El Espíritu del Océano es un moderno crucero que se dedica a llevar turistas acomodados a dar la vuelta al mundo. Es de los más seguros, pero tiene un percance con un bajo que no debería estar allí, y naufraga.
La mayor parte de sus pasajeros y tripulantes se salvan, pero al hacer la cuenta en los puntos de rescate faltan 200, un mero 0'43%. Este libro trata de 14 de ellos, que logran llegar a una isla desierta, perdida en la inmensidad del Océano Pacífico, así como de algunos que sí que se consiguen salvar, a pesar de todo.
Espero que el lector disfrute con la lectura de este libro, que describe una tragedia que nos podría pasar a cualquiera de aquellos de nosotros a los que gusta el mar y viajar.
Por las características de esta obra, sus capítulos difieren mucho unos de otros, y por ello no hay ninguno representativo de los demás. Pero, puesto que se trata de la historia de un grupo de náufragos que llegan a una isla, he preferido describir el naufragio mismo. Espero que los sucesos descritos, que han salido exclusivamente de la imaginación del autor, nunca les ocurran a los lectores, pero que quizá les hagan pensar un poquito en lo afortunados que somos precisamente por eso, porque nunca nos sucederán, aún acabando con bien...
El libro completo se puede leer gratuitamente en Amazon desde el 10 hasta el 14 de agosto de 2020; y a o largo de todo 2021 como libro del año aquí.
El índice:
Ya llevaban varias semanas de singladura, cuando el sonar detectó un bajo, es decir, una roca muy cerca de la superficie, a apenas diez metros. Eso no era frecuente, pero en el vasto océano a veces puede aparecer un volcán en su lecho, que poco a poco va elevando el fondo a medida que se va enfriando, sin más testigo que una columna de vapor que parece salida del propio mar, y que debido a la inmensa vastedad de las aguas queda sin anotar ni siquiera por el enjambre de satélites que ya van poblando el espacio circundante La Tierra. Allí, pues, entre Hawai y Nueva Zelanda, la quilla de nuestro orgulloso navío crucero encontró una elevación marina bastante dura de roer, que debido a la enorme inercia del barco le hizo un desgarrón a lo largo de toda su longitud.
Arriba, el pasaje y la marinería estaban dedicados a sus quehaceres, los unos a pasárselo bien en sus salas de baile, de juego, de proyección cinematográfica, o simplemente jugando al ajedrez, los primeros; y los segundos a atender al pasaje y diversas labores de mantenimiento. Sólo los que estaban en esos momentos en la cubierta inferior notaron un estremecimiento y oyeron, algunos, un chirriar bastante feo. Y poco a poco notaron que el agua subía por dentro del barco. Corrieron a la cubierta inmediatamente superior y la cerraron de modo estanco, pero la presión del agua fue reventando los cierres, y el agua fue escalando los diecisiete pisos o cubiertas, uno por uno, y pronto el capitán supo que la suerte estaba echada.
Y ordenó abandonar el buque.
Paseaban Eusebio y Sofía por cubierta, justo al lado de un bote salvavidas cuando la bocina del barco, así como varias sirenas, iniciaron su concierto estridente, avisando con su ruido estremecedor de que había que abandonar el barco. Acababan de cenar y contemplaban, silenciosos, el atardecer cuando se vieron asaltados por el infernal ruido y los gritos subsiguientes.
En ese momento llegaron dos marineros, que descubrieron el bote y los instaron a subir, así como a otros 30 pasajeros que se congregaron allí en un instante. Inmediatamente los tripulantes procedieron a arriar (o sea, bajar) el bote por la borda mediante un mecanismo automático. Al llegar al agua, soltaron los cabos de sujeción (o sea, las cuerdas que ataban el bote al barco), y situándose uno de los marineros al timón, el otro distribuyó los remos y les recordó sucintamente cómo tenían que usarlos, según les habían explicado en los ejercicios de abandono del buque hacía tan solo unos días. Así consiguieron alejarse rápidamente de El Espíritu del Océano, cuya escora ( o sea, inclinación hacia un lado) ya empezaba a hacerse evidente, que por un efecto óptico extraño parecía amenazar con caérseles encima.
De forma ordenada todo el pasaje y la tripulación se dirigieron a los botes salvavidas, a la par que se enviaba solicitud de ayuda por todos los medios de comunicación posibles. Desde Hawai y Nueva Zelanda se enviaron sendas escuadrillas de aviones anfibios y embarcaciones rápidas para proceder al rescate de los náufragos, llegando los primeros en cuestión de horas, mientras que las embarcaciones necesitaron días.
Pero no todos recibirían el ansiado rescate.
Senén estaba charlando con una muchacha más joven que él, que acaba de conocer, de nombre Elsa. Viajaba con sus padres, que estaban en aquel momento en otro lugar. Estaban tomando un café en una de las cafeterías de la cubierta superior, cuando oyeron los toques de la bocina del barco. Hacía unos días que habían hecho el último simulacro de abandono del barco, por los que no les tocaba otro tan pronto. Salió de la cafetería, seguido de su nueva amiga, y vio gente que corría con el salvavidas puesto o poniéndoselo.
