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Jesús Ángel.

Los desamores de Andrés

Andrés por fin llega al anhelado retiro. Pero al llegar a su casa se encuentra con una sorpresa que le cambiará toda su vida.

Como adelanto incluyo el índice y uno de los capítulos del mismo, así como el enlace en que pueden ustedes obtenerlo:


Índice
Desamores.
  1. La muerte de Filomena.
  2. Felicidad truncada.
  3. La búsqueda.
  4. Hay más.
  5. El crucero.
  6. Recopilatorio.
  7. Libertad.
  8. Miedo a volar.
  9. Reincidencia.
  10. Tocata y fuga.
  11. Sangre nueva.
  12. El embrujo de Oriente.
  13. La rusa española.
  14. Mi familia.
  15. Devi.
  16. Muerte de Andrés.
  17. Epílogo.

Les presento, a modo de fragmento, uno de los capítulos. Espero que lo disfruten:

Sangre nueva

Andrés sabía adónde iba y lo que quería. Fue con idea de pasar un mes en Santiago de Cuba, la otrora capital de la isla y actual segunda ciudad de la isla en importancia y número de habitantes. Una ciudad que había conocido a vista de pájaro cuando volvían Anselmo y él la otra vez que estuvo en Cuba. 

Esta vez ya no tuvo miedo a volar, y disfrutó del viaje, viendo cómo desaparecía la Península Ibérica a sus pies, cómo las azafatas se paseaban por el pasillo trayéndoles bebidas, el periódico, y disfrutando de las breves conversaciones que tuvo con ellas. Eran tres chicas muy simpáticas, aunque supuso que eso estaba en el trabajo, y las escogerían con ese criterio entre otros. También había un azafato, que se notaba que era primerizo, pues no tenía tantas tablas como sus compañeras. Echó un sueñecito, vio una película antigua, Regreso al futuro, que le trajo gratos recuerdos de cuando la había visto por primera vez, en su juventud, y antes de lo que pensaba se vio aterrizando en el aeropuerto de La Habana. Tuvo que esperar una hora para volver a tomar asiento, pues el mismo avión volvía a España, pero haciendo escala en Santiago, que era su destino final.

Desde el aeropuerto tomó un taxi hasta el hotel. Se aseó, tomó una merienda-cena en el restaurante del hotel, y se fue a dar un paseo por la ciudad, pues ya eran las seis de la tarde. 

En la discoteca del hotel había también chicas bonitas de tipo caribeño y otras más internacionales, y él bailó con algunas, pero tampoco les dio lugar a que le planteasen su tarifa. No todas serían así, claro, quizá ninguna, o muy pocas, pero no tenía ganas de averiguarlo. Ellas seguramente no estaban allí a ver si lo conocían a él, así que pasó de ellas. Él buscaba alguien con propósitos formales, alguna que lo pudiese cuidar al menos unos años. Ya tenía 67, y no sabía cuántos más iba a durar. 

Pero en Santiago de Cuba hay muchas cosas que ver, cosas que justifican el viaje, ciertamente. Como la Gran Piedra, con su mirador excepcional, la Plaza de la Revolución, con la impresionante escultura de metal de un jinete que avanza, el Museo del Carnaval, único a su entender, y el Faro del Moro. Pero lo que más le gustó fue aquella guía que le mostró a él junto con otras diez personas el Centro Histórico de la ciudad. Respondía al nombre de Devi Rodríguez (apócope de Débora Victoria) y era una muchacha de algo más de veinte años que aún estudiaba en la Universidad de Oriente —que es como se llama la de aquella ciudad— la carrera de Bellas Artes. Andrés siempre estuvo interesado en la historia y el arte, y tuvo una larga e interesante conversación sobre la historia de Santiago y su arte.

Podía interesarla lo suficiente en sus cosas y engatusarla como Marisú había hecho con él, o dejarse engatusar por ella, pero pensó que no estaría bien. Ella era una niña de 20 años, y él le triplicaba la edad y algo más, a sus 67, así que desistió de sus propósitos. Durante aquel mes se vieron varias veces, en las que ella le aconsejó realizar diversos viajes por los alrededores para ver Cuba algo mejor que la otra vez, y finalmente se despidieron como buenos amigos. No todo el monte es orégano, se dijo. Ni ella quería irse de Cuba, ni él quería una esposa tan joven. Y las demás mujeres que conoció no le atrajeron, quizá porque estaba con la mejor que pudo encontrar, aunque la relación no fuera romántica ni de provecho mutuo. Cuando volvió a España se estuvieron carteando durante años. Y él le ayudó cuando le hizo falta, pero eso fue todo. Se consideraba su padrino, o su patrocinador, en cierto sentido, y se alegró con ella cuando se doctoró y consiguió un buen puesto en un centro de enseñanza de la capital, La Habana.

Pero, genio y figura hasta la sepultura, Andrés no se podía estar quieto. Y se apuntó en la Escuela de Idiomas para realizar uno de sus proyectos inacabados en su ya casi larga vida: aprender otra lengua.


Espero que disfruten de este libro. Si así no ha sido, estudiaré encantado las críticas que tenga a bien enviarme.

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