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Los cuentos de BélmezBélmez

Tres años después de la novela, aparece esta serie de catorce cuentos sobre el policía más peculiar de la literatura moderna. Se han procurado tocar todos los problemas que aquejan, o pueden aquejar, a los policías de a pie, a los que vemos por la calle, con sus miserias y sus virtudes, con sus defectos y sus logros, siempre en pos de dos cosas: proteger y servir a los ciudadanos.

Publicado el 28 de diciembre de 2023.
El índice es como sigue:

    Contenido

      Prólogo: un policía singular.
    1. Las mujeres de Paco.
    2. Caza menor.
    3. Se la llevaba el demonio.
    4. El espía de Jamaica.
    5. Crimen en la catedral.
    6. El corrupto.
    7. Su mejor amiga.
    8. Lío de faldas.
    9. Reconversión.
    10. La Tejita.
    11. Los otros.
    12. Sueños de policía.
    13. Epílogo.

    A continuación figura un cuento, el 2º:

    Caza menor

    Belmez

    Aquel día Paco estaba haciendo una sustitución. Su compañero estaba de vacaciones, y la de Antonio, un conocido de la comisaría, estaba de baja, así que aquella vez le tocó hacer un control de alcoholemia en sábado por la noche. Paco no estaba muy de acuerdo porque no sabía hasta qué punto era legal que la policía bloquease una vía principal para hacerle la prueba del alcohol a todos los conductores que pasasen pro allí. Eso no pasaba ni en la Dictadura, le había comentado a Antonio, su compañero de aquella noche.

    Y se encogió de hombros.

    Paco no dijo nada, pero su imaginación se desbocó y lo llevó a aquella frontera que hubo una vez en el centro de una ciudad, y a la policía que se había apostado en altas torres de vigilancia se les ordenó impedir que los ciudadanos saltaran el muro de uno al otro lado. Eran los tristemente famosos vopos o miembros de la Volkspolizei (o policía popular). Y un infame número de aquella policía había matado de un disparo a Peter Fechter en 1962 cuando quiso irse al Berlín Ocidental en una noche como aquella, en que estaban ellos a la caza del borracho. Sí, aquel vopo era un número que obedecía órdenes. Pero eso no le impidió ser un asesino. De parte del Estado asesinó a un muchacho de 18 años que quería lo que la ONU garantizaba en su carta de derechos humanos, el de ser libre. El hecho pasó casi desapercibido entre las noticias de la radio y la televisión de aquella época, hasta que un cantante de Valencia, Nino Bravo, difundió una canción llamada Libre, que desde entonces nos recuerda las muertes de Peter y del propio Nino.

    No, ni Antonio ni él eran asesinos, como aquel infame vopo, pero estaban allí pasando aquella noche a ver si podían poner alguna multa para engrosar el botín de las arcas del municipio a costa de los ciudadanos que pasaran por allí con una copa de más. Por eso a él le parecía un abuso por parte de las autoridades. Y le preocupaba, porque tras el secuestro del Congreso en 1981 se dictó una ley que conocía Paco y suponía que debían conocer también los demás policías y sus superiores, que anulaba la obediencia debida a los superiores como eximente y —según creía— también como atenuante para los policías y militares que incumpliesen con la legalidad vigente como resultado de una orden de sus superiores. Sí, lo podían echar de la policía precisamente por obedecer órdenes, si alguien los denunciaba, no por poner multas, sino por estar allí cortando el tráfico.

    Sin mucha convicción le hizo un gesto a un Renault Megane para que se detuviese. Pero el coche no se detuvo. Había una barrera de alambre de espino, por lo que el único lugar por el que podía pasar el coche con seguridad era el que ocupaban los dos policías, así que el coche o paraba, o pasaba por encima de ellos. Eso fue lo que intentó hacer aquel coche. Paco oyó que el rugido del motor se incrementaba en lugar de atenuarse, y en una décima de segundo le dio un empujón a su compañero y se tiraron los dos al suelo, lejos de las ruedas del vehículo. el coche pasó como una exhalación junto a ellos, y Paco, sin pensárselo dos veces, se subió a la moto de un salto y salió en su persecución, mientras su compañero avisaba por radio. Paco no tardó en dar alcance al coche, que pasó a circular por la acera y luego cambió de calle a través de una peatonal. Por suerte no había peatones a aquella hora, y solo hubo un testigo de aquella extraña persecución: un mendigo que estaba recostado contra la pared. Al torcer en ángulo recto al final de la calle, el Megane derrapó y se estrelló de lado contra un escaparate. Paco paró y se acercó al coche, pistola en mano. Abrió la puerta y vio a un chaval de 14 años con la cabeza apoyada contra el salpicadero, cubierto de sangre. Al volante había otro muchacho de la misma edad que le miraba, atontado.

    El chaval salió mientras Paco informaba por radio y pedía una ambulancia.

    El mozalbete se llamaba Raúl, y entre él y Ernesto, su compinche sangrante, habían tomado prestado el coche para darse una vuelta, con la mala fortuna de toparse con el control policial. No, no habían bebido, pero tampoco tenían el permiso de conducir. Eran dos niños pijos que ansiaban emociones fuertes, y vaya si lo consiguieron.Vino un coche policial y se llevó al pequeño delincuente a comisaría para tomarle declaración, mientras que la ambulancia se llevaba a Ernesto urgencias, con pronóstico reservado. Sí, ambos habían conseguido sus emociones fuertes. Ernesto salió del hospital quince días después, y el juez dictaminó una fuerte multa a sus padres y a los de Raúl, así como el pago de los daños ocasionados, y además les quitó la patria potestad y ordenó que los dos menores ingresaran en una institución del Estado para que se les reeducara.

    Paco y Antonio fueron relevados de aquella tarea tan ingrata, pero en lugar sustituirlos, se desmanteló el punto de control. El responsable que los había enviado a establecerlo comprendió que se le podían complicar las cosas, porque aquel control no había sido necesario, excepto para causar el accidente y molestar a los ciudadanos.


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