Elsa y él se miraron, con miedo.
Se dirigieron a la zona de los botes salvavidas, y vieron que algunos ya se descolgaban hacia el mar, otros estaban llenos y había gente que discutía para subirse, a pesar de que ya no cabían más, pues el máximo por bote era de 32 personas. Ellos dos se quedaron allí, plantados, con la espalda pegada a la mampara, o pared, mientras veían a la gente que corría, algunos sin control, pero tal cual habían visto en los simulacros. La idea de que esta vez sí era de verdad los mantenía clavados al suelo, allí, viendo a todos pasar y desaparecer.
Finalmente reaccionó Senén cuando oyó que alguien gritaba su nombre:
Se trataba de Celia, la joven esposa de Wenceslao, la mujer más decidida que había conocido, si bien superficialmente y solo a la hora de la comida. Dirigió la mirada hacia la voz, y la vio a bordo de un bote medio vacío.
Finalmente reaccionó. Tomó la mano de Elsa en la suya, y la arrastró tras de sí hacia donde estaba Celia. El bote había empezado a descender, por lo que ellos dos tuvieron que dar un salto e introducirse en la embarcación al lado de Celia y su marido. Este les tendió un chaleco salvavidas a cada uno.
Poco a poco el bote fue bajando hasta legar a la superficie del mar. Dos hombres llegaron tarde, cuando el bote ya estaba a mitad de camino hacia el mar, Ramiro y Alfonso, conocidos de Senén. Ni cortos ni perezosos, se agarraron a los cabos del bote que bajaba, y se fueron descolgando por el mismo, para subirse al mismo y escapar del naufragio. Ramiro se soltó, sin duda porque le quemaba la fricción del cabo, y cayó desde una altura de 30 metros. No volvió a salir a la superficie. Alfonso tuvo más suerte y aguantó hasta que estaba a sólo cinco metros del bote. Cayó al mar. El agua estaba muy fría, por lo que le alargaron un remo para que subiera a bordo. Lo ayudaron, y tuvo que desnudarse y usar una manta para recoger algo de calor, pero al caer se había golpeado con algo, quizá un chaleco salvavidas o cualquier otro objeto duro, y se había hecho una herida, de la que falleció horas después. ¿Qué hacer con el pobre Alfonso? Un cadáver en un lugar tan pequeño como aquel sólo podría suponer problemas y enfermedades, por lo que hicieron lo que se hace en estos casos: tras unas oraciones por el eterno descanso de su alma, lo dejaron caer al mar sin mayor ceremonia.
Senén se incorporó a los que remaban con todas sus fuerzas para alejarse del barco. Eran siete hombres y seis mujeres, contando a Elsa. Ellas también hicieron su parte con los remos. No obstante, los otros botes tenían su tripulación completa, y se alejaban cada vez más de ellos.
Poco a poco se alejaron del barco, hasta que perdieron de vista sus luces. No obstante, les dio la impresión de que no se hundía, sino que las luces, que habían visto oblicuas parecían que iban recuperando la horizontalidad. ¿Efecto óptico?
El bote en que viajaban Eusebio y Sofía había sido el primero en hacerse a la mar, y por lo tanto se pudieron hacer una idea antes que nadie de la magnitud de la desgracia. Todos callaban, observando, y el miedo se apoderó de ellos.
Aún se veían las luces del crucero a lo lejos cuando dejaron de remar, extenuados. Fue una imprudencia: otros dos botes cargados de gente asustada como ellos no habían dejado de remar, y los embistieron en la obscuridad. Aunque el choque en sí no fue muy fuerte, les hizo volcar, y pronto se vieron todos en el mar. Eusebio había salido despedido por el propio choque, y si no hubiera sido por el chaleco salvavidas, se habría ahogado. Sofía nunca se había visto en una situación tan peligrosa. Lo buscó con la mirada, pero era difícil encontrarlo, porque era una noche obscura, sin luna. Precisamente esa falta de visibilidad era la que había propiciado el accidente, pues aunque cada bote llevaba sus luces reglamentarias, habían dejado de funcionar por alguna razón desconocida. Pronto Sofía se vio en el agua, a medida que el bote se daba la vuelta, obligado por el caudal de agua que entraba por la brecha en su lado, precisamente. Nadó hacia afuera para no quedar capturada debajo del bote, que al terminar de dar la media vuelta, quedó a flote por la capa de aire que había quedado atrapada debajo. Otros no tuvieron tanta suerte, y aunque no les faltaba aire para respirar, no acertaron a salir de allí nadando, pues el chaleco salvavidas no les permitía sumergirse, y el pánico no les dejaba razonar lo suficiente para quitárselo. De repente Sofía notó una mano en su hombro, que la hizo darse la vuelta y encararse a una voz conocida:
Agarrándose a unas cuerdas que llevaba por los lados, consiguió subirse a la quilla del bote, y desde allí le tendió la mano a Sofía, y los dos se vieron pronto con una pierna a cada lado, como si estuvieran montando a caballo. Ella se tuvo que remangar la falda para conseguirlo. Al verlos, otros les imitaron.
