El 28 de abril de 2023 aparece mi novela número 74, que narra el peculiar caso de un hombre octogenario que muere y renace una y otra vez recordando lo que hizo en sus vidas anteriores. Es una historia que toca de soslayo la inmoratalidad, pero también la responsabilidad y la resolución de los problemas que va cometiendo una y otra vez, hasta que al final..., bueno, léanse el libro y lo verán.
El índice es como sigue:
A continuación figura un capítulo, el 6º:
Cuando volvió a abrirlos ya no se encontraba en Oviedo, sino en Santa Cruz de Tenerife. Miró hacia arriba y no vio el reflejo de la luz indirecta que proyectaban los diodos LED sobre el techo y las paredes de su dormitorio, que le había instalado su nieto Miguel cuando estudiaba Imagen y Sonido en la universidad. Tampoco veía a su fiel Isabel, ni estaba en su cama de siempre. De hecho era una cama de un cuerpo, no la de dos por dos metros que le había dado reposo desde hacía décadas. Y estaba en alto. Se asomó por el lado izquierdo y constató lo que ya sospechaba: estaba en la litera superior y su hermano Abelardo dormía en la de abajo. Había vuelto a sus 20 años de edad. Ya no sería maestro, ni militar, ni cura, ni médico.
Se levantó y se preparó el desayuno. Su madre apareció al poco rato.
Era su mejor amigo, y los dos estaban en una congregación religiosa seglar, en la que aquel día tenían una reunión, un examen ascético-místico lo llamaban.
Ella se quedó un poco extrañada. Descuida no era una palabra que usara su hijo Jesús… Además, él era cariñoso, pero ese día sus palabras eran más afectuosas que antes.
Cuando llegó al lugar donde se reunían, una academia privada para alumnos de bachillerato, ya había empezado la reunión. Al preguntarle a él que si había observado los consejos evangélicos, dejó a todos de una pieza.
Y se levantó, abrió la puerta, y se fue ante la estupefacción de todos.
Eran días, en los años 70, en que no había móviles, pero los amigos conocían los hábitos de sus colegas, y además aquel día había quedado Jesús con Victoriano para ir al cine por la tarde, como de costumbre cada domingo. Aquella tarde su amigo le contó lo que sucedió después de irse:
El bueno de Victoriano. Siempre fueron amigos, hasta la muerte. Aunque hubo una época en que se distanciaron, al cabo de los años Jesús lo buscó y lo encontró donde siempre estuvo, pues no se movió de la isla, al revés que él.
Su padre estaba extrañado de que aquel domingo su hijo el contestatario estuviese en casa a su hora, perdiéndose la bronca. Es más, al llegar, le siguió la broma, y antes de que el prócer dijese nada, el hijo saludó de modo desacostumbradamente afable:
Un abrazo que llevaba setenta años queriendo darle. Dicen que cuando le falta alguien querido a uno, se recuerdan solo los buenos momentos, y se olvidan los malos. En ese caso así era, y Jesús le dio el abrazo y el beso largamente añorado.
Los padres se miraron, extrañados. Su madre reaccionó antes:
Don Abelardo miró a su esposa, que se encogió de hombros.
La tez de don Abelardo cambió de color, a blanco como el papel, inyectada por la ira.
Esa había sido la mayor frustración de don Abelardo, gran amante de la cultura y de la ciencia: no haber ido a la universidad: la guerra y la situación previa de su familia no se lo habían permitido, pero siempre había admirado a la gente culta, y por eso se leía todo lo que caía en sus manos, que era mucho, pues se había suscrito a una editorial que todos los meses le mandaba cuatro o cinco libros, que se leía completamente antes de que le llegaran los del mes siguiente.
Por eso ese levantó del sofá en que había estado charlando con su hijo el cariñoso y se metió en su cuarto gritando ¡Muerto de hambre ¡Qué vergüenza de hijo! Y dio un enorme portazo. Allí, en el refugio de su dormitorio, quizá echó alguna lágrima de frustración.
