En un remoto lugar hay dos países, Colomina y Berenda, que están en
guerra desde hace 125 años por culpa de una profecía que afirmaba que el
Rey Loto unificaría ambos reinos bajo su mando. De pronto surge un rey
casi adolescente, Tadeo, que consigue lo imposible: forzar la paz...
Este libro toca muchos puntos diferentes sobre la realeza, la monarquía,
el derecho divino, los deberes y privilegios de la gente de la casa real,
la guerra, la paz, y el progreso, que es el premio para la gente valiente
como La Reina Elba. Disponible en versiones digital
y en
papel.
En el vano de la puerta abierta por los pajes, el
embajador se inclinó hasta casi tocar el suelo con la cabeza:
—¡Majestad?
—Pasa, pasa, Amadeo.
Di a tus compañeros que pasen también. Tenemos mucho que preparar y poco
tiempo para hacerlo.
—Sí, Majestad, —dijo el
joven entrando y haciendo una seña a sus paisanos para que le siguieran.
—Oh, no estés con eso
a cada rato. Tendremos que concretar muchas cosas, así que apea el
tratamiento cuando no haya nadie más.
—Sí, señora.
—Camila. Llámame
Camila. Nos vamos a ver mucho. Ya sé que eres respetuoso hasta la
exageración, pero es poco práctico eso de tanta Majestad para
arriba y para abajo. Bueno, te presento a mi hija, la Princesa Elba, en
cuyo honor haremos todo este trabajo.
—A vuestros pies,
Alteza, —dijo Amadeo tomando una mano de la princesa para besarla
mientras le hacía una reverencia. —Es un honor conoceros, por fin, y
trabajar en vuestros esponsales.
—Quita, quita, —dijo
la princesa, poco acostumbrada a que los hombres le mostraran afecto y
respeto a la vez.
—Como ordenéis. Os
presento a Teoceo, gran amigo y compañero, y a Clodoveo, hombre de
confianza del Rey, nuestro señor.
Ambos hombres besaron la mano de la princesa con igual reverencia.
—Bueno, —dijo la Reina,
—ya que están hechas las presentaciones, vamos a ponernos a trabajar.
Dime, Amadeo, ¿cuántos invitados vendrán por la parte del Rey de
Colomina?
—Unos cuatrocientos,
señora. Todos personas principales.
—Vaya, por Dios.
¡Tenéis una corte grande!
—Cosas de la guerra,
señora. Muchos conquistaron honores en el campo de batalla. Desde que
estamos en paz han disminuido mucho los nombramientos.
—Ah, ya veo. ¿No ha
habido destituciones?
—Alguna ha habido, sí,
pero los casos de traición no son frecuentes entre nosotros. Y sin
guerra no hay fallecimientos entre los nobles, habitualmente.
—Bueno, 400. Nosotros
tendremos algo menos. Pero eso suma muchos invitados. No sé si tendremos
un salón lo suficientemente grande para todos ellos.
—Sugiero que se
construya, señora.
—¿Un castillo tan
grande para albergar a mil comensales?
—No, señora, no tiene
que ser un castillo. Puede ser una empalizada de madera con columnas y
techo. Nuestros ingenieros podrían hacerlo en una semana, si se dispone
de suficientes obreros.
—Ejem.., lo consultaré
a nuestros ingenieros.
Ellos le respondieron que sí se podría, aunque nunca se había hecho.
Por eso ella pidió a Amadeo que hiciera venir a uno de los de su reino
para ayudarlos.
Cada día venía un correo de Colomina con órdenes del Rey para los
embajadores y para llevar novedades de vuelta. Por medio de él el
ingeniero estuvo allí a los pocos días.
La Reina no comprendía que ese correo fuese necesario. Todos los días
venía y se reunía con Amadeo durante horas, a veces con los otros dos
también.
—¿No temes que te esté
traicionando y esos tres sean espías?
—No.
—Dales tormento hasta
que confiesen.
—No. No puedo hacerlo,
por dos razones: la primera es que son mis huéspedes, y a los huéspedes
del Rey Loto de Berenda nadie les puede hacer daño.
—Ya veo..., —dijo poco
convencida la Reina.
—¿Y la otra razón?
—Es la más importante:
confío en Tadeo de Colomina. He hablado con él en persona y le he
estrechado la mano. Nunca me traicionaría, y nunca lo haré yo. Los
pactos escritos se pueden romper, duran lo que el papel que los
contiene, pero los que se basan en un apretón de manos entre dos reyes
obligan por tu honor, y yo tengo honor, no soy un vulgar villano. Yo soy
el Rey de Berenda. Loto de Berenda. Mi honor vale más que mi vida, que
mi reino y que mi casa.
