Recuerdo haber coincidido en un estudio de radio con una maestra de escuela que además escribía cuentos para niños, hace años, y al comentarle la película de Angelina Jolie Maléfica y decirle que se trataba de la mala de La bella durmiente, que para variar era la buena, ella se escandalizó y me dijo, vivamente, que en un cuento infantil el malo tiene que ser malo, y el bueno tiene que ser bueno siempre, porque la mente infantil no entiende esas ironías, y los roles tienen que estar claros; y, por supuesto, tiene que haber moraleja, algo que se aprenda con el cuento, porque los niños están en fase de aprendizaje y hay que instruirles deleitando. Confieso que Marialgo —llamemosla así— me convenció, y me dije que si algún día yo escribía cuentos infantiles, así habrían de ser: atractivos, bonitos e instructivos, con roles claros y con moraleja. Gracias, Marialgo.
En los años que siguieron edité una antología de 113 cuentos en diez volúmenes junto con otros 39 autores, que titulamos Fábrica de cuentos, siendo cada uno de los 8 últimos volúmenes temático, pero a pesar de tocar diversos temas, se nos escaparon dos temas importantes: eróticos e infantiles. A mi juicio dos temas importantes que no deberían haber faltado en toda buena antología del cuento. Por ello estuve dando vueltas a eso durante años, y por fin me he decidido a probar fortuna en el campo de la creación del cuento para las mentes infantiles. Espero haber estado a la altura requerida, pues he buscado claridad y belleza. Juzgue el lector si mis esfuerzos se han visto recompensados con el éxito.
Había una vez un sastre muy despistado que no se acordaba de en qué día vivía, aunque sus clientes lo querían mucho porque trabajaba muy bien y no les costaba caro, y si alguno no tenía dinero le dejaba que le pagara más tarde, incluso a plazos, pues —como él decía— la gente no puede ir desnuda por la calle.
Un día vino a verle un señor muy bajito que necesitaba un traje de paño muy fino porque se iba a casar. El sastre, que se llamaba Santos, le enseñó todas las telas finas que tenía, pero no le gustaba ninguna.
¿Para después?, pensó Santos, ¿y por qué no usa el mismo para después?
Como se le quedó mirando, el señor bajito le dijo:
¡Qué hombre más raro!, pensó Santos. Nadie se casa de blanco, solo la novia…
Al día siguiente lo visitó una mujer muy joven, muy bonita y casi tan alta como Santos, que mide uno ochenta.
Ella le entregó un rollo de tela blanca, muy suave al tacto.
El rollo era bastante abultado, y tenía un metro cuarenta de ancho.
Ella se le quedó mirando. Después recogió el rollo y se dirigió a la puerta, diciendo No ha sido buena idea venir aquí.
Pero ella se fue.
Al día siguiente volvió el enano con el rollo de tela.
Santos estudió el papel y vio que por delante estaban las medidas de Telmo y por detrás las de Juanita.
Él se le quedó mirando, y dijo despacio:
Santos pensó un poco. ¡Qué gente más rara!, se dijo.
Durante una semana Santos cortó, dobló, cosió y frunció la tela, hasta que tuvo los 4 trajes terminados, con cola desgajable. Cuando fue a plancharlos, vio que no hacía falta, pues ya estaban lisos, sin una sola arruga. Los guardó en un armario, y se fue a comer.
Cuando volvió, no estaba ninguno de los cuatro trajes donde los había dejado.
¡Pero si los dejé aquí!, pensó con desesperación.
El día de la boda se acercaba, y los trajes no aparecían. El pobre sastre tomó tela muy parecida a la que había usado, y confeccion los trajes otra vez.
Pero el día se acercaba, y ni el enano ni su novia venían a probárselos.
Sin embargo, el mismo día de la boda apareció el pequeño.
El enano dio un bote, sobresaltado, pero luego se eschó a reír, y abrió el armario y los sacó él mismo.
Sin embargo, el enano no le hizo caso.
El sastre tomó el dinero, y lo contó, incrédulo, en silencio. Cuando miró al enano otra vez, este ya se había ido con los trajes. Corrió a la escalera, y desde arriba le gritó:
Al volver a su taller, se encontró allí a una joven muy parecida a Juanita.
Entonces Florencia le contó la verdad. Su hermana y ella eran brujas, y el enano era un duende. Él se había enterado de lo de ellas y les había hecho un encantamiento: si no se casaba Juanita con él, todo el mundo se enteraría de eso, y las perseguirían los cazadores de brujas. Aunque el enano se muriera, se sabría igual.