De pronto oyeron golpes frenéticos que procedían del interior del bote, sin duda eran los que habían quedado atrapados en el interior. Pero no podían hacer nada por ellos, desgraciadamente. Y de pronto los golpes dejaron de oírse tan misteriosamente como habían comenzado.
Pasaron toda la noche cabalgando aquellas olas de varios metros de altura a caballo del bote salvavidas volcado, sin poder pegar ojo, pues podrían resbalarse y caerse de su improvisada montura, y ahogarse.
Más tarde vieron las luces de posición de otros botes que pasaron junto a ellos, a escasos metros de distancia. Les pidieron ayuda, pero los marineros les dijeron, sin detenerse que iban llenos y los abandonaron a su suerte.
Aquella noche fue muy dura. Cuando llegó el amanecer comprendieron lo que había pasado con aquellos golpes: alrededor del bote veían diez o doce aletas de tiburón dando vueltas lentamente. Los 22 desventurados que faltaban, tanto dentro del bote como cerca del mismo, habían sido pasto de aquellos depredadores, que seguían haciendo círculos alrededor del bote por si acaso les caía algo más.
Pero los tiburones no eran los únicos problemas que tenían aquellos pobres náufragos. Pronto el Sol subió y les envió sus rayos, cálidos al principio, y agobiantes más tarde. Había agua potable y víveres en el bote, pero para acceder a ellos tendrían que saltar al agua y meterse en el interior del bote, y entonces los tiburones darían cuenta de quien se atreviese a cometer semejante disparate. Aquellos tiburones no estaban dispuestos a renunciar a su presa. A lo largo del día varios de aquellos desgraciados se fueron quedando dormidos, y resbalaron por el casco hacia el mar, siendo víctima de aquellos carniceros casi sin despertarse. Eusebio tenía asida a Sofía con una mano, además de con un nudo que unía la camisa de ella con la de él por medio de la falda que se había quitado tras subirse a la quilla. La otra mano se la había atado a una protuberancia de la quilla, de modo que aunque ambos se durmieran o perdiesen el conocimiento, no caerían.
Al caer la tarde oyeron el sonido de un motor. Un avión de reconocimiento se acercó a ellos. Dio una pasada a pocos metros de altura y comprobó que quedaban cuatro personas sobre la quilla de aquel bote volcado. Eusebio se había quedado dormido, pero despertado por el motor, miró a su alrededor y vio que Sofía no estaba: se había deshecho el nudo de la falda, y de ella quedaba sólo esa prenda. Sintió ganas de llorar. De pronto oyó el sonido de disparos. La aeronave era un hidroavión, y se posó cerca de ellos. Los tiburones no estaban. El aparato se acercó a ellos, y cuando estaban a unos metros del bote, dos hombres se tiraron al mar y los rescataron. Cuando metieron a Eusebio en el avión, chocó con un bulto blando. Lo tocó con la mano, y oyó un gemido. Miró con más atención y respiró aliviado: era Sofía. Su preciosa tez tostada estaba ennegrecida y pelada en algunas partes. Su pelo estaba sucio y feo, pero saldría de esta. Se había soltado del nudo con el vaivén de las olas, pero por suerte en ese momento había llegado el avión y los buitres del mar se habían ido, asustados.
Mi esposa, sonrió Eusebio. Sí, me gusta como suena. A otros los unen hasta que la muerte los separe. Parece que la muerte nos ha unido a nosotros dos. A ver qué le parece a ella cuando despierte…
Según les explicaron después, hubo alguna colisión más además de la suya. En la confusión del abandono del barco, no acertaron a encender las luces de posición de todos los botes, en otros casos, como el suyo, no funcionaron; hubo gente que se tiró del barco, poseída por el terror. Los que cayeron de pie sufrieron un shock térmico, y murieron de golpe, o ahogados después, o de frío. Los que cayeron de cabeza perdieron el conocimiento, y los demás se rompieron como si fueran de cristal. Otros se cayeron de los botes, y cuando intentaron volver a subir no siempre se lo permitieron los que estaban dentro. El miedo es el peor enemigo en el mar.
En Hawaii los tuvieron en un hospital más de una semana. Los tomaron por matrimonio, y los pusieron en la misma habitación. Así pudieron ponerse al día, y Eusebio le contó a Sofía su teoría sobre lo de que desde que la muerte los unió, convenciéndola de que se casaran, convirtiéndose en lo que todos pensaban de ellos, que eran un matrimonio que había pasado por una experiencia muy traumática.
Sí, de las 4600 personas que viajaban en aquel barco se habían salvado casi todas, 4400. En eso había jugado un papel muy importante la pronta respuesta de las autoridades de Hawai y de Nueva Zelanda, a pesar de estar tan lejos.