Su madre se le quedó mirando desde la puerta de la cocina, y le preguntó:
Sus tres hermanos se quedaron pasmados. No entendían nada. Ninguno de ellos había sido capaz de manejar la situación de esa manera. Claro, que ellos no habían vivido 228 años…
Al día siguiente, cuando Jesús le saludó, su padre contestó:
Pero por suerte don Abelardo tenía un amigo del trabajo que también tocaba la guitarra en sus ratos libres, y este le aconsejó que lo apoyara. Le habló de las salidas que tiene un profesor guitarra: profesor de instituto ganando lo mismo que los de cualquier otra asignatura, y además le darían dinero por los conciertos que diera. El corazón del pobre hombre se fue ablandando y aunque negó a palabra a su hijo durante más de un año, le dio el dinero a su esposa para que fuera con su vástago al conservatorio a matricularse.
Allí le dio clase un joven profesor llamado Manuel Gutiérrez, y años más tarde Jesús dio un concierto con la Orquesta de Cámara de Canarias, la Fantasía para un gentil hombre, que el compositor Joaquín Rodrigo había compuesto para el genio de la guitarra Andrés Segovia. Doña Fina y don Abelardo se sintieron orgullosos de su hijo, que además comenzó a dar clases como profesor interino en el Conservatorio, y dos años más tarde sacó las oposiciones y lo destinaron al de Murcia.
Allí se encontró un día por la calle a Miriam, la que estuvo casada con él cincuenta años en su primera vida. Ella no lo reconoció, claro.
La mujer se sintió atraída por Jesús.
Jesús jugaba con ventaja, porque lo sabía todo de ella: sus puntos flacos, sus manías, y también sus virtudes. Y que le gustaban mucho los helados. También conocía a su familia. Doña Inés, que fue su suegra durante 36 años…, su cuñada Inés… Más de una vez se planteó qué habría sido de su vida si se hubiera casado con su cuñada. Ahora tendría la ocasión.
Después del helado se despidieron, no sin darse antes los teléfonos. Ella estudiaba Magisterio, y él apenas tenía 25 años, cuatro más que ella.
Al día siguiente por casualidad pasaba él por la calle donde ella vivía cuando salieron las dos hermanas para ir a la Escuela Normal, donde se preparaban para ser maestras de escuela.
Jesús se situó entre ellas dos y no dejó de hablar con su cuñada hasta que llegaron a la calle Puerta Nueva, donde se ubicaba su centro de estudios.
Era Inés mucho más delgada que su hermana, y tenía un bonito pelo largo, lacio y brillante. Antes de separarse ya habían quedado los dos para ir al cine esa tarde, en un aparte en que su hermana no estaba pendiente.
Cuatro meses después ya fue invitado a comer en casa de los padres de ellas y allí conoció a la novia de su futuro cuñado Paco: Ely, como la llamaban todos, apócope de Helena. Era esta más gruesa que Inés, pero menos que Miriam, que de todas formas distaba mucho de ser gorda.
Diez meses después Jesús le pidió a don Francisco y doña Inés la mano de su hija Inés, que ellos le concedieron gustosos, porque no todos los días aparecía un hombre con el porvenir resuelto para recoger a su hija. Ahora les quedaba solo colocar a Miriam, la mayor de esas dos, pues su hijo Francisco ya estaba colocado con la dulce Ely.
Un año después, cuando terminó los estudios de Magisterio, por fin, su cuñada se casó con Jesús. Su relación con su amor de cincuenta años de su primera vida, Miriam, fue siempre cariñosa. Ella tuvo varios novios, pero no le duraban mucho, quizá por su aspecto algo andrógino, quizá por su carácter intransigente que tanto le había costado domar en la otra vida anterior. En cambio Inés era muy razonable, y Jesús la llevaba siempre por donde él quería. Tuvieron tres hijos, que con el tiempo volaron del nido materno.
Jesús pidió la excedencia para dar conciertos, pues lo llamaban de diversas partes del globo tras haberse hecho famoso en varios conciertos que dio con la Orquesta Nacional de España en los estudios de Televisión Española, acto que se transmitió por Eurovisión.