Camila no entendía estas cosas de
hombres. El honor era un concepto que nunca había comprendido
del todo. Pero ella entendía que una hacía lo que tenía que hacer, y no
volvió a importunar a su marido con el tema.
Lo que le extrañó mucho fue que en una ocasión ella y su hija invitaron
a los embajadores a una merienda en el campo, y el Rey envió a más
soldados que de costumbre para protegerlos. Exactamente el doble. Pero
no comentó nada a su esposo. Demasiado tenía él con las cosas del Reino
sin que ella estuviera, como solía, allí para ayudarle y aconsejarle.
Pero es que esta preparación de la boda la absorbía más de lo que
pensaba.
Seguramente no quiere problemas con
el vecino, ahora que hay paz, reflexionó la soberana. La
paz, ese bien tan escaso, pues durante la mayor parte de mi vida mi
país estuvo en guerra con el vecino, hasta que apareció ese joven y
extraño rey, que para cimentarla le exigía ahora a su hija... Aunque,
pensó, un rey nunca sería una mala
opción para una princesa. Y ese rey tendría la suerte de
casarse con la única princesa de sangre real de todo el continente,
dejando aparte a las princesas de las tribus salvajes que rodeaban su
país por el norte, el sudeste y el Sur. Sólo Colomina, tuvo que
reconocer, era un país tan civilizado como el suyo, o casi. El resto era
selva, desierto y terreno desconocido. La verdad es que nunca habían
enviado partidas de exploración a ningún lado, pues desde hacía más de
cien años estaban demasiado ocupados en hacerse daño con el reino
vecino.
Bueno, ahora que hay paz, concluyó,
le pediré a mi marido que envíe a la flota de expedición en ambas
direcciones, norte y sur, para ver qué encuentran. Quizá sería una
buena manera de ampliar el territorio sin tener que matar gente.
La princesa Elba estaba recibiendo un curso acelerado de cómo ser una
buena reina. Sus profesores eran sus padres, pero también les preguntaba
cosas sobre su nuevo reino a
los embajadores de Colomina.
—En realidad, alteza,
aquí sois una princesa, pero allí seréis la Reina. Aquí sois la hija del
dueño, allí seréis la dueña de todo.
—Me halagáis, Amadeo.
El dueño es el Rey, ese ser misterioso que conoceré el Día de mi Boda.
—Os encantará, señora,
os lo aseguro. Todos quieren al Rey cuando lo conocen.
—Ojalá fuera tan
simpático como vos, señor embajador. Supongo que a los embajadores os
eligen entre los más simpáticos, ¿verdad?
—No exactamente,
señora. Hay que ser diplomático: decir cosas duras de modo elegante,
para que la otra persona no se enoje o se apene demasiado.
—Bueno, sí, claro. Eso
también. ¿Y cómo es el Rey, mi marido?
—Señora, le preguntáis
a su servidor más fiel desde antes de que accediera al Trono, además de
ser su amigo personal desde que era pequeño. ¿Qué os podría decir del
hombre más firme y sin embargo generoso que he conocido?
—¿Ah, sí? Me alegro de
saberlo.
—Señora, ¿sabéis vos
cómo acabó la guerra de los 125 años?
—Sí, claro: mi padre
firmó la paz con vuestro Rey hace unos meses.
—¿De verdad creéis que
hace unos meses que no hay combates?
—Bueno, no entiendo
mucho de la guerra, pero creo que no hay desde hace años.
—Diez.
—¿Tantos? ¿Qué ocurrió
hace diez años, Amadeo?
—Hubo una batalla, tras
la cual se creó una Zona de Nadie
que las dos partes han respetado desde entonces.
—Pero en esos años
siempre temíamos un ataque de Colomina.
—No vino.
—No, es cierto. ¿Por
qué? ¿Lo sabéis?
—Nuestro Rey decía que
un día sin muertos en la batalla era una victoria. Además, estábamos
reconstruyendo el país. Nuestro Rey demostró que hacían falta menos
catapultas y más escuelas.
—¿Más escuelas..?
—Sí. El Rey quiere que
todo el pueblo sea culto, que sepa leer, al menos, y sumar y restar.
