento, y no faltaban aquellos que se lo habían encontrado de frente de buenas a primeras, porque sí. Y él los envidiaba, porque nada tenían y de nada se tuvieron que desprender… Sí, su hija iba muy por el camino de su padre, o al menos estaba cerca de su objetivo.
Aquella idea me estuvo rondando la cabeza durante años. ¡Oh, Juan Francisco! ¿Dónde estás? ¿Por qué no actualizas tus redes sociales? Anda, dame una señal.
Esa había sido la primera frase que me había dicho cuando lo conocí, a los 15 años. Estaba en el mismo curso que yo. Yo me sentaba en el primer banco, y él estaba más atrás. Desde aquel día nos sentamos los dos en la tercera fila. Pero aquel día, en plena calle, me sorprendió desde atrás con esa frase. Y muchos años después, tras mis conversaciones con su hija neoyorquina, Cynthia, me saludó de igual forma mientras yo paseaba por la calle, desde atrás de nuevo. Me volví y allí lo vi, sonriente, con su mata de pelo frontal estilo Elvis que él ya llevaba mucho antes de que se conociera la del Presley, si bien ahora estaba encanecida y conservase solo algún destello de su otrora rubio trigueño.
Me quedé mirándole. El tiempo había sido más bondadoso con él que conmigo. Tenía más canas que yo, pero yo tenía mucho menos pelo. Y sin embargo él no tenía ninguna arruga, a pesar de estar más delgado que entonces. Me proyecté más que me acerqué a él, y le di un abrazo muy fuerte. Sí, era de verdad, no era un fantasma. Mi amigo Juan Francisco. Es terrible cómo perdemos la relación con gente valiosa y llega uno a olvidarla…, hasta que sucede algo y te vienen de golpe a la memoria tantos recuerdos, buenos, malos y regulares, aunque sean los buenos los que te vuelven con mayor fuerza y te hacen añorar aquellos tiempos en que lo mejor de ellos te pasa desapercibido: lo joven que eras, la buena salud de la que disfrutabas, lo mucho que aún tenías que aprender, y sobre todo la enorme curiosidad que te movía a progresar en esa búsqueda del conocimiento, de la verdad, de la vida…
Él seguía con aquella sonrisa suya, tan característica.
Recordé una vieja costumbre que teníamos entonces, de jóvenes:
Aquello era muy raro. Él era de los que tomaba algo por acompañar, era bebedor y fumador social.
Él sonrió y me soltó:
Me había puesto, como otrora, el brazo por encima de los hombros, pues siempre fue muy cariñoso, y de repente me di cuenta de que había dejado de sentir su peso poco a poco. Lo miré, y vi que ya no estaba. ¿Adonde diablos se había ido?
Recordé lo que me había dicho Cynthia, y lo uní a lo que me había dicho él: ascendió, según ella, y que no me veas no significa que no esté aquí, me había dicho él. Sí, quizá el problema sea que con los años hemos desaprendido a mirar, o mejor dicho, aprendido a mirar y no ver.
A veces me da la impresión de que habla conmigo, a pesar de que no lo veo. Es una sensación interior, como si hablase conmigo mismo, pero con dos sentires diferentes…
Estas conversaciones se prolongaron durante días y noches. Dormía poco, porque cuando no hablaba con mi amigo me quedaba meditando sobre lo que nos habíamos dicho.
Hasta que me lo encontré por última vez:
Lo miré. Miré mi pluma estilográfica, y comprendí que esa era mi última ancla.
La solté y me fui con él.