Ella se echó a reír. Tenía una risa bonita. Luego se acercó a Santos y le dijo:
Santos sintió algo muy suave, como si le cayera el pétalo de una rosa en la cara. Se la tocó y se miró los dedos. Se los olió, y notó el aroma de la rosa. Miró a Florencia, pero ya no estaba. Al otro lado de los trajes colgados del armario, el fondo de este estaba perdiendo el fulgor que antes no tenía, como si se hubiera encendido una luz dentro y cuando él miró se estuviera apagando rápidamente. Estaba solo con los trajes. Ella se había ido. ¿A través del armario?
Se quedó allí meditando unos minutos. ¿Había sido todo un sueño? Pero allí estaban los diez mil euros. Y su cara olía a rosas todavía.
En los días siguientes el sastre siguió con sus trabajos, y cuando ya se había olvidado del enano y de las brujas, recibió una carta. Dentro venía una invitación para la boda de Telmo y Juanita.
Picado por la curiosidad, se encaminó a la iglesia, y a la entrada coincidió con la mujer más guapa que había visto nunca en toda su vida.
Ella soltó una carcajada, y él se rio también, contagiado por la alegría que mostraba la muchacha. Si todas las brujas son como esta, se dijo, no sé cómo los nños les tienen miedo.
La ceremonia se desarrolló con normalidad. El padrino iba impecablemente vestido de blanco, y la esperó a la puerta de la iglesia. Ella llegó en un gran coche negro, también vestida de blanco. No parecía muy feliz. El padrino la acompañó hasta el interior de la iglesia, y la dejó a la derecha del enano, situándose él, a su vez, a la derecha de ella. A la izquierda del novio estaba la madrina, presumiblemente su madre, porque era mayor que el novio en edad, pero no en estatura.
El sacerdote les hizo las preguntas de rigor, y ellos dijeron a todo que sí, primero ella, y después él. El prelado les dio su bendición y el permiso para que se besaran.
El sastre esperaba ver algo sobrenatural, pero nada de eso sucedió. Juanita se tuvo que agachar para besar a su marido, y Florencia sonreía. Se la veía feliz. Santos no entendía nada. ¿Había sido una jugarreta de su imaginación la visita que ella le había hecho en su taller, desde el fondo de su armario?
Juanita le dio un beso de esposa, y ambos salieron cogidos del brazo del templo bajo los acordes de la Marcha Nupcial de Wágner. Al llegar a la calle subieron al coche negro que había traído a la novia, y todos los asistentes se fueron yendo poco a poco. Diez minutos después no quedaban allí dentro más que Santos y Florencia.
Ella estaba con los ojos cerrados, rezando en silencio. Movía los labios, pero Santos no podía oír nada de lo que decía.
Ella le hizo un signo con la mano para que se callara.
Diez minutos después apareció el cura, y apagó las luces, y se dirigió a la puerta para cerrarla. Santos se puso en pie para irse.
Dudó, y mientras se oyó el ruido de la puerta al cerrarse. El cura pasó a menos de un metro de ellos, pero parecía que no los había visto, porque no les dijo nada.
Santos se sentó al lado de ella, y esperó. Florencia seguía rezando en silencio.
Obedeció el sastre. Ellla siguió rezando en el silencio de la iglesia vacío ahora y Santos comenzó a oír lo que ella decía en voz baja:
Jacinto sabía algo de latín porque lo había estudiado en el colegio de secundaria. Por eso sabía que ella repetía una y otra vez Ven a mí, hermana, ven a mí.
Tras unos minutos, él la imitó y también dijo Veni ad me, soror, veni ad me. En cuanto ella lo oyó, cambió la frase un poco y dijo:
Sonrió y amplió la cantilena a esto:
Y tras haberlo dicho varias veces, ella se calló, de modo que se oyó la voz de Santos solo: Veni ad nos, soror nostra cara.
De pronto se abrió la puerta de un confesionario, y salió de ella Juanita, aún con el traje de boda, pero sin la cola.
En efecto, sobre el altar que había contra aquella pared se encontraba una talla de madera que reproducía de modo exacto los rasgos y el cuerpo del enano que había visitado a Santos quince días antes. A sus pies había una frase en latín: San Telmo, defende nos a procellis, que recordó de sus estudios de latín como San Telmo, líbranos de las tormentas.
Juanita los tomó a los dos de la mano y se metieron los tres en el confesionario por el que ella había venido, mientras a él le martilleaba la frase en la mente: Vámonos, hermana y cuñado. Dentro del confesionario no estaba el banco de madera en que se solía sentar el cura para perdonar los pecados de los que necesitaban consuelo espiritual, ni la pared en que se apoyaba, sino una luz que se desvaneció al atravesarla ellos. Al otro lado estaba el taller de Santos, en el que se vieron de pronto.