—¿Y esa extravagancia a
qué viene! Ya están los sacerdotes para leernos la Enseñanza Sagrada. La
otra es cosa de nigromantes y brujos. Es mala.
—Nuestro Rey no piensa
así, señora, ya lo veréis. Por eso prefiere casarse con una princesa
como vos y no con una villana inculta.
Elba dudó un instante. ¿Aquello era un dardo a su autoestima, o un
halago? Se lo tomaría como lo segundo..., sin descuidar el carácter
sibilino de la frasecita...
—Oh, eso me halaga,
señor embajador. Sí, sois diplomático, a fe mía. Pero creo que vuestro
Rey está loco.
—Bueno, —rio Amadeo,
—dentro de unas semanas se lo podréis decir en persona.
—Pues no os quepa la
menor duda de que lo haré. Ya sólo falta que me digáis que hace ir a
esas escuelas a las niñas también, además de a los mozos.
—Lo habéis adivinado,
señora. El Rey dice que una mujer culta o al menos no iletrada podrá
educar mejor a sus hijos hasta que tengan edad para ir al colegio.
—¿Edad? ¿A qué edad los
hace ir?
—A los siete años,
Alteza.
—¡Qué horror! Pobres
niños, se quedan sin infancia. Recuerdo que hasta que no cumplí los diez
años largos no se les ocurrió a mis padres ponerme un preceptor.
Amadeo sonrió, divertido. Ya no le extrañaba que los berendos hubiesen
perdido la guerra cuando más fuertes se creían: eran brutos de
impresión.
—Bueno, alteza, aunque penséis que nuestro Rey está loco, ya veréis cómo
no os aburrís con él. Es muy divertido. Tendríais que ver las
conversaciones que tiene con los bufones de vez en cuando. Es imposible
no reírse con ellos.
—¡Mi marido un bufón!
Lo que me faltaba. Ya antes de saber eso no me quería casar con él.
Ahora mucho menos.
—¿No os casaréis,
señora?, —preguntó, muy asombrado, Amadeo.
—Oh, señor embajador,
no temáis: lo haré porque es mi obligación y mi responsabilidad para con
mi pueblo, pero no es mi voluntad.
—¿Os casaríais por
amor?
—Por supuesto.
—Me temo que esa opción
no está en el menú de ser princesa, señora mía. Vuestro oficio os exige
ese sacrificio por vuestro pueblo y por vuestra dinastía. Termináis con
una guerra cruel, sanguinaria e insensata que ha durado un siglo y
cuarto por culpa de las insensateces de un viejo loco. ¿Cabe mayor honor
que ese?
—¿Viejo loco Simón
Bulvert?
—Dijo una gran sandez,
al menos. Y vuestro bisabuelo, vuestro abuelo y vuestro padre, al que
los suyos pusieron el sobrenombre de El
Salvador y Unificador
según aquel anciano, se lo creyeron, y el Rey Loto, un hombre afable y
cariñoso, continuó una guerra para la que no estaba preparado en
absoluto, señora. Porque vuestro padre es un hombre de paz, no de
guerra. Pero por suerte vos terminaréis con un siglo y cuarto de muertes
masivas con vuestro matrimonio. Un nuevo sol se levanta ahora sobre las
dos naciones más avanzadas del continente.
—Os veo muy optimista,
señor embajador. Y me halagáis mucho. Sí, amor por paz. No es un mal
pago. El amor dura unos años, la paz quizá sea para siempre.
—Interesante discusión,
—interrumpió la Reina. —Sí, la paz es preferible al amor. Aunque no es
tu caso, hija mía. ¿O acaso amas a alguien?
—No, madre, no amo a
nadie. Algunos chicos me gustan, pero no los amo.
—Una princesa no tiene
que jugar con los de otra clase, pues todas ellas son inferiores a la
suya. Eres una de las personas más importantes del reino. Sólo hay un
hombre a tu altura que pueda ser tu esposo. He de reconocer que es el
Rey de Colomina.
—Pero, madre...
—Una princesa se ha de
casar con un príncipe o con un rey. De otro modo el orden divino de la
sociedad se altera y se destruye.
—¿Y los príncipes?
—Si hubieras tenido
hermanos, se habrían casado con princesas, y si no las hay, con nobles
de alta cuna de este país o del vecino, ahora que hay paz. Las demás
mujeres sólo pueden servir a los príncipes, o a los reyes, de
entretenimiento o mero disfrute animal.
—Pero, madre, tú te
casaste por amor...
