Son 15 cuentos cuyo nexo es el amor, a pesar de ser tan diferentes ente sí, como distintas son las lases de amor que hay, algunas de las cuales se tocan en los diferentes cuentos de amor que les narro en este volumen; y además la extensión de los cuentos es muy diferente, pues va desde las 323 palabras de Blanca y radiante hasta las 7666 de Por el amor de Dios, una y 15 páginas, respectivamente.
Como adelanto incluyo el índice y uno de los capítulos del mismo, así como el enlace en que pueden ustedes obtenerlo:
Les presento, a modo de fragmento, uno de los cuentos. Espero que lo disfruten:
Alina es una niña graciosa y estudiosa, inteligente y cariñosa. Tiene un perro desrazado al que ama de verdad. Es pequeño, delgado, alargado, muy alegre y juguetón, aunque se pone histérico cuando la faltan Alina o su padre, Alberto. Este le preguntó en una ocasión a un educador de perros por sus servicios y le dijo que en un mes se lo dejaría totalmente educado, pero que la tarifa eran €600. Como no se podían permitir ese gasto, Alberto aprendió a darle órdenes claras a su can, y a que este obedeciese. La primera que aprendió fue ¡Abajo!, y el perro bajaba el culo al suelo y esperaba, paciente, a que su amo o ama le dijera qué es lo que tenía que hacer. También lo acostumbró a que le trajera las cosas, tirándolas lejos y dándole la orden ¡Tráelo!
Los perros son animales muy inteligentes, muy buenos siervos cuando tienen buen amo. Por desgracia mucha gente tiene al perro como el que tiene un juguete, y se cree que lo puede postergar, o dejar de usar, cuando quiera. Pero un perro no es un juguete, y exige atención. Son los perros folloneros por naturaleza, y cuando llega el amo a casa salta de alegría, y cuando no lo encuentra gañe, o sea, llora. Todos los días hay que sacarlo pasear, y requiere muchos cuidados, como si fuera un bebé. Solo que los bebés humanos crecen y se convierten en adultos con los años, mientras que los perros siempre serán niños, aunque estén en lo más tardío de su senectud.
Alina se encariñó con su perro desde el primer día. El amo de verdad del perro era Alberto, pero ella poco a poco fue construyendo una relación especial con su perro, aunque fuera su ama secundaria. Pero con el tiempo la secundaria se fue convirtiendo en primaria, y el primario en secundario, pues el tiempo que le dedicaba la niña era mucho mayor que el que su padre le podía dedicar.
Era Alina una niña de siete años, y en cuanto llegaba del colegio se llevaba al perro de paseo. Media hora más tarde volvía a casa para hacer los deberes y hablar con sus padres un poco. Después, poco antes del anochecer, volvía a sacar a Ánodo, su perro, para que corriera por el campo en libertad, pues vivían en las afueras de la ciudad. Su padre le había escogido ese nombre para el perro porque decía que era original. Desde luego, no sabían de ningún perro que se llamara Ánodo. Cuando ya tuvo edad para consultar diccionarios, la niña averiguó que su perro se llamaba como el electrodo positivo de una pila. Y sí, su perro producía electricidad cuando corría con ella, era feliz, y esa felicidad fluía como si fuera corriente desde el cátodo —ella— hacia el Ánodo, y viceversa.
El perro vino un día enfermo de su paseo. Había comido algo que encontró en la calle y Alina no se había dado cuenta. Llegó a casa echando espuma por la boca. Alberto lo llevó al veterinario, que le hizo un lavado de estómago y lo tuvo en observación unas horas. Total, €300 y el perro como nuevo.
Alina hablaba mucho con su perro. Todos los días. Le hablaba como si él la pudiera comprender. Y Ánodo la escuchaba en silencio. Quizá la entendiera, quizá no, pero el lazo de afecto que llevaba cada una de sus palabras unía al ama con el perro, pues si no las ideas, los perros sí comprenden los sentimientos. Y Alina y Ánodo se querían mucho, cada uno a su aire.
Pasaron los días, los meses y los años, y el perro ya tenía 3, y la niña 10. Durante mil días habían dado más de dos mil paseos juntos, habían visitado al veterinario unas diez veces para ponerle vacunas, por tratamientos de alguna enfermedad de esas que suelen tener los perros, y para revisiones. Pero todo lo demás lo hacía Alina misma: ella lo bañaba, lo acariciaba y jugaba con él siempre que podía. Era consciente de que Ánodo no era un juguete, sino un ser vivo. Uno más de la familia, o al menos eso decía ella. El hermano que nunca tuvo y que ella tanto ansiaba. No sabía que su mamá ya no podía tener más niños; porque cuando ella nació, su madre tuvo problemas y el médico le aconsejó que se ligara las trompas. Otro embarazo podría costarle la vida.
Y entonces sobrevino el desastre. La puerta de la calle estaba aparentemente cerrada, pero el resbalón de la cerradura no había actuado, y bastó una leve corriente de aire para que se abriese unos centímetros. Ánodo aprovechó y empujó la puerta con la nariz para poder salir a la calle con total libertad, por primera vez en toda su vida.