Pero en el conservatorio tenía que enseñar a los niños a poner las manos sobre el instrumento y corregirles los mismos defectos siempre, y eso no era nada atractivo. A Jesús le gustaba tocar, y sentía que estaba desaprovechando el tiempo. De hecho, en los dos primeros años de profesor dio diez conciertos en el salón de Actos el conservatorio y cuatro en el Teatro Romea, el principal de la capital.
Pero la realidad es más dura que los sueños, y por eso cinco años después le dio la razón a don Manuel Pérez Cantó, su jefe, y volvió a la enseñanza.
Pero don Manuel era un pillín, porque lo que le daba dinero a él de verdad eran los asuntos inmobiliarios en que andaba siempre metido. Compraba edificios en construcción completos, y luego los iba vendiendo por viviendas sueltas, ganando el 100% de su inversión siempre. Y mientras, Jesús tocaba la guitarra.
Miriam había sacado las oposiciones hacía tiempo, mientras que su hermana Inés lo había ido dejando, pero cuando los niños ya tenían diez años, lo pensó mejor y se presentó. Tras tres intentonas fallidas iba a desistir de dedicarse a la enseñanza, cuando se presentó una vez más y por fin las sacó. La mandaron a Caravaca, y alquilaron un piso allí para que el que tuviese que conducir fuera él, ya que su horario era mucho más flexible.
Es una pena, pensó Jesús, que aún falten tres décadas largas para que se cree el conservatorio de Caravaca.
Los veranos se iban a pasar un mes en Canarias, donde vivían los padres de Jesús en su nido vacío, para que doña Fina viera a sus nietos Miguel y Elsa. Aún estaban dolidos por la muerte de su primogénito, que no había podido superar una enfermedad de las que no perdonan. Su nieto Abelardo, sobrino de Jesús e hijo de su hermano fallecido, recibía el nombre y dos apellidos de su abuelo por coincidencias del destino. Su viuda los visitaba con frecuencia para dejarles al niño, y vivir ella su vida, que también tenía derecho. Otras veces eran los abuelos los que venían a Murcia a ver a sus nietos, sobre todo en Navidades, cuando se reunía toda la familia en casa de Jesús.
A veces venían en verano para hacer un viaje los cuatro, y en ese caso le dejaban a los pequeños Miguel y Elsa al cuidado de su tía Miriam, que disfrutaba cuidándolos como si fueran hijos suyos, mientras su hermana se iba con su esposo y suegros de viaje por España o por Francia, pues siendo su suegro niño había vivido en Montpellier, y conservó el gusto por lo francés toda su vida.
Tras varios años le llegó la jubilación a don Abelardo, y por fin se pudo venir con su esposa, la Abuela Fina, a La Península. Pero ya no era lo que ellos habían dejado 40 años atrás, cuando el paro y la búsqueda de una vida mejor los había llevado a las Islas Afortunadas, en medio del Océano Atlántico. Y tras unos meses de pensárselo, volvieron a aquel paraíso, dispuestos a olvidarse de una Península que ya no reconocían como suya. Pero al pobre abuelo le dio un infarto meses después, muriendo al cabo de unas horas. Sus hijas Fina y Alexia se llevaron a su madre a vivir con ellas en Valencia, donde trabajaban com enfermeras.
Elsa se doctoró en Medicina, Miguel se hizo arquitecto, y Serafín se doctoró en Derecho años más tarde. Y los tres volaron del nido de Inés y Jesús, que se quedaron solos a su vez. Mucho más solos cuando doña Fina falleció de avanzada edad, a los cien años, en 2022.
Cinco días después Jesús se sintió mal de pronto. Se sentó en su cama, se dejó caer hacia atrás, y cerró los ojos. Su último pensamiento fue para Inés, su compañera de 46 años. Él dejaba 400 piezas musicales y 100 libros escritos. Tenía 72 años.
Si le ha gustado el fragmento, quizá le agradaría leer el resto de la historia en Amazon.