—Mi padre era el Primer
Ministro de tu abuelo. Yo había visto a tu padre pocas veces, en los
bailes de la corte, o fugazmente por los pasillos, pero no habíamos
hablado nunca. Pero tu padre no me eligió a mí, hija. Un buen día el Rey
Clotaldo XIV, tu abuelo, llamó a mi padre y le dijo que había decidido
que su hijo se tenía que casar conmigo.
—Fue un matrimonio
concertado...
—Ojalá. Fue una orden
del Rey. Y eso no se discute.
—¿Te arrepentiste de
eso luego?
—Muchas veces. Cuando
mi padre me lo dijo estuve noches sin dormir. Odié a tus abuelos, a los
dos, pero mi madre me hizo ver que las nobles no nos podemos casar
por amor, y que el Rey me había nombrado princesa, o sea la noble más
importante del reino, al haber pensado en mí. Y tu padre no estaba tan
mal. Era guapo, fuerte, y muy alegre. Además, no lo veía mucho porque
siempre estaba en la guerra. Pero no es posible estar un rato hablando
con tu padre sin aprender a quererle. Aún es zalamero, simpático,
cariñoso... —Aquí Elba se acordó de la escena en que su madre estaba de
rodillas ante su rey, humillada totalmente delante de su hija...
—Pero, madre, recuerdo
que en el Salón del Trono...
—Hija, —le cortó la
Reina, —eso fue un descuido imperdonable por mi parte que no volverá a
repetirse. El Rey es mi Rey también, aunque yo sea la Reina. Yo soy la
segunda persona de este Reino porque él es la Primera. Y tú, —dijo
dándole un cachete cariñoso, —eres la Tercera. Que no se te olvide.
—Asi que te
enamoraste..., ¿o sólo te encariñaste?
—El amor vino después.
Del roce surge el cariño, y el cariño siempre va a más. Los que se casan
por amor, por lo que he visto yo, tienen una gran pasión inicialmente,
que luego se apaga y queda el cariño. Pero ese cariño puede ir a menos,
iniciando el fin de la relación, aunque se suele mantener en un punto
determinado, en que ni aumenta ni disminuye. Sí, queda el rescoldo de la
pasión, pero se puede buscar en otro sitio. Esa es la muerte del cariño,
que se convierte en desprecio y finalmente quizá en odio.
—Pero, mamá, ¿el amor
es malo?
—Para la realeza,
sí. Quieres a tu marido. Eso es más importarte a que lo ames. Sírvele,
no te sirvas de él. Respétalo siempre en público y en privado. Y así
serás una gran Reina.
Amadeo escuchaba las razones de la Reina y de la princesa con la vista
clavada en el suelo. Reparó de pronto Camila en ello, y le preguntó:
—¿Qué opina el señor
Embajador de esto?
—Majestad, creo que
nadie podría explicarlo mejor que vos. Sois sabia en el amor.
—Oh, no exageréis,
Amadeo. Pero sí, quiero a mi marido como nunca imaginé. Aunque no fuera
Rey lo querría igual, y seguramente pasaría más tiempo con él.
—He ahí la pesada carga
de la corona, Majestad.
Ahora era la princesa Elba la que asistía a este diálogo y asimilaba
estas razones tan nuevas para ella. Ya no se sentía un peón en la
partida de ajedrez que su padre jugaba con el vecino, sino como la
Princesa que tenía que ejercer su cargo. Por fin se le daba algo que
hacer, pues desde que había nacido no había dejado de recibir:
enseñanza, una vida regalada en la clase social más alta del mundo que
conocía..., y ahora comprendía por qué sus paseos y sus diálogos con los
cortesanos de ambos sexos habían estado tan controlados evidente aunque
subrepticiamente.
Además de a su madre, preguntaba mucho al embajador, sobre todo sobre
su rey. Las evasivas de Amadeo le hicieron preguntar a Teoceo y a
Clodoveo. Este último era el más joven, y por eso pensaba que le podía
sacar más información. Desgraciadamente no conocía personalmente al
monarca, y si se le había incluido en la embajada era porque era un
auténtico experto en protocolo. Cuando se hablaba de eso, los otros dos
callaban, y le escuchaban en silencio, igual que la Reina, que le tenía
en gran estima. Teoceo sí que lo conocía, pero siempre le decía que le
preguntara a Amadeo, que lo conocía más. Hasta que ella, molesta, lo
reprendió:
—¿Es que acaso os han
prohibido hablar de vuestro Rey?
