A continuación presentamos las tres páginas del capítulo tres. Esperamos que lo disfruten:
Durante varios días dudé si sería mejor decírselo a Brenda, o callármelo para mí. Por una parte, decírselo le haría daño a ella; pero por la otra ella sentía cada vez más remordimientos, se la veía más nerviosa, y mientras quería complacerme a mí por un lado, por el otro se sentía mal, y eso a mí no me gustaba nada. O hacía algo yo, o se iba a acabar nuestra relación; y todo por un hombre que no se la merecía. Ella se sentía desleal a un hombre que trabajaba diez horas todos los días. Yo sabía que sólo trabajaba siete, y que las otras tres las pasaba en otro sitio, quizá trabajando, quizá no. Por eso, antes de que ella tomase una decisión que los dos lamentásemos después, quise decírselo, pero no tan a las claras que me odiase para siempre.
—Brenda, te invito al cine. La cara se le ensombreció de golpe.
—Eso es cerca de…
—Tu marido aún tardará en salir. Sale a las ocho, ¿no?
—Sí.
—Pues el cine empieza a las seis menos cuarto. Podemos ir incluso algo
antes, para que no te preocupes. Además, cuando estemos llegando
allí, yo puedo ir detrás de ti, de modo que parezca que no vamos
juntos.
—Bueno, vale. Pero esta situación me estresa un poco.
—Ya, ya me hago cargo. Pero piensa que lo vamos a pasar muy bien. Te
reirás con las excentricidades del viejo Woody. Ya solucionaremos los
problemas, pero mientras disfrutemos un poco, cariño. Recuerda: Carpe
diem.
—Sí, claro. Carpe diem, como dijo el
latino, Disfruta de este día, que ya vendrán otros en que
disfrutar no puedas.
Y fuimos hacia el cine Rialto, que es uno de los mejores de la ciudad. Dos calles antes de llegar al domicilio de la empresa de Tomás, yo me retrasé progresivamente, hasta que al llegar a la puerta de la fábrica de estilográficas donde trabajaba su marido, ella marchaba veinte metros delante de mí. En ese momento se abrió la puerta y salió Tomás a la calle. Ninguno de ellos se creía lo que estaba viendo.
—¡Tú! Yo no me perdía ni una sola palabra del diálogo,
aparentando un inusitado interés por lo que había en el escaparate del
bajo del edificio donde trabajaba Tomás, que era en realidad una
tienda de plumas estilográficas, cuyo catálogo estaba desplegado ante
mi vista. Reflejados en el cristal veía a los dos esposos, y pude
contemplar la cara de estupor de la mujer, que estaba dudando si
acompañar a su esposo a casa o no. Finalmente cedió
—Bueno, Tomás, que descanses—, le dijo dándole un beso breve. El
hombre marchó hacia un lado, y ella hacia el opuesto.
Al otro lado de la esquina, en dirección al cine,
ralenticé yo la marcha para que ella me alcanzara.
—¿Qué te parece?
—Sospechoso—, dije yo. —Si quieres, le seguimos.
—Se dará cuenta.
—No creo que se acuerde de mí. Y si se acuerda, le acompañaré a donde
vaya. Tú síguenos.
—Bueno.
Pero Tomás no se dio cuenta. Partí tras él, y cuando ya estaba ante la puerta misteriosa y ya había pulsado el portero automático, me lo encontré.
—¡Hombre, Tomás! ¡Cuánto tiempo! Pero la voz que se oyó en el telefonillo no era de
hombre:
—¿Sí?, —dijo de pronto una voz por el interfono.
—Buenas tardes, señora, soy yo.
Tras un segundo, se oyó la puerta, que se abría.
—¿Tu amigo?, —interpelé.
—Su esposa.
—¿Y la llamas señora?
—Es que yo soy muy respetuoso con las esposas de mis amigos—, repuso
un poco azorado.
—Bueno, Tomás, tengo que irme. Hasta luego. Espero verte pronto y
charlar un rato.
—Cuando tú quieras.
Y salí en la dirección en que me esperaba Brenda.
—¿Qué te parece?, —le pregunté a ella cuando su marido había
desaparecido en el interior del edificio.
—No sé qué creer. ¿Quién contestó al telefonillo?
—Era una voz de mujer. Y él la llamó Señora.
—¿Señora? Qué raro…
Para disiparle el malestar, la convencí para que siguiéramos nuestro plan inicial, pues ya no podía ella volver a casa, si su marido la suponía en el cine. Por lo tanto me adelanté yo, y cuando ella llegó al Rialto ya la esperaba yo con las entradas en la mano. Nos lo pasamos muy bien con las ocurrencias de Woody, al que Humphrey Bogart le daba sabios consejos para seducir a las mujeres que le gustaban, sin mucho éxito por parte del aconsejado…
Pero al día siguiente me leí el periódico entero en el parque donde nos solíamos ver, cuando ella iba a hacer la compra. Algo mosqueado, a medio día fui a su casa, y apostado con un nuevo periódico en el banco de mi parada de autobús favorita, esperé pacientemente, hasta que lo que vi no me gustó nada: ella acababa de salir a regar las macetas, como de costumbre, pero descubrí en ella algo inusual: tenía un ojo morado.
Tomás, eres hombre muerto, me dije para mis adentros.
Por eso, y porque ya no volví a ver a Brenda durante varios meses.