Era la primera vez que salía sin Alina o Alberto. Ella estaba en el colegio, y sus padres estaban aún en casa durmiendo, porque era el día libre de él, y ella entraba bastante más tarde. Cuando Alberto se despertó, buscó al perro para llevárselo a dar su paseo, pero no lo encontró.
¡Qué raro!, se dijo, estará entretenido por ahí en algo. Porque cuando el can oía movimiento en la casa venía a buscarlo con la correa en la boca, para que lo sacara.
Ánodo había salido olisqueando la calle de arriba abajo, echando un chorrito de orina en cada farola y árbol que veía, persiguió luego a una rata, que se le escapó por un agujero, y luego se encontró con un gato. Se acercó a él y este se erizó, arqueando la espalda y sacando las uñas. Ánodo no había visto nunca un gato, pero le dio miedo. ¿Por qué este bicho le era hostil si él solo quería ser su amigo? Si Ánodo fuese un hombre adulto habría comprendido que hay seres miserables que no son generosos ni en el trato a no ser que se puedan aprovechar de uno. Pero Ánodo, además, le había estropeado su negocio al espantar a la rata, a la que aquel gato silvestre llevaba diez minutos acechando para clavarle las garras y darse un festín.
Haciendo uso de su buen juicio, Ánodo se fue, dejando allí a aquel que había tomado por posible amigo, y continuó recorriendo el lugar. Salió de la ciudad y se adentró en el campo. Se encontró con otro ser de su especie, una preciosa perra de raza bichón maltés que por lo visto se había escapado también, puesto que sus amos no aparecían por allí.
Ánodo se alegró mucho de encontrarse con un ser de su especie, aunque no fuera de su raza. No pudo evitarlo, y la saludó:
Ella le contestó también meneando la cola:
Estuvieron jugando al escondite, luego él la descubrió y estuvieron olisqueándose, y finalmente hicieron lo que hacen los perros para tener perritos, que podríamos confundir con lo de jugar al caballito. Fue laborioso, y no se pudieron separar hasta que pasaron tres cuartos de hora. Cuando por fin lo consiguieron, oyeron la voz de un niño:
A lo que la interpelada respondió con un fuerte:
El niño, de unos doce años, vino a donde estaba la pareja de perros y le puso la correa a la suya. Luego le habló a Ánodo.
Le hizo un ademán cariñoso para que se fuera con ellos. Anodo se le acercó y le olió los zapatos, las piernas, se irguió apoyándose en el niño, y este le acarició la cabeza y el can le lamió las manos.
El niño vivía a un par de calles más allá de la casa de Ánodo.
Mientras tanto Alberto estaba a buscando a su perro. En ese momento se le juntó Alina.
Entonces ella, desconsolada, sin esperar respuesta, chilló con toda su alma:
El perro tiene el sentido del oído mucho más desarrollado que el humano, por lo que aunque Miguel, el dueño de Perla, no oyó nada, de pronto Ánodo puso las orejas en vertical y salió corriendo.
Lo siguió con la vista hasta que el chucho dobló la esquina. Niño y perra lo siguieron y vieron la tragedia:
Al otro lado de la calle había un hombre y una niña, y Ánodo salió corriendo hacia ellos. Por la calle había circulando entonces tres coches. El perro sorteó al primero, el segundo frenó en seco y no lo atropelló por dos centímetros, pero el tercero que iba en sentido contrario y ajeno a todo, le pasó por encima al pobre perro: una rueda le pisó el centro de la espalda.
Todos los coches pararon, y uno de ellos se ofreció a llevarlos al veterinario.
Este les dijo a los amos del perro:
El padre y la hija se miraron, muy tristes. Y se asintieron. El perro estaba casi dormido pero aún así vio como Alina y su padre lo acariciaron por última vez. Y lloraron. Los dos.
Cuando ya se habían despedido de su perro, el veterinario le puso la inyección que acabaría con todos sus dolores, y también con su vida. De no hacerlo, le esperaría una vida llena de dolor y ninguna compensación, pues el destrozo estaba más allá de toda posible recuperación.
No quisieron incinerarlo. Lo llevaron a un cementerio de perros, y lo pusieron dentro de una bonita tumba con su lápida en la que pusieron una foto reciente del can, y una inscripción:
Los padres y la niña estuvieron un largo rato mirando la lápida con los ojos húmedos. Algo más lejos estaban otros dos seres: Miguel y Perla, que guardaban silencio. En el camino de vuelta a casa el niño les dijo que podían pasear a su perra cuando quisieran.
Poco a poco Alina y Miguel se hicieron amigos.
Dos meses después Perla dio a luz a cinco cachorros, cuatro hembras y un macho. No lo superaron 3 de las hembras, pero sí la cuarta y el macho. Este era muy parecido a Ánodo, y la hembra era casi una copia de Perla. A esta le pusieron de nombre Fresa, y el macho se lo regaló Miguel a su amiga Alina.
Cuando vieron aquella copia de Ánodo, le preguntó la mamá:
Y así Ánodo y Cátodo estuvieron en el corazón de aquella niña toda su vida. El hijo de Ánodo vivió veinte años más que su padre, y cuando falleció, su dueña ya era toda una mujer licenciada en veterinaria, que lo enterró junto a su padre; pero ya no tuvo más perro en casa; porque ahora ella amaba a todos los perros del mundo. Y a los demás animales también, claro. Por eso les dedicó su vida.