—Oh, no, alteza.
Bueno..., preguntad lo que queráis, que yo os lo he de contestar lo
mejor que sepa..., si lo sé.
Pero por desgracia Teoceo lo conocía sólo de la caza y de la guerra,
actividades que a ella no le atraían en absoluto. Que su futuro marido
fuera experto tirador de ballesta, o que fuera un gran esgrimista no
eran cosas que dijeran mucho de lo que le interesaba saber....
—¿Hace mucho que lo
conocéis?
—Sí, claro. El Principe
Tadeo y yo participamos en muchas monterías juntos, desde hace muchos
años. Pero más tiempo pasamos en la guerra.
—Caza y guerra. Cosas
de hombres. Verter sangre para nada.
—No, señora, mejor
verter las de los enemigos, animales o no, a verter la propia, o de los
seres queridos. Además, la caza sirve para comernos las piezas cobradas.
La guerra es para defender la patria que nos vio nacer.
—Sí, claro, supongo.
Pero Berenda no os deseaba mal alguno.
—Quizá no, alteza. Pero
los reyes de Berenda nos hicieron la guerra siempre para intentar
anexionar nuestro país al vuestro.
—No creo.
—Sí, alteza. Y además
está la Profecía de Simón: toda la tierra conocida quedaría bajo el
domino de un solo rey llamado Loto. De ahí que vuestro padre, que es
sabido que siempre quería paz, se vio obligado a seguir la guerra, hasta
que mi Rey Tadeo la paró.
—¿La paró? ¿Él solo?
—Bueno, con su
ejército.
—¿Y cómo lo hizo?
—Acababan de morir sus
padres, y él era apenas un mozalbete. Aún era príncipe cuando tuvo que
ponerse al frente de su ejército para parar el enorme ejército de
Berenda, que invadía nuestro solar. Lo rodeó y se batió durante
varios días, hasta que lo hizo retroceder y persiguió al enemigo hasta
varios kilómetros pasadas sus fronteras. Cuando juzgó prudente, creó una
Zona de Nadie, y se retiró a
nuestro país sin humillar al enemigo innecesariamente. Luego esperó diez
años a que el Rey vecino le enviase una embajada de paz, pero al ver que
no llegaba, pues el Rey de Berenda no quería declararse vencido, decidió
enviarle él una embajada para sancionar la paz que él había creado al no
atacar más a su enemigo, que se sabía inferior militarmente.
—¿Eso hizo mi futuro
esposo?
—Es muy hábil, alteza,
con las armas y con la palabra, pero sobre todo con el sentimiento de la
gente. Ya lo veréis.
—O sea, que es un
manipulador nato.
—No diría yo tanto,
alteza. Pero sabe hacer que la gente que está a su alrededor se sienta a
gusto.
—Me alegra oír eso.
—A vos os tratará como
a una reina siempre, ya lo veréis.
—Claro que sí, —rio
ella,—no le queda más remedio.
—Sé que tuvo que tuvo
que convencer a vuestro padre de que lo mejor para sellar la paz era
este desposorio.
—¿Mi padre no quería?
—No. En principio no lo
veía necesario. Además, no quería incomodaros a vos ni a vuestra madre.
—Oh, pues fue un poco
brusco con nosotras cuando nos lo dijo.
—Ellos dos tuvieron una
larga conversación. No sólo hablaron del Tratado de Paz ni de vos. Yo
era uno de los ayudas de cámara que les llevaban las comidas, y oí cómo
el Rey Tadeo le recordaba al vuestro que ser Rey no es ser el padre de
sus súbditos, sino su protector. Y los ha de proteger hasta de sí
mismos. Le recordó el millón de muertos berendos que ha costado esta
guerra insensata porque los reyes anteriores no tuvieron la suficiente
cordura para buscar la negociación y el trabajo común entre ambas
naciones en lugar de querer apoderarse la una de lo que es de la otra.
—Pero la Profecía...
—Mi Rey dice que o es
una patraña, o se ha interpretado mal.
—Simón dejó escrito que
tuvo una visión en que había un rey llamado Loto que mandaría en los dos
países.
—Y se intentó hacer
desaparecer a una nación entera para quitarle la tierra. Eso no sería
mandar en las dos naciones.
—Ah, no se me había
ocurrido nunca...
—Ni a vos ni a nadie.
Bueno, sí, el primero fue a mi Rey: él vio que si
esa
profecía era cierta, tendrían que prevalecer ambas naciones.