Las dos lo miraron con cara triste, se tomaron de la mano, y se desvanecieron en el aire, ante las mismas narices de Santos, que ya no sabía si estaba loco o si todo esto era una pesadilla de las malas de verdad.
Durante el mes siguiente Santos fue a la iglesia todos los días a las seis de la tarde, y se arrodillaba ante el altar de San Telmo durante horas cada día, rezando sin cesar toddas las oraciones que sabía. Mientras rezaba miraba intensamente la cara de aquel enano de madera, y sentía un enorme arrepentimiento por haber colaborado en la desgracia de aquel hombre.
Un día sintió una presencia a su lado. Se volvió hacia allí y vio a un niño pequeño, de unos cinco años, que lo observaba.
No se había dado cuenta de que las lágrimas le resbalaban por la cara. ¿Había sido así todos los días?
Se interrumpió. No podía hablar. Las lágrimas no lo dejaban.
Se sonó de nuevo. Cuando volvió a mirar al niño, Jesús no estaba.
Al día siguiente ya era consciente de que las lágrimas le caían a raudales mientras rezaba mentalmente. Avemarías, padrenuestros, glorias, credos…, todas las oraciones que habia aprendido de pequeño las iba diciendo una y otra vez, en cadena. De modo desordenado. Si hubiera sido un rosario habría acabado antes, pues el rosario estaba organizado; pero aquello era rezar sin parar. Todos los días era lo mismo. Rezaba hasta que oía los pasos del cura o del sacristán, que venían a echarlo para cerrar la iglesia.
Por la mañana se levantaba temprano, se ponía a trabajar, y después de comer dormía una siesta de media hora sentado en una silla en su taller. Cuando despertaba, iba a comprar, si lo necesitaba, y cocinaba, y luego trabajaba otro poco; pero a las seis de la tarde se iba a la iglesia a rezarle a San Telmo, para así descargar su arrepentimiento. Él se sabía asesino, pero ningún policía le creería, y el juez lo enviaría al manicomio si les decía que había ayudado a dos brujas a convertir a un hombre pequeñito en una estatua de madera.
Se volvió y vio a una mujer joven, de unos treinta años, muy guapa, con un velo negro que le cubría la cabeza y parte del rostro.
Él la miró con agrado, incapaz de decirle nada.
Santos asintió, incapaz de hablar.
Negó con un gesto.
Asintió.
Santos sollozó de nuevo. Se sacó el pañuelo y se quitó las lágrimas y se sonó. Cuando volvió a mirar a la mujer, ya no estaba.
Una semana más tarde ya estaba mejor. Ya se había tranquilizado bastante.
Santos serntía una extraña paz al hablar con aquel hombre.
Santos se levantó y se dirigió a la salida. Al llegar a la puerta, dirigió la mirada al altar de San Telmo. Allí no había nadie, pero le pareció que la estatua de madera le sonreía.
Aquella noche soñó con el enano. Fue un sueño tranquilo. Cuando despertó se sintió bien, pero no pudo recordar qué había soñado exactamente.
A las seis de la tarde volvió a ir a ver a San Telmo. Se arrodilló, como de costumbre, y comenzó a rezar.
Alzó la mirada y vio que habían cambiado la talla de madera. Ya no estaba la del enano que conocía. Aquella era de una estatura normal, más alta, con un aro en la cabeza y una mirada más espiritual, con una cruz en su mano derecha, y un pequeño barco en la izquierda. Y le miraba directamente a los ojos.
Miró a su derecha, siguiendo aquella voz, y vio al enano que le había ido a encargar los trajes.
Y esta vez Telmo se desapareció delante de él, como habían hecho las hermanas meses atrás.
Dijo una oración al verdadero San Telmo, se levantó y salió de la iglesia. Se sentó en la terraza que había en la Plaza de la Iglesia, y pidió un café con leche. Necesitaba pensar.
Miró en esa dirección y vio a Juanita y a Florencia. Se sentaron sin invitación, y se tomaron los cafés en silencio. ¿Qué les iba a decir? ¿Qué le iban a decir?
Pasados unos minutos, Juanita se puso en pie.
Y se fue andando lentamente, mientras él la miraba, sin saber qué pensar. Sin saber qué decir.
Cerró los ojos. Los abrió y miró en dirección a Florencia. ¿Seguiría allí?
Pues sí, allí seguía, con su mirada inteligente y su sonrisa angelical.
Ella le dejó una tarjeta con su teléfono. Le dio otro beso en la mejilla y se fue.
Él se tocó la mejilla y se olió la punta de los dedos. Olían a rosas.
Seis meses después una pareja de novios se casaban vestidos los dos de blanco. Entre los testigos estaban Juanita, María, José y Jesús.
Y tuvieron una larga vida y cuatro hijos: Jesús, Juana, María y José.
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