Por eso se preparó para la guerra, se hizo el mejor estratega que hemos
conocido, y luego no machacó al ejército vencido, pues lo juzgó
necesario para organizar Berenda, tan castigada por la guerra. Es un
hombre que respeta al enemigo.
—Mi padre habla muy
bien de él, desde luego.
—Creo que en aquella
conversación se hicieron muy amigos, sí. Si hubierais visto la emoción
con que vuestro padre se lo presentó al ejército Berendo... Os
presento al Rey Tadeo, dijo, mi
amigo desde hoy, y por lo tanto su pueblo es amigo del nuestro.
Casi se le saltan las lágrimas. Y vuestro ejército lo saludó con una
salva en su honor. Luego el Rey Tadeo hizo lo mismo con vuestro padre.
De hoy en adelante, dijo, El
Rey Loto es mi amigo, y juntos construiremos las dos naciones más
grandes que se hayan visto nunca en el mundo.
—¿Y de mujeres qué? ¿No
tuvo ninguna novia o amante?
—Bueno, ya sabéis que
el amor y la muerte van siempre juntos, casi cogidos de la mano, y él
creció en una guerra larga y sin fin. Dice que de todas las amantes, la
guerra es la más puta, si me perdonáis la expresión. Y sí, tuvo amantes.
Unas murieron, otras le aburrieron, y a otras casó con nobles que
querían medrar.
—Ah..., ¿diríais que él
es un amante experto?, —preguntó Elba roja de vergüenza.
—Ninguna se quejó
nunca. Pero no lo sé realmente, señora. Creo que prácticamente cualquier
mujer del reino, excepto la Reina, claro, estaría dispuesta a acostarse
con el Principe Heredero aunque sólo fuera para poder decir luego que lo
había hecho.
—¡Qué idiotas son!
—Puede ser, alteza.
Pero su belleza es lo único que las puede acercar a alguien de la Casa
Real. Incluso las nobles no están a la altura de un príncipe, o de una
princesa, porque no han sido educadas lo suficientemente bien. Tienen
muchas lagunas en su educación, si son nobles, y no tienen ninguna, si
no lo son.
—Ah, ya veo.
—Vos podéis tener
siempre al Rey para vos, excepto si se divierte con alguna sirvienta o
cortesana alguna vez.
—¿Qué? ¡Ni hablar!
Exijo fidelidad absoluta, ya que yo se la voy a dar...
—¡Ay, señora! Cuanto
antes lo comprendáis, tanto menos lo sufriréis. Vuestra misión es darle
herederos, a ser posible varios. Si él se divierte con otras, aunque les
haga bastardos, eso no debe interferir en vuestra vida. Vos seréis la
Reina, y por ello dueña de vuestros actos. Vuestros hijos han de ser sin
lugar a dudas del Rey, vuestro esposo.
—¿Y él, qué?, —dijo la
princesa, hecha una furia.
—Los hijos de él
también siguen siendo suyos, incuestionablemente, os sea fiel o no.
Aunque es verdad que nunca tendrán derecho a nada, excepto los que
además de él sean hijos de vos, señora. No digo que esté bien
moralmente, o que sea justo, sino que esa es la naturaleza de las cosas.
Estas conversaciones se sucedieron a lo largo de aquel mes. La Reina,
Teoceo y hasta el propio Rey Loto, tuvieron muchas de ellas con la
Princesa Elba, pero cuando esta hablaba con Amadeo, este se zafaba de
las cuestiones que más le interesaban a ella sobre el Rey de Colomina,
aunque a pesar de ello se fue generando una complicidad y simpatía
evidentes, hasta el punto de que en una ocasión se le escapó una frase
que se le salió del corazón:
—¡Ojalá fueras tú el
Rey de Colomina, Amadeo!
—¡Oh, líbreme el cielo
de ello, alteza! No me queráis tan mal. Tendría muchos problemas que
ahora mismo no tengo. No es lo mismo asesorar y ayudar que tomar
decisiones que pueden suponer la vida o la muerte de muchas personas.
—La verdad es que nunca
tuve muy claro lo de ser Rey. Y ahora ser Reina me asusta mucho.
—Tendréis a vuestro
esposo para ayudaros. Aprenderéis enseguida, ya lo veréis.
Espero que disfrutes de esta historia. Si así no ha sido, estudiaré
encantado las críticas que tengas a bien enviarme
a mi dirección.